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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (7 page)

BOOK: Zombie Nation
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—Tenemos este sitio cubierto y de momento es bastante seguro —dijo Clark, señalando la valla doble de alambre que el 8º Escuadrón de Apoyo Civil había levantado alrededor de todo el recinto de la prisión al margen de las propias rejas de la cárcel—. Dispongo de imágenes digitales topográficas y de un apoyo por satélite tan afinado que puedo ver cada bellota que esconde una ardilla en un radio de treinta kilómetros. Tengo tropas aéreas y terrestres vigilando cada esquina de este lugar.

—Entonces, amigo mío, ¿por qué pareces tan asustado? —preguntó serenamente Vikram.

Clark le pegó una patada al polvo, frustrado. No era un modo demasiado eficiente de descargar su rabia, pero llevaba veinticuatro horas despierto sin comer y la situación estaba empezando a dominarlo.

—Porque el alcaide de esta prisión bien podría haberse llevado el virus cuando se fue de vacaciones tres días atrás. Todo esto —dijo Clark, señalando las vallas, los helicópteros, los laboratorios móviles— podría no ser más que mi forma de cerrar la puerta del establo cuando el caballo ya ha huido.

¿Dónde está el punto de encuentro de emergencia de su familia? ¿Dónde está su bolsa de efectos personales en el trabajo, la escuela, el coche? ¿Para cuántos días tiene agua almacenada en casa? [Preparativos de Emergencia, Actualización nº 7, publicado por la Agencia Federal de Logística de Emergencia (FEMA), 1/05]

La lámpara de keroseno hizo un chasquido al encenderse y arrojó un destello amarillo sobre los tablones desnudos del sótano de Bleu.

Dick todavía podía ver la luz de la luna colándose entre los listones y se preguntó cuánto tardaría uno de los alpinistas homicidas en entrar a la fuerza. Bleu no parecía particularmente asustada. Sólo ansiosa por zanjar el trabajo.

—¿Qué les ha pasado? —preguntó Dick—. ¿Qué hace que la gente se comporte así?

—Iba a preguntarte lo mismo. Tiene que ser algún tipo de germen de guerra del gobierno que no ha salido bien, ¿no? —Bleu levantó el farol y descendió dando fuertes pisotones un estrecho tramo de escalera tallado en la tierra. Penetraron en una cavidad de techo bajo y paredes circulares y Bleu colgó el farol en un poste de madera que sujetaba el techo como un palillo de dientes sujetando la boca de un gato cazador en los dibujos animados. Pilas de cajas de cartón y bolsas llenas de patatas y rábanos ocupaban la mayor parte del espacio. En el extremo más alejado de la escalera había una puerta de plástico negro del tipo que utilizan los contratistas. Bleu fue hasta la puerta y se detuvo.

—Yo creía que si alguien podía saber algo, serías tú. Demonios, chaval, ésa es la razón por la que te llamé.

Dick abrió los ojos como platos.

—¿Yo? Yo sólo soy un burócrata de bajo rango. ¡Un inspector de ganado! No sé nada de guerra biológica. —Se tomó un segundo para pensar. Él trabajaba para el gobierno, que debía de ser todo lo que le importaba a Bleu—. Mira, estoy de tu lado —dijo él, tratando de recordar qué defendían los hippies. Lo del
flower power,
claro, y no les gustaba nada lo de la guerra de Vietnam—. Mmm, paz y amor, ¿no? Todo lo que necesitas es amor.

Bleu abrió la puerta resistente al agua y la luz se derramó sobre el contenido del interior. Cinco rifles de caza alineados, la mayoría eran armas del calibre 22 de proyectil reforzado, pero también había un buen 30-06 de los antiguos. Aún más descabellado: uno era un potente rifle de caza mayor, de munición de punta blanda, un rifle de cerrojo Weatherby Mark V Safari Custom, algo que Dick sólo había visto en revistas de armas. Un arma para elefantes, para ser francos, aunque lo más probable era que la familia Skye planeara utilizarlo contra los osos cuando lo compraron.

Bajo la hilera de rifles colgaban tres escopetas de varios calibres, y más abajo pistolas y revólveres lo bastante potentes para partir a un hombre por la mitad. En el fondo del armario había una caja detrás de otra de munición, artículos de limpieza para las armas y fajos de dianas de papel, algunas de ellas ya utilizadas. En la parte de atrás de la puerta alguien había pegado una diana que mostraba una silueta humana con el blanco donde estaría el corazón del hombre. Dick descubrió una agrupación casi perfecta, seis estrechos agujeros justo en el centro. En el hueco en blanco de la diana alguien había escrito: ¡
BUEN DISPARO
,
STORMY
! y 17
DE OCTUBRE DE
2002,
EL GRAN DÍA DE STORMY
.

Dick no pudo evitar quedarse mirando. Estaba ante un arsenal, el sueño húmedo de cualquier obseso de la supervivencia, que contaba con pistolas suficientes para contener una invasión de agentes de la ATF
[4]
y el FBI durante una semana. Él creía que un túnel del tiempo lo había mandado de vuelta a Woodstock. En cambio, había entrado en Ruby Ridge
[5]
.

Lo que el gobierno no quiere que sepa: ¡LA TASA DE MUTILACIONES DE GANADO SE DISPARA! [Revista
UFO Insider,
febrero 2005]

Nilla estaba devorando de pie una remolacha cortada en rodajas de una lata que había encontrado abierta en un mostrador cuando oyó un violento graznido procedente del exterior. Tragó y fue hasta la ventana. Fuera estaba oscuro, pero seguían destellando luces azules y rojas a través de las lamas de la persiana veneciana. Con sus torpes manos entreabrió dos de las lamas y miró fuera.

«Oh, Dios, no», pensó.

FEMA TRASLADA EQUIPAMIENTO VOLUMINOSO A TRAVÉS DE ILLINOIS A LAS TRES DE LA MADRUGADA: ¿Para qué se están preparando? [ctrl.org, 20/03/05]

—Hay equipos del SWAT listos para irrumpir en el edificio. Todavía tienen la oportunidad de salir bien parados de ésta si están dispuestos a soltar a los rehenes. —Las palabras chocaron de nuevo contra la fachada de ladrillo del hospital y rebotaron en el espacio. No hubo respuesta. El ayudante del sheriff apagó el megáfono y se dio media vuelta para estrechar las manos de Clark y Vikram. Era un hombre grande, y era evidente que hacía levantamiento de pesas en sus horas libres. Tenía el pelo rubio cortado al cero y hundidos ojos oscuros.

—Ustedes son del ejército, ¿eh? No sabía que habíamos obtenido ese tipo de atención. —El ayudante del sheriff parecía aturdido. Allí estaba fuera de su elemento, su ciudad siempre había sido un lugar tranquilo, uno entre los mil puebluchos californianos entre San Francisco y Los Ángeles donde nunca sucedía nada. Ahora estaba supervisando una crisis con rehenes de verdad. Una ruptura absoluta del orden social imperante.

—Estamos aquí únicamente como consejeros —lo tranquilizó Vikram, ofreciéndole su mejor sonrisa. Se interesó por los tatuajes del chico. El ayudante del sheriff parecía agradecido por la distracción, pero estaba demasiado irritado para dar respuestas de más de una palabra.

Clark no estaba demasiado gélido. Tenía muchas, muchas ganas de que éste fuera un viaje inútil. Quería volver a Colorado tranquilo respecto a que la cosa, el bicho, el virus o lo que fuera estaba contenido en Florence.

Se obligó a relajarse agarrando las llaves en el interior del bolsillo hasta que los dientes de las mismas se le clavaron en el pulgar. El pinchazo lo ayudó a concentrarse. Estudió el patrón del perímetro de acceso restringido que había establecido la oficina del sheriff. El hospital era un edificio de tres plantas salpicado de ventanas. En la fachada que daba a la calle sólo tenía una entrada, un espacioso vestíbulo con puertas automáticas que daba a la sala de urgencias. Las luces rojas y azules se reflejaban en los cristales: los agentes habían hecho una cuña con los coches patrulla, una posición delantera segura para la fase de negociación del secuestro.

Más allá de las puertas, la oscuridad llenaba el edificio como un fluido. Clark veía destellos de movimiento cada tanto en el interior, pero no llegaba a distinguir los detalles. Justo a la entrada de la sala de urgencias, que sólo estaba iluminada por las luces de la policía, divisaba lo que parecía una pierna, la planta arrugada de un pie, la forma abultada de un tobillo, como si alguien se hubiera desmayado en la oscuridad.

—Allí —dijo Clark señalando—. ¿Ve eso? Parece un hombre abatido. ¿Puede hacer que alguien entre a recuperar las bajas?

El ayudante del sheriff fulminó con la mirada a Clark, pero después apartó la vista y se llevó el micrófono de la radio a la boca. Pronunció rápidamente unos cuantos códigos numéricos de la policía y un momento más tarde tres guardias de asalto del SWAT con todas las protecciones salieron de un camión que estaba a su espalda. Dos de ellos se posicionaron cerca de la entrada mientras el tercero depositaba su arma en el suelo de forma ostensible y avanzaba. Mantuvo las manos a la vista mientras se agachaba por debajo del ondeante cordón policial y se aproximaba hacia las puertas. No hubo disparos ni ninguna otra indicación de resistencia procedente del hospital, por lo que el guardia de asalto se acercó más y luego se deslizó, rápida y silenciosamente, entre las puertas de cristal.

Clark dejó de verlo después.

—Aquí SWAT Dos, 10-97 —oyó entre las distorsiones en la radio del ayudante del sheriff—. 11-44. —Clark conocía ese código, significaba «posible baja»—. Oh, tío —dijo el guardia de asalto; se oía su aliento entrecortado a través de la radio—. Oh, tío, es sólo una pierna, ha sido arrancada…

—¿Hay alguien más ahí dentro? —preguntó el ayudante—. ¿Alguien con vida? —Tenía aspecto de estar a punto de vomitar.

—Espera, por favor. Veo a seis, posiblemente hombres, está muy oscuro, se están acercando a mi posición.

Clark se tensó. Apretó las llaves hasta que el dolor lo obligó a hacer una mueca.

—Saque a su hombre de ahí ahora mismo —ordenó.

El ayudante del sheriff le hizo una seña negativa con la mano.

—SWAT Dos, ¿están armados?

—Aquí SWAT Dos, negativo… Guau, ¡mierda! Vale, está bien, uno de ellos ha intentado agarrarme…

La radio chisporroteó en silencio. Vikram puso una mano en el hombro de Clark y entonces se dio cuenta de que había estado a punto de dar un salto y correr al interior del hospital. Exhaló con fuerza y luego tomó aire cuando las puertas del hospital se abrieron.

—¡Joder, joder, joderrr! —SWAT Dos gritaba mientras salía corriendo a toda velocidad, con la pierna cercenada cogida en una mano. El guardia de asalto se apresuró a ponerse a cubierto a la vez que se abrían de nuevo las puertas y tres hombres con heridas graves salían tambaleándose.

La sangre ocultaba el rostro de uno. Otro no llevaba camisa y Clark podía ver que lo habían destripado.

El brazo izquierdo del tercero colgaba en su costado, con la piel arrancada hasta el codo. No hacían ruido alguno mientras renqueaban hacia el SWAT que había huido. Ni siquiera levantaron la vista cuando el ayudante del sheriff les dio el alto.

Un arma se disparó muy cerca de Clark y él, instintivamente, se agachó. Cuando miró de nuevo, los tres hombres malheridos estaban dando vueltas, los oscuros cráteres de las heridas de bala habían abierto su carne.

—¡Alto el fuego! —gritó Clark, pero el ayudante vociferó por encima de él, ordenando al equipo de SWAT que dispara a discreción—. ¿Qué está haciendo? —inquirió Clark—. ¡Esos hombres están desarmados! ¡Necesitan atención médica!

La boca del ayudante del sheriff se cerró formando una tensa línea. Estudió la cara de Clark durante un momento y luego se volvió para escupir en el suelo.

—Ya he tenido suficiente de esta mierda —dijo él—. No me importa si tienen la rabia o el ébola o lo que mierda sea, seis de mis hombres están ahora mismo en el hospital y quién sabe cuántos civiles, y sólo sé una cosa: esto, acaba, aquí. —Señaló al suelo para enfatizar lo que acababa de decir.

Clark negó con preocupación. Aquí era donde comenzaba de veras.

Bajo las luces rojas y azules, los tres hombres se agitaban y danzaban en dirección al equipo SWAT, con ojos carentes de expresión mientras intentaban avanzar a través de la lluvia de disparos. Sus caras estaban completamente laxas, exentas de emoción. Clark conocía esa mirada. Era la misma que había visto en el correccional de máxima seguridad de Florence.

«Estaba apoyado sin más contra… allí de pie, parecía confundido y cada tanto llamaba a la puerta. Con los puños, ya sabe, quizá estaba intentando tirarla abajo, pero… no era mi marido, ya no… ¡No sabía qué hacer!» [Llamada entrante en «Buzz Linklee Show», 1290 AM KKAR, Omaha, 19/03/05]

Sobre el tejado nevado de la casa de los Skye, Dick tomaba su café a sorbos e intentaba contactar de nuevo con la policía por teléfono. Al no lograrlo, trató de llamar a su oficina y por último a su hermana en Montana. No había cobertura, ni una rayita. Había sido así desde la primera vez que lo había intentado, pero no era capaz de dejar el teléfono sin más.

—Recuerda —dijo Bleu—. Tienes que apuntar a la cabeza. El cerebro. De lo contrario ni se enteran.

Había algo de luz de luna, lo cual era bueno, y muchas armas, lo cual también era bueno, y estaban en el tejado y habían subido la escalera después de subir ellos, que era la mejor idea en opinión de Dick. También hacía un frío gélido y no podían bajar hasta que hubieran despachado a todos los alpinistas. Bleu tenía la pata de un cordero en una cuerda que había colgado del borde del tejado. Pescaban muertos.

El pensamiento hizo que a Dick le diera la risa y se limpió la cara entre carcajadas, quitándose la pasta de saliva seca de los labios. Se le había secado la boca como un trozo de cecina.

—Uf —se lamentó mientras se rascaba la lengua correosa. Bleu le clavó la mirada y él se dio cuenta de que se estaba comportando de manera inapropiada—. Perdón —murmuró.

No estaba llevando bien el miedo.

—No te disculpes. Estate preparado. —Sonaba como algo que le habría dicho a su hijo. Su hijo muerto. Su hijo obsesionado con la supervivencia muerto. Bueno, no había sobrevivido a los muertos vivientes, ¿no? Dick tuvo ganas de reírse otra vez.

—Cuando digo «estate preparado» quiere decir que debes comprobar tu arma, amigo. —Bleu caminó pesadamente hasta el otro lado del tejado. Sus botas de tachuelas habían partido algunos de los listones y Dick tenía miedo de seguirla por allí. En su lugar, quitó el seguro del rifle Weatherby y comprobó que había un cartucho listo para abrir fuego. Por supuesto que la había. Él mismo la había puesto bajo la supervisión de la mujer. Todo se hacía de acuerdo a su plan. Él era el tirador porque se suponía que sus ojos eran mejores, pero ella lo sabía todo sobre armas y en realidad no lo necesitaba. Podría largarse si quisiera. Su coche lo esperaba justo al otro lado de las colinas. Sólo tendría que sortear a dos o tres caníbales horriblemente mutilados quienes podrían tener o no poderes sobrenaturales de supervivencia.

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