1222 (18 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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Geir echó una mirada hacia los ventanales y afirmó con la cabeza.

—Roar Hanson dijo algo —susurró—. Ayer por la noche, justo antes de que todos se fueran a dormir. Le dijo a su compañero de habitación que tenía que ocuparse de un asunto, pero que solo tardaría un cuarto de hora. Le pidió… —De repente levantó la vista—. Ahí viene —susurró, señalando.

Berit Tverre se acercaba sigilosamente. Me quité el edredón de encima y tuve tiempo de sentarme en la silla de ruedas antes de que ella y su acompañante llegaran hasta el sofá. Por suerte, me había acostado con la ropa puesta. El olor a rancio que desprendía mi cuerpo sin lavar me hizo retroceder con la silla cuando el hombre me tendió la mano. La volvió a bajar, se encogió de hombros y se presentó de todos modos. Yo murmuré mi nombre.

—¿A qué viene todo esto? —pregunté moviendo enérgicamente la cabeza, aunque no sirvió de mucho—. No entiendo tanto drama. Estamos en plena noche y como quedan muchas habitaciones libres, puede…

—Me pidió que lo esperara —contestó Sebastian en una voz tan alta que tuve que pedirle silencio. Cuando prosiguió, el volumen de su voz había bajado considerablemente—: Dijo que tenía que ocuparse de un asunto, o encontrarse con alguien, o tal vez dijera que tenía que hacer un recado. No recuerdo muy bien. Pero lo curioso es que… que me pidió que lo esperara. Solo tardaría un cuarto de hora más o menos. Le pregunté por qué, y él se limitó a repetir lo mismo: debía esperarlo.

—Pero ¿tenías intención de irte a alguna parte? ¿Por qué te pidió que lo esperaras, si de todos modos ibas a acostarte?

—Sí, sí.

El hombre se rascó una axila y en la nariz le apareció una arruga de descontento.

—Me pidió que no me durmiera. Que me quedara despierto hasta que él volviera.

—¿Por qué?

—Ni idea.

—¿Se lo preguntaste?

—Sí, y entonces me rogó aún con mayor insistencia que lo esperara despierto.

—¿Y qué paso?

El hombre se retorció.

—Me dormí. Estaba agotado.

Lo último lo dijo en tono de lamento, casi contrito.

—No veo que hayas cometido ningún crimen, vaya.

Intenté reprimir un bostezo. Se me saltaban las lágrimas. Cogí la botella de agua de la mesita y bebí. Me tragué el chicle al mismo tiempo.

—¿Qué hacemos? —preguntó Geir—. ¿Nos ponemos a buscarle?

Se hizo el silencio.

—Estamos esperando —dijo por fin Berit—. Lo último que debemos hacer ahora es despertar a todos antes de que hayan dormido lo suficiente. Probablemente Hanson estará durmiendo en otra habitación. Quizá ha vuelto y ha visto que Sebastian estaba durmiendo, y como quería leer un poco se ha metido en otra habitación a fin de no molestar.

—¿Las habitaciones libres están cerradas con llave? —pregunté—. Quiero decir, ¿hay que ir a la recepción por la llave?

Berit sonrió resignada.

—No, desistimos ayer. Todo está abierto. Hemos sacado montones de ropa de cama limpia. La gente tiene que hacerse su cama si quiere cambiarse de habitación. Para nosotros es más fácil, claro, pero nos quita algo de control. Pero no podíamos…

—Suena muy sensato —señalé—. Y estoy de acuerdo contigo. Es muy probable que la desaparición de Roar Hanson tenga una explicación natural…

Me callé. Los demás me miraron. Los tres sabían que estaba mintiendo. Todos pensábamos lo mismo. El hecho de que un miembro más de la comisión de la Iglesia estatal desapareciera durante la noche bajo extrañas circunstancias, casi exactamente veinticuatro horas después de que un colega fuera tiroteado y asesinado, resultaba sospechoso, por no decir algo peor. Además supuse que yo no era la única persona que había reparado en la inestabilidad emocional de Roar Hanson. Que Sebastian Robeck y yo supiéramos, el clérigo podría haber roto una ventana y saltado al frío infernal por voluntad propia.

O algo por el estilo.

—… esperaremos antes de dar la voz de alarma. Si despierto a la gente ahora, me temo que eso provoque una catástrofe aún mayor que…

No pude finalizar la frase. Tampoco intentó ayudarme nadie.

—¿Por qué no nos vemos aquí a las…? —Eran ya las tres y diez— ¿a las seis? No, mejor a las seis y media. A esa hora la mayor parte de la gente estará aún dormida. Seguiremos entonces. ¿De acuerdo?

Nadie protestó. Se fueron a sus respectivas habitaciones y me dejaron sola. Volví a acostarme. Adrian yacía en la misma postura en que se había acomodado hacía tres horas. Antes de que me diera tiempo a temer el insomnio, caí en un sopor profundo y sin sueños.

Es extraño lo que la gente conseguimos hacer.

7 EN LA ESCALA DE BEAUFORT

VIENTO FUERTE

VELOCIDAD DEL VIENTO: 13,9 − 17,1 m/s

Con el viento en contra hay que inclinarse hacia delante sobre los esquís haciendo mucha fuerza con los bastones, incluso en terreno llano.
Puede resultar difícil mantenerse de pie con las ráfagas de viento.
La ventisca reduce la visibilidad a unos pocos cientos de metros.
Cuesta mucho orientarse en el terreno.
Esquiar por la montaña con este fuerte viento constituye una prueba muy dura para la mayoría.

1

El reloj insistía en que era por la mañana. Las seis y veinte, marcaban las agujas fosforescentes del teléfono móvil. Mi cuerpo protestó enérgicamente. Cuando el monótono y mecánico sonido intentó sacarme del sueño estaba igual de atontada que cuando Geir me había despertado unas horas antes.

Me dolía la espalda. De la región lumbar descendía un fuego que era absorbido por un dolor que en teoría no podía sentir. Por un instante me pregunté si había recuperado la movilidad. En ese caso, sería un milagro de proporciones bíblicas. Un proyectil de grueso calibre me había partido en dos la médula espinal, entre las vértebras once y doce, y no había la más remota posibilidad de recuperación.

Intenté incorporarme. Aunque al principio el sofá había parecido una buena solución, no había aguantado la noche. En casa tenemos una cama de ciento veinte mil coronas, encargada en Auping especialmente según el peso y la altura de Nefis y míos. Incluso esa maravilla puede causarme problemas. En ese momento dudaba de si alguna vez volvería a incorporarme y sentarme.

Lo conseguí a duras penas.

—Empecemos por las habitaciones que sabemos que están vacías —dijo Berit en voz baja. Al descubrir que Adrian había desaparecido frunció el ceño.

—Ha salido hace un momento —murmuré—. No sé adónde.

—Geir ya ha empezado la búsqueda —dijo Berit—. Y el tal Sebastian insiste en ayudar. Vamos a ver si tenemos suerte. Ojalá apareciera en alguna cama.

—¿Cuántas habitaciones hay aquí?

Su sonrisa era de resignación.

—Más de las que ahora quisiera. Primero miraremos en los trasteros, los cuartos del sótano, talleres y habitaciones técnicas. Y en el desván. Si tenemos suerte, la gente dormirá hoy hasta tarde. Después de todo lo que ocurrió ayer, quiero decir. ¡Si están tan cansados como yo, dormirán hasta las doce! Ojalá encontráramos a Roar Hanson antes de despertar a los huéspedes.

Yo estaba pensando lo contrario. Si encontráramos al pastor en una habitación que no fuera dormitorio, el estado en el que se hallaría me daba mala espina. Como dudaba mucho de que ese hombre tan desequilibrado se hubiera entregado a una aventura amorosa, dadas las circunstancias, seguía aferrada a la esperanza de que hubiera encontrado un dormitorio donde dormir solo. En ese caso, sería difícil buscarlo sin despertar a la gente.

Berit se alisó la coleta que se había hecho con una gruesa goma azul. Ese movimiento tenía un aire de desamparo, algo infantil que contrastaba extrañamente con el rostro fuerte y los ojos intensamente azules y directos.

Hablaba de nosotros como
huéspedes
.

En el transcurso de estas dramáticas treinta y seis horas, solo unos cuantos habíamos encontrado una razón para agradecer a Berit y a los demás empleados su ayuda. Ciertamente muchos habían comentado lo buena que estaba la comida, pero la mayoría de las personas estaban tan obsesionadas con ellas mismas y su propio destino de víctimas de un accidente, que daban los cuidados por descontado. Algunos se quejaban de las camas, otros de que se permitiera a los perros bajar al Salón Azul, al que en realidad no tenían acceso. Un matrimonio de unos cincuenta años había conseguido el aplauso de muchos cuando se quejaron de que la oferta de ocio era pobre; faltaban piezas en la mayor parte de los juegos y había muy pocas barajas. Cuando la risueña joven de la tienda sugirió que esas cosas podían comprarse, la mujer cerró la boca muy ofendida; ella no había pedido sufrir un accidente en alta montaña y no tenía ninguna intención de gastar un céntimo por ello.

Berit lucía unas ojeras profundas. Durante la noche había adquirido un aire cansado, casi triste.

Por lo que pude comprobar, solo habían obligado a pagar en la tienda y en el Milibar. Hasta entonces no se había hecho cargo alguno en ninguna tarjeta de crédito para cubrir estancia o manutención, ni se había exigido garantía alguna. Los empleados habían trabajado de sol a sol, dieciocho horas en total. Hasta entonces, habían actuado como pastores de almas, enfermeros, canguros, camareros, muro de lamentaciones y asistentas.

Magnus Streng era el único que, desde que entrara en el edificio contoneándose y se pusiera a curar heridas y entablillar huesos rotos, no había dejado de comentar que Finse 1222 debía de ser el hotel más generoso y encantador del país.

Realmente éramos una panda de desagradecidos.

Realmente éramos noruegos, al menos la mayoría.

Y sin embargo, Berit Tverre seguía llamándonos huéspedes. Me dedicó otra sonrisa antes de atravesar la estancia en dirección a la escalera. Por lo que pude ver, se dirigía al piso de abajo.

Escuché el vendaval. Estaba segura de que el viento había amainado durante la noche. Ya no arremetía con la misma furia. Era como si por fin hubiese entendido que las casas de Finse podían soportar golpes, quedar enterradas bajo la nieve y sufrir serios daños, pero nunca serían vencidas. Los edificios que rodeaban la pequeña estación de ferrocarril entre las montañas de Gallingskarvet y Hardangerjøkulen habían sido construidos en una época en que las cosas no corrían tanta prisa y por gente que conocía la montaña y los caprichos de los dioses del tiempo más que a sus propios hijos.

Para mi sorpresa reparé en que la parte inferior de los ventanales que daban al lago Finse estaba cubierta de nieve compacta. No podía saberlo a ciencia cierta, pero suponía que en el verano habría un salto de tres o cuatro metros hasta el suelo. Tal vez más. Al otro lado de la parte superior de los ventanales, la nieve se arremolinaba con una fuerza centrífuga descontrolada, harapos blanquecinos iluminados desde dentro y recortados contra la aún oscurísima mañana.

El tiempo no mejoraba; estábamos a punto de ser enterrados por la nieve.

Ya no quedaban superficies de pared donde el viento pudiera golpear. Hasta ahora, la nieve se había acumulado en enormes ventisqueros que se erguían a un par de metros de las paredes que daban al lago. Pensé que tendrían que ver con el viento y con el calor que despedía el edificio; había fosos de aire entre nosotros y los aterradores montones de nieve. Ahora esos fosos estaban a punto de llenarse. Alrededor del edificio se había posado un manto de nieve, que nos protegía contra los peores ataques. Solo en el edificio anexo, que al estar construido en la ladera era la parte del hotel más alta, seguían sonando los ya conocidos crujidos de las paredes.

No sabía si debía estar aliviada o aterrada.

No tenía ni idea de cuánta nieve podía caer del cielo cuando así lo había decidido.

2

Nadie apareció.

Berit sí se dejó ver, pero por lo demás, estaba más sola que la una en la recepción. El cocinero y sus dos ayudantes estaban ya en la cocina. De vez en cuando oía ruidos de metal y otros sonidos que se mezclaban con el monótono bramido de fondo del vendaval. Me provocaba hambre.

Pero más que nada estaba cansada y muerta de sueño.

Estoy acostumbrada a levantarme a las seis de la mañana, pero en ese momento me sentía como si fuera la una. Bostezaba sin parar y me lloraban los ojos. Por eso no reparé enseguida en el perro que irrumpió en recepción, y solo percibí un movimiento difuso, una sombra amarillenta en el suelo. Antes de que tuviera tiempo de secarme los ojos con el dorso de la mano, el perro estaba ya entre las escaleras y el Milibar, donde yo estaba sentada en mi silla de ruedas, sin entender en absoluto lo que estaba a punto de ocurrir.

De repente desaparecieron todos los sonidos.

Se oyó el ruido de un interruptor de la luz. Era como si mi cuerpo no tuviera energía para alimentar todos los sentidos. Era más importante ver, y yo veía. Todo el episodio duraría como máximo tres o cuatro segundos, pero de nuevo tuve esa sensación de captarlo todo. Absolutamente todo. El animal que venía hacia mí no era el perro portugués de aguas, ni el asustadizo gordon setter. Tampoco era el caniche, al que, por cierto, no había vuelto a ver desde la primera tarde.

Como siempre estoy sentada, tengo una perspectiva de la existencia distinta a la del resto de los adultos. También en un sentido literal. A veces puede resultar muy valioso. Veo cosas que otros se pierden. Aunque yo también me pierdo cosas que otros ven. En muchos sentidos veo el mundo tal y como lo ve un niño.

Los pitbull terriers no son muy grandes. Un macho adulto puede llegar a pesar unos treinta kilos, pero como no existe ningún estándar de raza, las variaciones son enormes. De todos modos, es una raza prohibida en Noruega. Aun así, como el parecido con otros perros de presa es tan notable que pueden pasar por otra raza, en el país hay muchos.

El ejemplar que corría a toda velocidad hacia mí parecía más un monstruo que un perro. Tenía el tórax más grande que las patas, y de su enorme boca colgaba la lengua más larga que he visto en ninguna criatura viviente. No sé por qué, pero supe inmediatamente y por instinto que las manchas negras en su corto pelo marrón eran de sangre. Cuando el animal se encontraba a escasos cinco metros de mí, vi que de los dientes le chorreaba una baba color rosa que se sacudía cada vez que sus patas delanteras golpeaban el suelo.

Sus ojos eran incoloros, claros como el hielo, con una pizca casi imperceptible de azul muy claro. El animal daba la sensación de poder ver y ser ciego a la vez. Tenía la mirada fija en mí, pero solo como si yo estuviera sentada al final de un túnel oscuro y no hubiese nada más en la habitación.

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