—Por favor, para.
Debía de tener la mandíbula entumecida, porque apenas podía vocalizar.
—El perro… me iba a atacar… cuando intenté entrar en tu habitación —Eso es lo quiso decir, aunque apenas se le entendía. A mí me daba exactamente igual; estaba listo para volarle los sesos.
—¡Hoke! —gritó una voz de mujer.
Yo no le presté ninguna atención. Había llegado el momento de saldar cuentas con el alemán y, desde luego, yo estaba suficientemente furioso para hacerlo allí mismo. La sangre del corte que me había hecho con el espejo hacía que la pistola se me resbalara en la mano, pero, aun así, la apreté con más fuerza contra el cuello de Stern. Oí un grito y, al darme la vuelta, vi a Muriel en el umbral de la puerta. Pero fue Cissie quien se abalanzó sobre mí.
Primero me dio un rodillazo en la sien y, agarrándome del pelo, tiró hacia atrás hasta hacerme caer de espaldas. Después apoyó la rodilla contra mi pecho e intentó quitarme la pistola de la mano mientras
Cagney
daba saltos a nuestro alrededor, ladrando sin parar. Me quité a Cissie de encima con un brazo y me incorporé lo suficiente para volver a apuntar el Colt hacia el alemán.
—¡No lo mates!
Ahora era Muriel la que se estaba entrometiendo en mis asuntos. Se puso delante del alemán, que todavía no podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo, y me gritó:
—¡Basta ya! ¡Basta ya! ¡No podemos seguir matándonos toda la vida! ¿Es que todavía no lo has entendido?
Para completar la fiesta, Albert Potter se estaba acercando lentamente por el pasillo. Por alguna razón incomprensible, tenía la sirena en la mano y, por un momento, pensé que iba a volver a dejarnos sordos con ese horrible aparato. Pero en vez de eso, gritó:
—¿Qué diablos está pasando aquí? ¿Es que nunca voy a poder dormir tranquilo, o qué? —Gracias a Dios, guardó la sirena en uno de los grandes bolsillos de su mono de trabajo.
Cissie, que todavía tenía una pierna sobre mi pecho, me cogió la muñeca con las dos manos y consiguió apartar el Colt de su objetivo.
—Por favor, Hoke, déjalo —me rogó entre sollozos.
Supongo que lo que me convenció fue la lágrima que empezaba a resbalar por su mejilla. Yo seguía furioso, pero de repente me sentí cansado. Apoyé la cabeza contra la moqueta y bajé el Colt. Aun así, Cissie no me soltó la muñeca.
—Vale. Está bien. Pero apartadlo de mi vista. —Estaba claro que me refería a Stern. Ahora que la conmoción había pasado,
Cagney
se acercó a mí para lamerme la cara.
Al oír cómo alguien ayudaba al alemán a ponerse de pie, levanté la mirada. Los ojos de Stern no reflejaban ni miedo ni preocupación, tan sólo cólera.
—Estás loco —me dijo—. No tenías ninguna razón para hacer eso. Yo no soy tu enemigo.
No me digné contestarle. De repente, me acordé de la pistola con la que Stern había apuntado a
Cagney.
Me incorporé, y Cissie volvió a agarrarme la muñeca con fuerza, pero observé con alivio que Potter había cogido del suelo la pistola del alemán.
—¿Y esto qué es? —preguntó el viejo vigilante como si nunca hubiera visto una pistola.
—Es un Colt 380 del ejército norteamericano —le informé yo, y él movió la cabeza de un lado a otro, como si siempre lo hubiera sabido—. No se lo devuelva a Stern —le advertí.
—¿De verdad crees que te iba a disparar? —Stern casi sonaba apesadumbrado—. ¿Después de todo lo que nos ha ocurrido? —Agitó las manos como si quisiera señalar hacia afuera—. Me encontré esa pistola en mi habitación y la guardé por si necesitaba protegerme. Tú habrías hecho lo mismo. ¿De verdad crees que todavía me quedan ganas de matar? Porque, si lo crees, es que realmente estás loco, Hoke.
Y, sin más, se marchó, con una mano sobre la frente herida, entró en su habitación y cerró la puerta.
Como era de esperar, la cena no fue muy agradable. Nadie tenía muchas ganas de hablar, y Stern ni siquiera se unió a nosotros. Por mí, como si no volvía a salir nunca de su habitación. Potter intentó animar el ambiente contando anécdotas de la guerra, algunas bastante graciosas y otras menos. Nos contó que una noche, mientras hacía su ronda, se había encontrado a Ed Murrow, el famoso corresponsal de guerra norteamericano, tendido sobre una alcantarilla enfrente del Savoy. Por lo visto, en vez de estar borracho como una cuba, como habría sido de esperar, estaba grabando los sonidos de las sirenas aullando en el cielo y las bombas enemigas cayendo sobre la ciudad, el auténtico sonido de la guerra, para que sus compatriotas pudieran oírlo al otro lado del Atlántico. Nos contó la brillante idea que habían tenido las autoridades al convertir algunas máscaras de gas en caretas de Mickey Mouse para que los niños no tuvieran miedo de ponérselas y que en una ocasión, mientras perseguía a dos ladrones por Covent Garden, saltaron volando por los aires al pisar una mina; por lo visto, mientras él miraba la escena boquiabierto, le cayó una pierna encima. Nos contó que una gélida madrugada en la que todo estaba cubierto de escarcha se había encontrado a una anciana de pelo blanco sentada en la cama en medio de una habitación sin techo ni paredes y que, en otra ocasión, había visto cómo el fuego de un almacén chupaba a un bombero al tirar la puerta abajo y lo abrasaba hasta calcinarle los huesos. Nos contó que una vez se había tragado el silbato que siempre llevaba encima cuando una explosión cercana lo hizo aspirar en vez de soplar, y que salvó la vida gracias al manotazo que le pegó en la espalda un inmenso voluntario de salvamento que no entendía por qué Potter tenía la cara morada. Nos contó que había visto un monigote con la cara de Adolf Hitler y pantalones bombachos de color gris colgando de una soga en una farola en Whitewall, y que conocía a un repartidor de leche que le había pintado unas franjas blancas a su caballo para evitar que lo atropellaran durante las oscuras madrugadas de invierno.
No paró de contar historias mientras Muriel me observaba con una mirada cuyo significado yo no acertaba a comprender. Cissie, que se había encargado de cocinar, también me miraba de vez en cuando con ira, aunque yo intentaba evitar sus ojos. Cuando Potter por fin dejó de hablar, nos acabamos la cena en silencio, y las dos chicas se marcharon de mi suite en cuanto acabaron de lavar los platos. La despedida de Muriel fue bastante seca, y Cissie ni siquiera se molestó en decir adiós. Así que el viejo vigilante y yo abrimos una botella de Jack Daniel’s y nos la bebimos mano a mano.
Justo antes de marcharse, Potter hizo una cosa que me sorprendió. Se tambaleó hasta la puerta, se apoyó en el marco, se llevó un dedo a la punta de la nariz, me guiñó un ojo y dijo:
—Sé lo que está haciendo, hijo, y me parece bien. Un hombre tiene que hacer lo que cree que debe hacer, aunque no sirva para nada. No se preocupe, no se lo diré a nadie.
Después movió la cabeza de un lado a otro. Tenía los ojos vidriosos.
—Pero lo que pretende es imposible, hijo. Es absolutamente imposible. Son…
Volvió a mover la cabeza y se marchó.
—Son demasiados —le oí decir mientras se alejaba haciendo eses por el pasillo.
Por fin había despejado la calle. Aquél era el último cadáver. Todos los demás estaban ocultos en los edificios. Como suele decirse, como solía decirse, ojos que no ven, corazón que no siente. Pero no era verdad. Yo seguía viéndolos en mi cabeza, desperdicios resecos, frágiles, ligeros como una cascara sin nada dentro, hundidos en las sillas, tumbados sobre las mesas, hechos un ovillo en el suelo, en las tiendas, en los restaurantes, en las oficinas, en las casas, en las fábricas, en las estaciones, en los vehículos… La lista era interminable. Pero yo no podía encargarme de todos. Como había dicho Potter, eran demasiados.
Cargué el último cadáver sobre el camión, sin prestar atención a esos ojos arrugados que parecían pasas negras sobre una boca sin carne, pero resbaló sobre la pila de cuerpos y cayó encima de mí, como si se resistiera a ser trasladado. Sus dedos esqueléticos se engancharon en mi jersey mientras volvía a empujarlo sobre el montón, pero yo estaba demasiado cansado, y demasiado curtido en esa labor, para sentir ninguna repulsión. Cuando el cadáver momificado se estabilizó sobre los demás, cogí la cazadora y el fusil que había apoyado contra la rueda trasera y me monté en el camión.
En algún momento del pasado, esa calle había sido una calle normal, con las casas habitadas y el bar de la esquina abierto al público, pero ahora los adoquines estaban llenos de hierbajos y los coches se oxidaban en la calzada. Pero lo peor de todo era el silencio. Después de tres largos y solitarios años, todavía no me había acostumbrado a esa horrible quietud, sobre todo en las calles que no habían sufrido el impacto de las bombas, en calles como aquélla, donde, a primera vista, todo parecía normal. A veces tenía la sensación de que las calles estaban… Bueno, embrujadas. Pensé en los fantasmas de Muriel y me enfadé conmigo mismo.
Cerré la puerta del camión de un portazo, tiré la chaqueta sobre el asiento del pasajero y apoyé el fusil en el suelo, cerca de mi alcance, con el cañón asomándose por la ventana abierta. Muriel estaba equivocada. La otra noche no la habían perseguido fantasmas, sino sus recuerdos. Hasta yo había creído oír voces, o risas, incluso música, mientras pasaba noches enteras en vela en ese gran mausoleo que era el Savoy. En una ocasión, incluso me había acercado a la puerta, convencido de que estaba pasando algo en el piso de debajo, pero los sonidos siempre desaparecían en cuanto abría la puerta y salía al pasillo. No eran más que falsas percepciones en la noche, sueños en los que no me había dado cuenta de que estaba dormido. Muriel no tardaría en aprender que la imaginación puede jugar muy malas pasadas cuando uno está bajo de ánimo. Y no sólo sueños normales, sino sueños llenos de ilusiones, sueños que uno anhela que se conviertan en realidad, sueños de una vida normal, de una vida como la de antes de la Muerte Sanguínea. Pero el amanecer siempre volvía a poner las cosas en su sitio.
Arranqué el camión, miré por última vez la calle desierta y me puse en marcha. Aunque estaba cansado, y un poco resacoso de la noche anterior, me mantenía alerta, siempre atento a lo inesperado. En una ocasión, algo más de un año atrás, un chiflado había saltado delante del camión que conducía por aquel entonces, un Austin de cinco toneladas, con laterales abatibles, en el que resultaba fácil cargar los cuerpos. El tipo había saltado delante del camión y se había puesto a agitar un cuchillo de carnicero mientras me dedicaba todo tipo de insultos. Supongo que debería haberme detenido, pero era pleno invierno y el tipo ese estaba completamente desnudo y… Ah, sí, ahora lo recuerdo. Debajo de su larga barba grasienta, llevaba un collar lleno de manos amputadas. Cuando se dio cuenta de que no iba a detenerme, me lanzó el cuchillo. Por suerte para mí, no tenía buena puntería y el cuchillo rompió el parabrisas en el lado del pasajero. En vista de que no parecía tener muy buenas intenciones, yo seguí avanzando, directo hacia él. Lo más sorprendente fue que ni siquiera intentó apartarse; siguió corriendo hacia adelante, gritando y agitando los puños en el aire. El camión le pasó por encima y, cuando me detuve y miré hacia atrás, vi que su cuerpo desnudo seguía retorciéndose sobre los adoquines. Me bajé del camión y, cuando llegué a su altura, el pobre hombre estaba intentando andar a cuatro patas. Y eso que tenía las dos piernas rotas. Cuando le disparé en la cabeza, no lo hice por compasión, ni tampoco con rencor. No, no tuvo nada que ver con eso. Simplemente me limité a hacer lo que hacía siempre: poner un poco de orden.
Cuando por fin dejó de moverse, añadí su cuerpo al cargamento del camión y seguí mi camino.
También había que estar atento por si se cruzaba algún gato o algún perro callejero, pero, sobre todo, por los Camisas Negras, que tenían la mala costumbre de aparecer cuando uno menos se lo esperaba. Aunque Londres era una ciudad muy grande, resultaba inevitable que nuestros caminos se cruzasen de vez en cuando. Nuestros encuentros siempre eran cortos e intensos y, eso sí, yo contaba con la ventaja de que su enfermedad había mermado considerablemente su forma física.
Ese día la temperatura era tan agradable que casi parecía mentira que esas mismas calles hubieran estado cubiertas de nieve hacía unos meses. El cielo estaba despejado, y una ligera brisa del este refrescaba el aire. Con el camión cargado hasta arriba, evité los socavones creados por las bombas, los escombros y los restos humanos, y me dirigí hacia el norte por un camino que me era de sobra conocido. En veinte minutos, llegué a mi destino.
Llevé el camión directamente hasta la rampa de acceso al interior del estadio, que en otros tiempos había llegado a albergar a más de cien mil personas en sus gradas, atravesé el túnel y entré. Pasé junto a los bidones de gasolina y las cajas de explosivos y me adentré por el corredor central, cuyos laterales estaban formados por cadáveres amontonados. Al llegar al centro, torcí por un camino más estrecho, rodeado de una pestilencia a la que casi me había acostumbrado. De vez en cuando, veía un animal moverse entre los montones de cadáveres. Antes solía perder el tiempo disparando a algún perro carroñero, pero ya hacía tiempo que había dejado de hacerlo; cuando llegara la hora, arderían junto con los cuerpos corruptos de los que se alimentaban.
No tardé en alcanzar un claro, donde la hierba había crecido y no tenía buen aspecto. Detuve el camión y permanecí unos segundos en silencio, mirando a mi alrededor. Mientras observaba las grandes montañas de cadáveres, me pregunté cuánto tiempo más podría seguir haciendo esto. Llevaba casi tres años llenando el estadio de muertos y nunca me había engañado a mí mismo; sabía que, por muchos cadáveres que amontonara, mi esfuerzo sólo tendría un valor simbólico. Al estallar la guerra, se habían construido miles de ataúdes y se habían excavado multitud de fosas comunes, pero nadie podía prever la extensión de la Muerte Sanguínea. La mayoría de los habitantes de Londres seguían en el mismo sitio donde habían caído muertos tres largos años atrás. Todos excepto éstos. Al menos los restos de estas personas tendrían su rito funerario.
No tardé mucho en depositar mi último cargamento del día. Después emprendí el camino de vuelta, dejando atrás el estadio de Wembley, un lugar que la gente solía llenar de gritos entusiasmados, pero que ahora no era más que un enorme y silencioso depósito de cadáveres.
Algún día, Wembley se convertiría en un inmenso crematorio.