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Authors: Ángel Gutiérrez y David Zurdo

Tags: #castellano, #ficcion, #epubgratis

97 segundos (14 page)

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—Sí, aunque…

La mirada de Ned se dirigía ahora al cielo. El crepúsculo dejaba ver sólo las estrellas más luminosas. Pero era casi verano, y en esa época del año el sol se pone cerca del punto cardinal oeste. Un paso medio podía suponer unos ochenta centímetros. Buscó el norte aproximado y, desde donde estaba, trató de proyectar mentalmente unos veinte metros en esa dirección y quince más hacia el este.

—¡Mire, Olga! Allí hay unas rocas solitarias, entre los árboles.

Los dos se apresuraron a bajarse del Canto. Casi corriendo, Ned llegó primero hasta la zona rocosa a la que se había referido. La noche empezaba a caer sobre ellos con su manto azul oscuro.

—Deme la linterna —dijo Ned.

Circundó las milenarias piedras con el haz de luz apuntando hacia ellas. En un primer vistazo, preso de la excitación, no vio nada anormal. Pero en un segundo examen descubrió lo que podría ser un hueco estrecho y alargado.

—Parece que lo han cegado con tierra —dijo Olga.

Probablemente, el simple paso del tiempo fuera el responsable de eso, pero Ned respondió con el mismo entusiasmo:

—¡Necesitamos algo con lo que escarbar!

Sin darle tiempo a responder, Ned la agarró de una mano y se lanzó con ella, a toda velocidad, hacia el lugar donde habían dejado el coche. Más de una vez se tropezaron y estuvieron a punto de caer al suelo, iluminado ahora sólo con la amarilla luz de la linterna.

En el maletero había una llave de tubo para aflojar los tornillos de las ruedas. Tenía forma de palanca y un extremo afilado. No sería fácil retirar la tierra acumulada con esa herramienta, pero era lo único que tenían a mano.

De vuelta a las rocas, Ned se arrodilló en el suelo sin importarle el dolor en sus rodillas provocado por las piedras disgregadas, que se le clavaban con sus aristas. Dio la linterna a Olga y le pidió que apuntara hacia el espacio entre las piedras. Él, con ambas manos, empezó a remover la tierra. Tardó varios minutos en conseguir algún resultado. Su frente y su pelo estaban empapados en sudor, al igual que la camisa, con dos grandes cercos húmedos en torno a las axilas.

—¡Está hueco! —gritó Ned como un deportista triunfador.

—Déjame seguir a mí —le pidió ella—. Estás agotado y has hecho la parte más dura.

Por primera vez, Olga se dirigió a él tuteándole. Estaban a punto de descubrir el secreto tan celosamente guardado por su padre. Eso les unía con un estrecho y robusto vínculo.

Intercambiaron sus posiciones. Ella siguió escarbando con ímpetu. Era una mujer fuerte. Pero, a cada golpe de la herramienta, la luz de la linterna se hacía más débil. Prácticamente había conseguido dejar franco el hueco cuando las pilas dijeron basta, y languidecieron en un último brillo anaranjado.

Completamente a oscuras, Ned se negó a darse por vencido. Volvió a ocupar el puesto de Olga y alargó la mano hacia el interior de la oquedad. No alcanzaba. Era más profunda de lo que parecía. Ned se estrechó contra la roca para llegar más adentro.

—¿Hay algo? —preguntó ella, con un emoción nada contenida.

—Espera… Parece que…

Había algo, sí. Apenas consiguió rozarlo con la punta de los dedos. Se tumbó en el suelo y metió todo el brazo.

—¡Sí! ¡Es el asa de un maletín! ¡La tengo! ¡La tengo, Olga!

Ella estaba tan cerca de Ned, entre las sombras, que poco le faltaba para tumbarse a su lado. Le puso una mano en la espalda mientras él, de lado, tiraba del asa del maletín. Éste se trabó en algún saliente interior. Volvió a tirar, con más fuerza, y notó que salía un poco más. Pero no lograba superar el obstáculo.

Por unos momentos se quedó inmóvil, jadeando, en silencio. De repente, Olga acarició con dulzura el rostro sucio y desencajado de Ned. Los labios de ambos se rozaron fugazmente. Sólo el brillo de sus ojos, bajo la tenue luz de las estrellas, revelaba que no eran dos almas invisibles que se besan en medio de la nada.

Las energías volvieron al cuerpo del periodista como por arte de magia. Analizó por unos segundos la situación e hizo un nuevo intento. Empezó a mover la muñeca a un lado y a otro, a la vez que tiraba del maletín hasta que sus músculos y tendones parecieron romperse. Así, poco a poco, logró ir sacándolo del hueco. Un último tirón, donde ya no valía más la maña que la fuerza, lo dejó por fin ante ellos. Aunque eran incapaces de distinguirlo como algo diferente a una sombra entre sombras.

Se besaron de nuevo. Y esta vez el beso fue de auténtica pasión. Tanta que, durante un instante —sólo un breve instante—, se olvidaron del maletín que les revelaría por fin el enigma. El enigma de aquellos noventa y siete segundos que guardaban celosamente el auténtico misterio del viaje del Apolo XI a la Luna.

23

Aquella noche, después de encontrar el maletín que Antonio Durán había escondido en el Canto de Castrejón, Olga y Ned hicieron el amor. No fue algo premeditado, aunque él había querido hacerlo desde que vio por primera vez a aquella mujer tan hermosa, inteligente e inspiradora, en la facultad de periodismo. Resultó de la mejor manera posible. Con la naturalidad del deseo que se comparte y que coincide en un punto sin aditamentos.

—Ha sido maravilloso. Tú eres maravillosa —dijo Ned, tumbado en la cama.

Olga, a su lado, lo miraba y le acariciaba el pecho. No dijo nada. Sólo se aproximó aún más buscando su cobijo. Él le besó el cabello y volvió a embriagarse con su aroma de mujer.

—Me gustaría estar así toda la vida —dijo ella, por fin.

—A mí también.

—Pero tendremos que levantarnos en algún momento y abrir el maletín.

El sonido que hizo Ned con la boca denotó cierta duda.

—No me digas que ahora no quieres abrirlo.

—Claro que sí. Pero tengo la certeza de que ese maletín tiene alguna clase de protección de seguridad.

—Podríamos cortarlo —insistió Olga, que se incorporó sobre Ned, con su cara muy cerca de la suya.

—Eso seguramente haría que se accionase el sistema de seguridad.

—Entonces ¿qué hacemos?

Ned sonrió. Sabía más acerca de ese tipo de maletines de lo que le había dicho a Olga hasta el momento. Ahora iba a presumir de sus años de investigación.

—Los sistemas de seguridad de la época solían ser de varios tipos. El explosivo era uno de los más utilizados. Si alguien indebido trataba de abrir el maletín, éste explotaba y destruía, por ejemplo, los documentos que contuviera, a la vez que mataba al sujeto en cuestión.

—¡No me digas que ese maletín es una bomba!

—Tranquila… —dijo Ned, que notó el estremecimiento del cuerpo desnudo de Olga al apretarse contra el suyo, asustada—. Son muy seguros si no intentas forzarlos. Y nosotros no vamos a hacer eso, por lo menos sin tomar precauciones. Además, han pasado cuarenta años. No sé si aún será operativo el hipotético sistema de seguridad que se le instaló.

—Ya, pero por si acaso… Has dicho que había otros tipos.

—Sí. Otros contenían un frasco con un agente tóxico, que se convertía al cambiar de presión en un gas venenoso o corrosivo. Era muy efectivo para matar al sujeto que no debía abrirlo, pero no destruía el contenido. El último tipo que conozco llevaba dentro unas ampollas de ácido que sí eran capaces de disolver el contenido. Me inclino a pensar que el nuestro es de esta clase, por la sencilla razón de que el ácido es muy efectivo con el material plástico de las cintas magnéticas.

Olga frunció el entrecejo y apretó los labios.

—¿Y si te equivocas y resulta ser uno de los otros dos?

—Pensaba que eras una mujer valiente —dijo Ned con cierta sorna.

—Y lo soy. Pero no tanto.

—Sólo estaba bromeando. Antes de abrirlo lo pasaremos por una máquina de rayos X. Eso nos mostrará el contenido, salvo que esté forrado de plomo, algo que no debemos descartar.

Después de ducharse y vestirse, Ned y Olga abandonaron la casa de ésta en dirección a la primera consulta médica privada que aceptó su extraña petición. Necesitaban unas placas radiográficas, lo cual era normal en la consulta de un radiólogo, pero no de una persona sino de un objeto. Tras varios intentos fallidos y más de una airada negativa, Ned consiguió por fin que una doctora accediera a lo que le pedían.

Como había sospechado, el maletín llevaba incorporadas dos planchas de plomo que cubrían sus laterales. Por fortuna, los bordes carecían de esa protección.

Ahora estaban en frente de cuatro radiografías, una por cada uno de los bordes del maletín. La propia doctora les ayudó a interpretarlas, lo cual no era fácil. En una de ellas apenas se apreciaba nada. Otra mostraba el contenido demasiado embarullado. Sólo las otras dos fueron útiles. En la primera se podían distinguir los ejes de las cintas, en torno a los cuales debía de estar enrollada la banda magnética. Al fondo también parecía haber algo con forma alargada. Fue la última de las placas la que les permitió comprender por fin de qué se trataba.

La teoría de Ned sobre el ácido era correcta. En la imagen aparecían dos botellas alargadas, unidas por una zona más estrecha a un elemento central con forma cuadrada. De éste partían varios cables que bordeaban la zona visible, y que con certeza debían estar repartidos por toda la extensión del maletín. Dos más parecían conectados con el sistema de cierre. Si se forzaba el maletín, a través de la cerradura o cortándolo, se accionaría un pequeño explosivo que rompería las botellas de ácido. El contenido sería historia en cuestión de segundos.

Tras agradecer su colaboración a la simpática doctora, Ned y Olga salieron de la consulta, con el maletín y las radiografías. Fueron a un bar cercano, para comer algo rápido y reflexionar sobre el siguiente paso. Era una taberna irlandesa llamada Finbars; allí se devanaron los sesos mientras bebían cerveza negra Guinness y picaban unas quesadillas que parecían todo menos irlandesas.

—¿Crees que sería posible cortar una parte del maletín sin tocar los cables? —dijo Olga después de unos instantes de reflexión.

—No. Primero porque no tenemos imagen de los laterales. Y segundo, porque ya ves que la zona del borde sólo deja unos huecos mínimos. De nada serviría abrir un orificio. Si el contenido fuera muy pequeño, quizá sí. Hasta podríamos introducir una microcámara. Pero nosotros necesitamos sacar las cintas enteras, sin dañarlas.

—¿Y no habrá especialistas en hacer este tipo de cosas?

—Claro que los hay. En la CIA o en prisión. Pero me parece que no podremos encontrarlos en las páginas amarillas, como a la radióloga.

Los dos se quedaron de nuevo en silencio. Una camarera morena se les acercó para retirar sus vasos vacíos y les preguntó si querían algo más. Al poco rato regresó con dos nuevas pintas de cerveza.

—No podremos evitar que se libere el ácido… —suspiró Olga, dejando traslucir su desaliento.

Sus palabras, sin embargo, no afectaron a Ned, quien de repente abrió mucho los ojos. Olga creyó que estaba viendo algo a su espalda y se volvió. Pero allí sólo había un violín junto a un póster con los nombres de los más afamados escritores irlandeses.

—¡Olga! ¡Tienes razón!

—¿Eso es… bueno?

—¿Y si no evitamos que se rompan las ampollas de ácido?

—Entonces se disolverán las cintas. Tú mismo lo has dicho.

—Quizá no…

—¿A qué te refieres?

—Imagina que encontramos un producto, un líquido, capaz de neutralizar el ácido sin que ataque el plástico de las cintas. Si sumergimos el maletín en ese producto, al cortarlo…

—¡Se mezclaría con el ácido y anularía su efecto! ¡Es cierto! —casi gritó Olga, entusiasmada.

—Aunque tenemos otro problema… —dijo Ned.

—¿Cuál?

—Encontrar el producto adecuado. Pero yo sé dónde pueden ayudarnos. ¿Qué hora es?

—Las doce y cuarto.

—Entonces, vamos. Aún nos queda tiempo antes de que cierren.

El lugar al que Ned se refería era la tienda de productos químicos con más solera de todo Madrid: Manuel Riesgo. Además del nombre de su fundador, cuya familia había mantenido el negocio a lo largo de siglo y medio, conservaba el mismo aspecto de botica decimonónica.

Aparcaron el coche al lado de la tienda, en la calle Desengaño, una estrecha vía en el corazón de un barrio venido a menos de la capital. Dentro había varias personas esperando turno. Tras el mostrador, un hombre de mediana edad y cabello rizado iba despachando los productos con destreza. Parecía increíble que pudiera recordar la ubicación de todos ellos, guardados en pequeños cajones de madera que cubrían por completo la pared del fondo y las dos laterales. Para llegar a los cajones más altos, justo por debajo del techo, usaba una pértiga provista de un gancho, que insertaba en los tiradores con gran pericia.

—Qué preciosidad de tienda —dijo Olga.

—A mí me sorprendió mucho cuando estuve aquí por primera vez, para comprar mirra.

—¿Mirra? ¿Como la mirra de los Reyes Magos?

—Justamente. Mi antigua ex se empeñó en hacer una especie de emplasto para la piel a base de esa resina bíblica. Yo tuve que buscarla y la encontré aquí.

Cuando les llegó el turno, explicaron al dependiente —uno de los dueños— lo que necesitaban. El hombre se frotó la incipiente calva y se quedó callado unos instantes.

—Eso… Necesitan ustedes… Eso es…

Parecía que le costaba expresarse, como si pensara en voz alta sin atender a las palabras que salían de su boca. Pero al fin organizó sus vagas ideas en una idea coherente.

—Necesitan una base fuerte. Más fuerte según el ácido a neutralizar. Y en mayor cantidad.

—¿Qué es exactamente una base? —preguntó Ned.

—Pues por ejemplo agua con bicarbonato sódico.

—¿Agua con bicarbonato sódico? ¿El que se toma para la acidez de estómago? ¿Tan sencillo? ¿Eso puede anular el efecto de un ácido?

El hombre lo miró como quien mira a un niño que pregunta una sarta de obviedades.

—El agua bicarbonatada es una base —dijo con tono de profesor paciente.

—¿Y que cantidad es necesaria? —intervino Olga.

—Pues eso depende. Si desconocen la potencia del ácido, lo mejor es saturar la disolución de bicarbonato.

Tanto Ned como Olga lo miraban con cara de no entender una palabra.

—Me refiero a que disuelvan en el agua todo el bicarbonato que sea posible. No sé ahora mismo qué cantidad exacta admite el agua por cada litro. Así es que les sugiero que prueben a ojo, removiendo el agua y añadiendo bicarbonato hasta que empiece a depositarse en el fondo. Yo echaría unos trescientos o cuatrocientos gramos de bicarbonato por litro.

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