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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

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—¿Y cuánto hace falta para llenar una bañera?

—¡¿Una bañera, ha dicho?! —El hombre debía de estar empezando a creer que eran un par de lunáticos—. Hombre… No sé cuántos litros puede tener una bañera. Calculo que unos doscientos. Eso hace… entre sesenta y ochenta kilos de bicarbonato.

La conclusión del dependiente sonó como la respuesta de un inquisidor ante una blasfemia. Pero Ned ya había tomado una decisión.

—¡Que sean cien, entonces! ¿Tiene usted esa cantidad disponible?

24

La bañera del cuarto de baño que había en el piso bajo, en casa de Olga, estaba prácticamente llena de agua moderadamente caliente. El vapor inundaba por completo la estancia aunque habían dejado abierta la puerta y todas las ventanas de la vivienda. Olga iba añadiendo poco a poco las bolsas de bicarbonato mientras Ned removía el agua con el palo de una escoba.

—¿Sabes qué? —dijo él—. Si un día te prendieses fuego por accidente en casa, podrías salvarte si tuvieras la bañera llena de agua. Eso le pasó a un criado de Alejandro Magno, que salvó la vida porque el rey estaba a punto de darse un baño.

Olga detuvo su tarea por un momento y le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Nadie te ha dicho nunca que eres un poco raro? Aunque sea verdad lo que dices, ¿qué quieres hacer? ¿Tenerla siempre llena de agua por si acaso?

—No, claro… Es absurdo.

Aunque su expresión era muy seria, los ojos de Ned revelaban que estaba bromeando.

—¡Deja de tomarme el pelo!

—Anda, ven aquí…

Ned paró de remover el agua y atrajo a Olga hacia sí. Los dos se fundieron en un ardoroso beso, entre la nube de vapor que exhalaba el peculiar baño que estaban preparando. A Ned le habría gustado dejarlo todo para entregarse de nuevo a Olga, pero ambos deseaban aún más saber de una vez por todas lo que contenía el maletín. La droga de la curiosidad había inundado sus venas.

—Añade la última bolsa de bicarbonato. Yo creo que ya no se disuelve más, a pesar de la temperatura del agua.

Habían comprado en unos grandes almacenes una sierra de mano con mango ancho y hoja corta. No podían usar una sierra de calar eléctrica bajo el agua, y eso suponía un gran contratiempo. A mano sería más difícil cortar el recio maletín. Además, y esto era lo peor, durante todo el tiempo de más que tardaran en abrirlo, las cintas estarían expuestas a la acción del ácido. Para compensar eso en la medida de lo posible, a Ned se le ocurrió una estratagema. Como disponían de las radiografías de los márgenes del maletín, sabían con exactitud por dónde pasaban los cables en esas zonas. Gracias a ello serían capaces de abrir un pequeño orificio en el borde, sin interrumpir el circuito de seguridad. A través del agujero, y usando una jeringuilla, podrían llenar el maletín de agua con bicarbonato. Eso ayudaría a proteger las cintas cuando lo sumergieran en la bañera y liberaran el ácido al empezar a cortarlo. Una cantidad tan pequeña no sería suficiente para neutralizarlo por completo, pero les daría un poco más de tiempo.

—Esto ya está —dijo Ned, harto de remover el agua de la bañera.

Salió del cuarto de baño y regresó con el maletín, la jeringa, la sierra y la taladradora. Le puso a ésta una broca para metal y luego la enchufó en una toma eléctrica. Olga tenía en sus manos las radiografías. Eligieron la mejor posición y midieron el punto en el que practicar el orificio. Ned hizo el agujero con sumo cuidado, en la velocidad de giro más baja del aparato.

—¡Listo! La broca ha entrado hasta el fondo. Y gracias a Dios parece que no ha pasado nada. Olga, dame la jeringa, por favor.

Con el agua de la propia bañera, Ned fue cargando la jeringa y vaciándola dentro del maletín hasta que rebosó por el orificio.

—Ha llegado el momento —dijo Olga y emitió un suspiro de tensión.

Muy despacio, sumergió el maletín en la bañera mientras Ned preparaba la sierra. Por el agujero salieron algunas burbujas, de los restos de aire acumulados.

—Allá voy.

Los dos se miraron un momento con ilusión y temor en los ojos. Después, Ned se enrolló una toalla en la mano con que iba a sujetar el maletín y colocó la hoja de la sierra en una de sus esquinas, evitando las planchas de plomo. Apretó con todas sus fuerzas y empezó a mover la sierra hacia delante y hacia atrás.

En unos segundos, los dientes alcanzaron uno de los cables y lo seccionaron. El ruido sordo de una detonación interna hizo a Ned detenerse en seco y a Olga dar un grito.

—¡El ácido ha saltado! ¡Ahora hay que darse prisa!

Siguió cortando lo más rápido que pudo hasta casi la mitad del maletín. Luego metió las manos en el hueco y tiró hacia ambos lados con ímpetu. El maletín se abrió como la boca de un reptil. Olga fue quien sacó las cintas de sus entrañas. Ned soltó el maletín y abrió el grifo de la ducha.

—¡Hay que lavarlas bien!

Pusieron los dos gruesos rollos de cinta bajo el chorro de agua fría, con la presión al máximo durante varios minutos. No querían arriesgarse a que los restos del ácido tuvieran un efecto retardado capaz de destruir a la postre las bandas magnéticas.

Era suficiente. Y si no, ya no habría nada que hacer de todos modos. Exhausta, Olga se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra el frío alicatado.

—Creo que lo hemos conseguido—dijo—. Parece que las cintas están enteras.

Ned se sentó a su lado, igual de exhausto y con las ropas también empapadas. Tenía las cintas sobre su regazo. Las inspeccionó minuciosamente, como un niño pequeño a un bicho desconocido.

—Tenemos que dejarlas secar. Son de plástico y el agua no estaba demasiado caliente, así que no creo que se hayan dañado. Eso espero…

Por increíble que resultara, habían logrado sacar indemnes las cintas del maletín trampa. Ahora bastaba encontrar una máquina Ampex con que visionarlas; una labor mucho más sencilla, aunque no tanto como podría parecer en principio. En lo que a tecnología se refería, el Ampex era un artefacto antediluviano.

—María Rojo, mi ex, es directora del archivo histórico de la facultad de periodismo. Quizá el archivo disponga de un Ampex compatible con estas cintas. No me parece imposible.

—¿Tienes acceso al archivo? —le preguntó Olga, dejando entrever que se refería a si su relación con María Rojo era lo bastante buena para recurrir a ella.

—No hay problema. Nos llevamos muy bien. María está ahora en Barcelona, en el jurado de un certamen. Voy a llamarla ahora mismo. Supongo que puede pedir al conserje que nos abra el archivo, si es que disponen de una de esas máquinas.

Ned sacó su móvil y buscó el número de María Rojo. Le explicó someramente la situación y le preguntó por el Ampex. Como había imaginado, el archivo disponía de uno, y ella no tuvo inconveniente en avisar a la facultad para que les dejasen acceder a él. Se quedó muy intrigada, pero tuvo que conformarse con una frase de Ned que conocía demasiado bien: «Confía en mí».

Las cintas tardaron casi una hora en secarse, colocadas junto a una ventana abierta, aunque separadas de la acción directa del sol tórrido. Ambos, Ned y Olga, ardían en deseos de llegar a la facultad de periodismo y descubrir qué ocultaban. La resolución del misterio estaba ahí, al alcance de sus manos, en las partículas magnéticas orientadas sobre el material plástico de las gruesas y viejas cintas. Era como tener ante los ojos un texto cifrado del que todavía se ignora la clave, o escrito en caracteres incomprensibles.

Cuando por fin quedaron completamente secas, las guardaron en una mochila y salieron a toda prisa hacia la Ciudad Universitaria. Olga tuvo que pedir a Ned en más de una ocasión que levantara un poco el pie del acelerador.

—Si tenemos un accidente —le dijo la última de las veces, inquieta— todo lo que hemos hecho hasta ahora se irá al garete.

Era un argumento de peso, más allá de la propia seguridad personal. De modo que Ned obedeció y, con gran esfuerzo, condujo más relajado en el tramo final hasta la facultad. Allí dejaron el coche mal aparcado delante de la puerta, en una zona reservada a profesores. Lo último que les importaba ahora era que llamaran a una grúa y se lo llevaran.

Recogieron la mochila y corrieron hacia la entrada. El edificio estaba desierto. El conserje se había quedado dormido en su cabina, a uno de los lados del recibidor. Ned dio unos golpes bruscos en el cristal traslúcido, y el hombre se sobresaltó al punto de casi caer de la silla.

—¡¿Qué pasa?! —dijo asustado, al ver la cara de Ned en el hueco de la ventanilla.

—Perdone el sobresalto —le contestó Ned, y puso su mejor sonrisa—. Hemos venido a consultar el archivo. Tenemos permiso de la profesora María Rojo.

El conserje asintió y abrió una libreta. Fue consultando las anotaciones con el dedo como guía hasta llegar a la que Ned había mencionado. Dio dos golpecitos en la hoja y se volvió hacia un pequeño armario colgado en la pared, a su espalda. Lo abrió y cogió unas llaves. Mientras, Olga y Ned apenas lograban contener la impaciencia.

Precedidos por el conserje, bajaron unas escaleras hasta el sótano, donde se hallaba el archivo. En realidad no era más que un espacio diáfano, sin decoración de ninguna clase, poblado de armarios y estanterías con miles de periódicos, revistas, películas en celuloide, vídeos, discos, etc. En la única habitación independiente había varias mesas y una pantalla. Allí estaban, casi como en un museo, los antiguos sistemas de proyección en todas las anchuras de cinta.

—Cuando terminen —dijo el hombre, disponiéndose a volver a su siesta en la cabina—, avísenme para que cierre. Que no se les olvide.

—Sí, sí, no se preocupe —respondió Olga.

Ya solos, Ned se acercó a una especie de enorme buró con puertas en forma de cortina.

—Vamos a hacer magia —dijo.

—¿Dónde está el Ampex? —preguntó Olga.

La respuesta fue visual. Ned levantó una de las cortinas de listones y el vetusto Ampex apareció detrás.

—¡He aquí! —exclamó con gesto triunfal—. María me ha explicado cómo ponerlo en marcha. Hay que sacarlo y conectarlo a un proyector.

La mochila con las cintas esperó su turno encima de una de las mesas, mientras Ned cogía el Ampex y lo colocaba a su lado. Parecía pesar una tonelada. Las conexiones no eran complicadas. Las hizo al tiempo que Olga comprobaba que las cintas correspondían con el tipo de máquina. Así era, por suerte para ellos.

—¡Ajá! Perfecto. O, al menos, eso creo.

—Voy a rebobinar… —dijo Ned—. Déjame sólo un segundo para que termine de prepararlo.

A Olga le brillaban los ojos.

—Ojalá mi padre compartiera este momento con nosotros. Y su cerebro no estuviera tan mermado. Esto va a ser histórico y todo gracias a él. ¿Te das cuenta? ¿Lo hemos conseguido?

En vez de contestar, Ned besó a Olga y fue hasta el interruptor de la luz. Se quedaron un momento en penumbra, iluminados tan sólo por la bombilla de emergencia. Ned regresó a la mesa y oprimió el botón de puesta en marcha del Ampex. La fuente de vídeo estaba conectada a un proyector que lanzó su haz sobre la pantalla de la pared.

Al principio, lo que vieron no tenía nada de especial, si es que la llegada del hombre a la Luna no era en sí misma poco menos que un milagro. Se veía a Armstrong y a Aldrin realizando sus tareas programadas en el satélite. A Olga le sorprendió la calidad de la imagen. Como Ned supuso, acertadamente, la emisión original era en color y con mucha mayor definición que la que se redifundió a las televisiones del mundo.

Pasaron unos quince minutos sin que nada de lo que veían pudiera calificarse tampoco de anormal. Entonces se escuchó que desde el control, en la base norteamericana de Houston, pedían a Armstrong pasar a un canal de comunicación seguro. Tras un pequeño silencio, un clic y un ruido de estática, la voz del astronauta jefe de la misión volvió a escucharse con claridad. También la del control. El que ahora hablaba era el mismo general Phillips en persona.

—Era el jefe de la misión Apolo XI —explicó Ned.

Le escucharon decir que una señal desconocida, y con un patrón inteligente, se había localizado cerca del módulo lunar, a pesar de que el alunizaje en aquel punto era fortuito. El general Phillips indicaba a Armstrong la localización exacta de la señal y le ordenaba dirigirse hacia ella. Él obedecía, flotando con sus pasos ligeros en la tenue gravedad lunar. Cada vez más atónitos y maravillados, vieron al astronauta encender la cámara portátil que llevaba consigo. La imagen era vibrante a cada paso que lo acercaba al origen de la señal…

Nunca en su vida algo había atraído la atención de Ned, hasta el punto de hacerle olvidar todo lo demás, como las imágenes que pasaban ahora ante sus ojos. Se sentía aislado del resto del universo, congelado en el tiempo de la grabación, que le pareció omnipresente y eterna. Una mirada fugaz le bastó para saber que Olga sentía justo lo mismo. Las mentes de los dos estaban al cien por cien inmersas en aquella película inimaginable aunque real.

Entonces lo vieron. Y experimentaron la misma fascinación que golpeó al propio Armstrong aquel histórico 20 de julio de 1969, a más de trescientos mil kilómetros de distancia de la Tierra. Era una forma rectangular, emergiendo de la superficie polvorienta, inerte como un chato monolito grisáceo.

Tanto Ned como Olga comprendieron que lo que estaban a punto de descubrir era muchísimo más importante y sobrecogedor que lo que habían imaginado. Más incluso que lo que sus mentes serían capaces de concebir. Y un escalofrío recorrió a la vez sus cuerpos, desde los talones hasta el vello de la nuca.

25

—Explícame qué demonios significa lo que acabamos de ver —dijo Ned cuando fue capaz de articular palabra, ya finalizada la proyección.

La pregunta era vana, porque era obvio que ni él ni Olga tenían ninguna respuesta.

—Todo eso no tiene sentido… —dijo ella.

Estaban tan aturdidos que las ideas saturaban sus mentes. Intentar encontrarle una explicación a lo que acababan de ver era una tarea poco menos que imposible. Habían presenciado cómo Armstrong llegaba al origen de la señal, una pieza rectangular con forma de cubo; cómo retiraba el polvo lunar que había sobre ella y revelaba el sello de Estados Unidos grabado encima; cómo abría el cubo, una especie de cofre, y sacaba de él diversos objetos…

—El general Phillips dijo que la señal era desconocida —reflexionó Ned en voz alta—. Pero luego la caja tenía el sello americano. No lo entiendo. No entiendo nada.

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