Zapatos de caramelo (46 page)

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Authors: Joanne Harris

BOOK: Zapatos de caramelo
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¡Anda ya, tío! ¡Todo iba tan bien...! De todas maneras, en seis días pueden ocurrir muchas cosas y el viento aún no ha dejado de cambiar. Sea como fuere, es demasiado tarde. Ya no podemos detenernos. Hemos llegado demasiado lejos como para dar media vuelta y huir. Creo que será suficiente con una invocación más, con otra apelación al Viento del Cambio. Tal vez la última vez confundimos algún elemento: un color, una vela, un trazo en la arena. Esta vez Rosette y yo lo enderezaremos definitivamente.

11

Martes, 18 de diciembre

Thierry se presentó a primera hora de la mañana y volvió a preguntar por Roux. Por lo visto, cree que este asunto cambiará las cosas entre nosotros y que, al desacreditar a Roux, de alguna manera recuperaré mi confianza en él.

Está claro que las cosas no son tan fáciles. He intentado explicarle que no tiene nada que ver con Roux, pero Thierry no ceja en su empeño. Tiene varios amigos en la policía y ha utilizado su influencia para llamar la atención más de lo necesario sobre este caso de fraude, en realidad poco importante. Al igual que el flautista de Hamelín en la ladera de la colina, para no perder la costumbre Roux se ha esfumado.

Antes de irse, Thierry me lanzó una última y ponzoñosa información, probablemente obtenida a través de su amigo de la gendarmería:

—La cuenta que utilizó para cobrar el cheque está a nombre de una mujer —declaró, y me dirigió una sonrisa ladina y triunfal—. Por lo visto, tu amiguito no actúa solo.

Hoy volví a ponerme el vestido rojo. Ya sé que no es lo habitual, pero la escena con Thierry, la desaparición de Roux y el día gris y presagioso de nieve me llevaron a anhelar algo estimulante.

Tal vez tuvo que ver con el vestido o con un vestigio salvaje del viento pero, a pesar de mi ansiedad y a pesar de todo (las palabras de Thierry, el dolor de corazón cada vez que pienso en Roux, mis noches sin pegar ojo y mis temores), me percaté de que canturreaba mientras trabajaba.

Es como si hubiese pasado página. Creo que, por primera vez en años, me siento libre: libre de Thierry e incluso de Roux; libre para ser quien quiera..., aunque en realidad no sé quién quiero ser.

Zozie había salido y pasaría la mañana fuera. Me encontré sola por primera vez en semanas, si exceptuamos a Rosette, totalmente entregada a su caja de botones y a su cuaderno de dibujo. Casi había olvidado lo que significa estar detrás del mostrador de una chocolatería llena a rebosar, charlar con los clientes, averiguar cuáles son sus preferencias...

Hasta cierto punto, me sorprendió ver tantos habituales. Estoy al tanto de entradas y salidas mientras trabajo en el obrador de la trastienda pero, en realidad, no había reparado en que ahora vienen muchas personas: madame Luzeron, pese a que no es su día; Jean-Louis y Paupaul, atraídos por la promesa de un lugar caldeado en el que dibujar y por su creciente interés por mi pastel de café moca de varias capas; Nico, que ahora está a dieta, si bien su régimen parece incluir la ingesta de montones de macarrones; Alice, con una rama de acebo para el local y la petición de su favorito, el
fudge
de chocolate; madame Pinot, que pregunta por Zozie...

No fue la única. Todos nuestros clientes preguntaron por Zozie y Laurent Pinson, que se presentó limpito y brillante y me saludó con una reverencia desmedida, pareció marchitarse al reconocerme, como si el vestido rojo lo hubiese llevado a suponer que tras las caja registradora había otra persona.

—Me han dicho que celebrarán una fiesta —comentó Laurent.

Sonreí.

—Solo será una pequeña fiesta en Nochebuena.

Me dedicó su aduladora sonrisa, la misma que emplea cuando Zozie se encuentra cerca. Por ella sé que Laurent Pinson está solo, no tiene familia ni hijos con los que celebrar la Nochebuena. Aunque no me cae demasiado bien, lo compadezco y siento pena de su cuello amarillo almidonado y su sonrisa de perro famélico.

—Por supuesto, si le apetece puede reunirse con nosotras en Nochebuena, a no ser que tenga otros planes.

Pinson frunció ligeramente el
ce
ñ
o,
como si intentase recordar los pormenores de sus cuantiosos compromisos sociales.

—Tal vez pueda asistir. Tengo mucho que hacer, pero...

Me tapé la boca con la mano para disimular la sonrisa. Laurent es la clase de hombre que necesita creer que te hace un gran favor cuando acepta que le eches una mano.

—Monsieur Pinson, nos encantaría que viniera.

Se encogió magnánimamente de hombros.

—Bueno, si insiste...

Sonreí.

—Así me gusta.

—Madame Charbonneau, si me lo permite, le diré que ese vestido le queda muy bien.

—Llámeme Yanne.

Volvió a hacer una reverencia. Percibí el aroma a gomina y a sudor. Me pregunté si eso es lo que Zozie hace cada día mientras yo confecciono bombones y si por ese motivo tenemos tantos clientes.

Entra una señora de abrigo esmeralda y compra regalos para Navidad. Sus preferidos son los bombones con capas de caramelo y se lo digo sin titubeos. Su marido disfrutará con mis corazones de albaricoque y a su hija le encantarán mis cuadrados de chocolate dorado con guindilla...

¿Qué está pasando? ¿Qué ha cambiado en mí? Tengo la sensación de que me ha invadido una renovada sensación de temeridad, un sentimiento de esperanza y de confianza. He dejado de ser yo misma para convertirme en alguien más próximo a Vianne Rocher, la mujer que llegó a Lasquenet con la estela del viento festivo...

Las campanillas están totalmente quietas y el cielo se ha oscurecido a causa de la nieve que sigue sin caer. La bonanza atípica de esta semana se ha esfumado y hace bastante frío como para que el aliento forme vaho mientras, en la plaza, los transeúntes cruzan difusos como columnas grises. En la esquina hay un músico y oigo las notas de un saxofón que interpreta «Petite fleur» con voz persistente y casi humana.

Pienso para mis adentros:
Debe de tener fr
í
o.

En el caso de Yanne Charbonneau, se trata de un pensamiento peculiar. Los parisinos de verdad no pueden permitirse semejantes reflexiones. En esta ciudad hay demasiados pobres, personas sin techo y viejos arropados como paquetes del Ejército de Salvación en las entradas de las tiendas y los callejones traseros. Todos tienen frío y hambre. A los parisinos de verdad no les importa. Yo quiero ser una parisina de verdad...

La música sigue sonando y me recuerda otro lugar y otra época. Entonces yo era otra y las casas flotantes del Tannes estaban tan juntas que prácticamente podrías haber cruzado de una a otra orilla del río. Entonces también había música: tambores metálicos, violines, pitos y flautas. Por lo visto, la gente del río vivía de la música y, pese a que algunos aldeanos los tildaban de mendigos, jamás los vi pedir. En aquellos tiempos no habría tenido la menor vacilación.

Posees un don,
solía decir mi madre,
y los dones tienen que regalarse. ..

Preparo chocolate caliente. Lleno una taza y se la llevo al saxofonista, que es sorprendentemente joven, no supera los dieciocho; también añado un trozo de pastel de chocolate. Es una decisión que Vianne Rocher habría tomado sin pensar...

—Invita la casa.

—¡Qué bien! ¡Gracias! —La expresión del saxofonista se ilumina—. Supongo que vienes de la chocolatería. He oído hablar de ti. Eres Zozie, ¿no?

Me echo a reír, reconozco que desaforadamente. Las carcajadas me resultan tan agridulces y extrañas como todo lo que ocurre en este extraño día, pero el saxofonista no se entera.

—¿Qué te gustaría oír? —me pregunta—. Tocaré lo que me pidas. Invita la casa... —apostilla y sonríe de oreja a oreja.

—Veamos... —Vacilé—. ¿Conoces
V'l
à
l'bon ven?

—Sí, por supuesto. —Coge el saxofón y añade—: Zozie, va por ti.

Cuando el saxo comienza a sonar, me estremezco a causa de algo más que el frío mientras regreso a Le Rocher de Montmartre, donde Rosette todavía juega tranquilamente en el suelo, en medio de cien mil botones desparramados.

12

Martes, 18 de diciembre

El resto del día trabajé en el obrador mientras Zozie se encargaba de los clientes. Ahora tenemos más clientes que nunca, más de los que puedo atender sola, y me alegro de que siga contenta de echar una mano porque, a medida que se acercan las navidades, tengo la sensación de que medio París ha desarrollado un repentino interés por los bombones artesanales.

Las existencias de chocolate cobertura que supuse que durarían hasta Año Nuevo se agotaron en un par de semanas y recibimos envíos cada diez días a fin de satisfacer la demanda creciente. Los beneficios superan con creces mis expectativas y Zozie se limita a decir «Sabía que el negocio se animaría antes de Navidad», como si todos los días hubiera milagros...

Por enésima vez me sorprendo de la rapidez con la que la situación ha cambiado. Hace tres meses nadie nos conocía y éramos náufragas en el peñón de Montmartre. Ahora formamos parte de la escena, lo mismo que Chez Eugène o Le P'tit Pinson, y los lugareños que jamás habrían puesto el pie en una tienda turística entran en la chocolatería una o dos veces por semana (y, en algunos casos, prácticamente cada día) para tomar café, pastel o chocolate.

¿Qué nos ha cambiado? Los bombones, no hay duda; sé que mis trufas artesanales son mucho mejores que todo lo que sale de una fábrica. La decoración también es más acogedora y, con la ayuda de Zozie, hay tiempo de sentarse y charlar un rato.

Montmartre es un pueblo en el seno de la ciudad, y sigue siendo profunda aunque dudosamente nostálgico de sus callejuelas estrechas, las viejas cafeterías y las casitas de estilo campestre con el encalado estival, los postigos falsos y los geranios de vivos colores en las jardineras de barro. Aislados en lo alto de un París rebosante de cambios, los habitantes de Montmartre tienen la sensación de que se trata del último pueblo que existe, el fragmento fugaz de una época en la que las cosas eran más dulces y simples, en la que las puertas quedaban abiertas y cualquier dolor y herida se curaba con un trozo de chocolate...

Sospecho que solo es una ilusión. Para la mayoría de los que viven aquí, esa época nunca existió. Habitan en un mundo parcialmente fantástico, en el cual el pasado está tan profundamente enterrado bajo la expresión de deseos y el pesar, que prácticamente se han tragado su propia ficción.

Pensemos en Laurent, que despotrica contra los inmigrantes pese a que su padre era un judío polaco que huyó a París durante la guerra, se cambió el nombre, contrajo matrimonio con una lugareña y se convirtió en Gustave Jean-Marie Pinson, más francés que los franceses y sólido como las piedras del Sacré-Coeur.

Obviamente, Laurent ni lo menciona, pero Zozie lo sabe..., seguramente porque se lo ha contado. Para no hablar de madame Pinot, con su crucifijo de plata, su desaprobadora sonrisa de labios fruncidos y el escaparate lleno de santos de yeso...

Jamás fue madame. En sus mocedades (al menos es lo que dice Laurent, que está al tanto de estas cosas) fue cabaretera en el Moulin Rouge y a veces actuaba con griñón, tacones de aguja y un corsé de raso negro que despertaba pasiones... No es exactamente lo que cabe esperar de una vendedora de objetos religiosos...

Y también nuestros apuestos Jean-Louis y Paupaul, que trabajan con gran habilidad en la place du Tertre y, para que se desprendan de su dinero, seducen a las señoras con cumplidos bravucones e insinuaciones descaradas. Cabría pensar que, al menos, son lo que parecen, pero ninguno de los dos ha pisado jamás una galería ni estudiado en una escuela de arte y, pese a su atractivo masculino, son apacible y sinceramente gays y planean una ceremonia civil, tal vez en San Francisco, donde esas prácticas son más corrientes y se juzgan con menos severidad.

Eso dice Zozie, que parece saberlo todo. Anouk también sabe más de lo que me cuenta y estoy cada vez más preocupada. Antes me lo contaba todo, pero en los últimos tiempos se ha vuelto inquieta y recelosa; pasa horas en su habitación, casi todos los fines de semana va al cementerio con Jean-Loup y por las noches habla con Zozie.

Es lógico que una niña de su edad quiera más independencia que la que hasta ahora ha tenido. De todos modos, en Anouk hay una especie de desvelo, una frialdad de la que tal vez no sea consciente, que me inquieta. Es como si entre nosotras se hubiese movido un eje, un mecanismo implacable que lentamente ha comenzado a separarnos. Solía contármelo todo y ahora lo que dice parece extrañamente cauteloso, al tiempo que sus sonrisas son demasiado intensas y forzadas como para resultar reconfortantes.

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