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Authors: Alberto Olmos

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Marta se acercó
Que se mueran los feos
a la cara y sacó la lengua. Lamió una hoja impar.

—¿A que mola?

 

2.

Me pego a Damon Albarn y Marta me saca la foto. Hago un poco el tonto para quedar como un imbécil. Me gusta quedar como un imbécil en las fotografías por si alguien las ve y, después, me conoce. Vamos, para ir con ventaja.

Enseguida una guardesa de la Portrait Gallery nos amonesta. No se pueden tomar fotos, dice. Marta se guarda el móvil y yo me quedo mirando a los cuatro componentes de Blur, todo colorinches y juventosos, oblongamente enmarcados.

La Portrait Gallery yo ya la había visto, así que se la enseño a Marta con gran solvencia intelectual.

—Me admira —digo— este museo porque incluye en él personajes famosos, vivos, completamente pop. En lugar de restringir el acceso a la posteridad de cantantes y actrices, de cebarse en los monarcas y escritores polvorientos, Reino Unido ha reunido el valor y la lucidez suficientes para enmarcar y colgar de un clavo a gente que, a día de hoy, nos interesa más que Shakespeare. Me resulta casi orgásmico, por no decir arrobador, penetrar en una sala de un museo y reconocer a las personas que me miran desde cuadros y fotografías, poder entablar con ellos un diálogo contemporáneo, justo, enriquecedor. Me pregunto, la verdad, Marta mía, cómo haríamos en España para igualar semejante proeza cultural, a quién pondríamos en un museo que no nos diera arcadas su contemplación, a sabiendas de que la foto que vemos es la de un tipo que, cualquier día, podemos encontrarnos en el Pepe Botella de la plaza del Dos de Mayo, un tipo, en definitiva, que sólo vale un punto en ese puntaje de famosos que tan sabiamente hemos iniciado en semanas precedentes. No, amor, no puede hacerse un museo español de famosos españoles, porque a nuestros famosos se les hace grande cualquier marco que exceda el perímetro de un sello de correos, y casi mejor es conformarnos con el Museo de Cera, donde poco a poco vamos metiendo a todo aquel que marca un gol de carambola, gana un Tour pinchando otras ruedas o chupa un pirulí en una película de José Luis Garci. Es aquí, en la pérfida Albión (expresión, malísima Marta, que realmente no sé qué cojones quiere decir ni, de hecho, qué hace ahora mismo en mis bonitos labios), y sólo aquí, donde puede certificarse la posteridad de alguien cuya tumba aún no fue abierta ni su cuerpo enterrado, porque aquí los famosos, que valen cinco puntos, ya se saben detentadores de una entrada con muchos renglones en la Wikipedia del futuro, y es por eso que gozamos en la contemplación de sus ojos digitales y de sus poses insultantemente seguras. Amén de que la entrada a este museo es gratis y por la
face.

—¿Éste quién es? —Marta.

—I don't know.

 

3.

La Tate Gallery, o Modern Tate Gallery, quizá Tate Modern sin el Gallery, incluso Tate Modern Gallery, o, para parametrizar todas las opciones de mi ignorancia, la Tate
que mola
, está en la margen dominical del Támesis, margen opuesta a la de la City, que es donde de lunes a viernes se gana el dinero y se confunden las corbatas, se sudan bragas de Dolce Gabbana y se digieren rayitas de coca con el sándwich del EAT.

La Tate, la que me mola, tiene un césped vivito de cuerpos y coleante de lenguas que se besan, vivito de cámaras de fotos, siempre a punto de ser pisadas, y coleante de pollas pegadas a la hierba. Un césped donde te tiras para comprender el arte contemporáneo, que es una deyección mental de cuatro soplapollas que se lo montaron muy bien al doblar la esquina de nuestra estupidez.

—¿Entramos? —yo.

Entramos. La Tate tiene una exposición especial de Dalí, y unas metamorfoseantes escaleras mecánicas: pones en el primer escalón a una gorda inglesa y, cuando llega a la cima de la escalera, se pilla los cordones de sus zapatos con el rastrillo y, a fuerza de resistirse y perder trozos de su cuerpo, y salvarse en última instancia por la ayuda de un señor con pipa, nos sale una japonesita, lilial, desplumada y con la falda hecha jirones. Según subimos pisos de la Tate, el número de japonesitas aumenta. Yo quiero subir al último piso para practicar japonés, zurcirle las falditas a las japonesitas y usar mucho los palillos. Pero Marta me está metiendo ya la mano por dentro de la camiseta, y eso me quita mucho las ganas de golfear. Con otras.

Nos asomamos, finalmente, al hangar. La Tate tiene un hangar para meter obras muy grandes, instalaciones y eso, gilipolleces XXL. La otra vez que vine vi y vencí sobre unos cubos blancos, de plástico yo creo que eran, acumulados sobre sí mismos en torrecitas y pirámides, con espacios para pasearse y ver los cubos blancos desde puntos de vista prioritarios, algo. Ahora, penita, no hay nada en el hangar, salvo unos señores con las cuentas de la taberna aún por pagar que pegan martillazos a un montón de listones de madera, por el suelo, a media altura, y en los techos empíreos. Están montando otra cosa en el hangar y nosotros, que si algo queríamos ver y disfrutar era la obra magna del hangar, nos tenemos que conformar con eso tan sucio que es el trabajo de toda la vida, hombres rudos con un martillo en cada mano y algunas puntas en la comisura de los labios, siguiendo un plano que, quieras que no, no se entiende ni a la de tres, porque en él un señor que vive en Kensington y tiene un amigo en Nueva York a punto de palmarla de sida ha pintado en un rato que tenía un esquema de su obra para la Tate, una obra que, otra cosa no, pero será grande, y, otra cosa no, pero será genial y moderna, y a fin de cuentas ni Marta ni yo la vamos a poder ver, porque nos vamos en breve, antes de que los obreros acaben de clavar los clavos y, realmente, ver a obreros clavando clavos en un museo es absolutamente no artístico, por lo que, en definitiva, el arte contemporáneo tiene razón en ser una cosa que no exige más trabajo que el de llenar un espacio con cosas sin sentido. La pega que le pongo es que ver a los carpinteros hacer la obra le quita mucha gracia al resultado final: es como ver a tu madre envolverte el regalo de cumpleaños y luego hacer como que te hace mucha ilusión abrirlo.

—¡Vamos a ver a Meredith Frampton! —yo.

Meredith Frampton es una pintora que saca en sus cuadros a mujeres frías que miran al jardinero mientras recoge sus azadas y se marcha a la aldea a follarse a las criadas. Es una interpretación que he leído en un libro: lo juro. A Marta le interesan vagamente los cuadros de Meredith y yo trato de que visualice al jardinero, que siempre queda sin pintar.

—Mira, Marta —le digo, y me coloco entre cuadro y cuadro, pegado a la pared—. Yo soy el jardinero. —Adopto pose de jardinero, esto es, me levanto la camiseta—. Y la dama gélida me está mirando desde su saloncito con jarrones de porcelana...

—Bájate la camiseta, David, por favor.

Me la subo un poco más, hasta el pezón.

—¿Lo ves? ¿Lo entiendes? Basta con que completes el cuadro conmigo y todo se te revelará. —Tiro de mi camiseta con ánimo académico—. ¡Dime que lo entiendes o me bajo los vaqueros!

—Qué puta eres. Espera, que te voy a hacer unas fotos.

—Sí, sí, por favor. Hazme fotos. —Empiezo a desabrocharme el cinturón.

Marta se me acerca para poner su mano en cuadro.

Me bajo la camiseta.

—Joder, siempre quitándome el protagonismo. Ya no quiero...

—Qué chico eres.

—Jo.

 

4.


¿Eto queh eh lo que eh?

—¡¡¡¡¡¡No me imites!!!!!!

—¡No te imito! En serio. Hablo andaluz desde que nací en Segovia. Te lo juro por Dios; y
po lah Macarenah
.

—¡Vete a tomar por culo!

Jo. Se me enfada, Marta, cuando me sale el salero. Se ha alejado de mí, se ha sentado en una especie de pupitre y ha empezado a escribir postales. El pupitre, con sus sillas, y las postales, estaban ahí desde el principio, y era eso lo que yo señalaba con mi incomparablemente respetuoso
eto queh eh lo que eh
.

—Ah, qué guay —digo—, escribes en la postal y luego la ponen en un marco de la Tate. ¡Yo quiero!

Marta sigue con su postal, sin hacerme caso o misa.

—Voy a escribir.

Empiezo. Cojo una postal y pongo: «Hijos de puta de la Tate, ¿por qué no avisan de que Meredith Frampton es un tío? Estoy muy disgustado».

—Mira, Marta, amor mío, cosita, coca de mi papelina, lo que puse.

Marta lo mira, lo lee. No hace caso ni asco.

Escribo otra. «Hijos de puta de la Tate, ¿cómo se sale de aquí?»

—Mira, amor, tesoro, alhaja. Trasto mío, lo que puse.

Ni caso.

Escribo. «Hijos de puta de la Tate, compren mi libro»; y escribo el título y el nombre del autor, que soy yo; al menos, en la primera edición.

Ni caso.

Escribo. «Hijos de puta de la Tate. He follado en vuestro museo.»

Marta se ríe.

Etc.

 

5.

Comemos en Leicester Square. Yo digo:
lei-ces-ter/scuer
y Marta dice
leis-ter/scuer
. No tiene ni idea, la pobre.

—¿En qué año nació Sánchez Dragó?

—En 1935.

—Le vi el otro día. ¡Qué bien se conserva!

—Ya. Umbral nació en 1932, pero dice que nació el mismo año que Sánchez Dragó.

—No he leído a Umbral. ¿En qué año nació Juan Manuel de Prada?

—En 1970.

—¿En qué año nació José Ángel Mañas?

—En 1971.

—¿Loriga?

—1967.

—¿Tu amigo Juan?

—1972.

Bebo un sorbo de cerveza.

—Esta conversación es muy tonta, Marta.

—Me gusta ver lo listo que eres. Cuéntame cosas de literatura.

—Como qué.

—Umbral. Dime todo lo que sepas.

Mientras cuento toda la vida de Umbral, sus amantes, sus libros, sus enemigos y sus valedores, Marta parece estar viendo a sus hijos jugando en el parque.

 

6.

Salimos del hotel. Marta todavía tiene la cara roja.

—¿Llevas el plano? —dice.

—Sí, de casualidad. ¿No hace falta, no?

—Bah, por si acaso.

Caminamos hacia Oxford Street.

—¿Sabes? Me encanta eso en inglés:
just in case.
Adoro esa expresión.

—¡Y yo!

—¿En serio? Yo la vi en
Harry Potter
, cuando le dejan la capa que te hace invisible, con una nota que dice:
Just in case.

—Joder, yo la aprendí en
L.A. Confidential
.

—Nos podíamos tatuar eso en el brazo.
Just in case.
Es muy sugerente.

—O en tu polla.

—¿En letra gótica?

—Sí.

—¿Que se lea de arriba abajo o de abajo arriba?

—Hummm. De abajo arriba, para leerlo con la lengua.

—En algunos momentos sólo se vería
Just
y mi polla parecería patrocinada por Nike.

Me tropiezo con un bordillo y me caigo por el suelo. Marta se ríe. Me auxilia.

—¿Estás bien?

—Sí. Castigado por Dios, pero bien.

—Eres muy gracioso. En serio. Como Woody Allen.

—Salero segoviano, amor.

—Sí, cosa.

 

7.

The George es un pub del Soho donde hemos entrado porque no había mucha gente. Hemos pedido dos pintas y las bebemos pegados a la ventana. Fumamos, hablamos de comprar esposas y látigos y nos reímos de las demás personas.

—Qué pintas.

—Sí, jajajajaja. Parece que se ha puesto la cortina del salón alrededor del cuello. En fin. Voy al baño.

—Cuidadito con las escaleras, patosón.

Hay que bajarlas, y lo hago con tiento para no rodar Albión abajo. En el baño de caballeros, casi se me quitan las ganas: es un asco. Toda la taza está enjoyada de gotitas de orina, manchas, virus, vestigios venusinos. Empiezo a tirar del rollo del papel higiénico, y hago trozos de medio metro. Los voy poniendo sobre el óvalo del váter, tapando miserias ajenas. Pongo un montón de papel sobre la taza antes de sentarme y consumar mi misión. Luego me levanto y salgo muy satisfecho del baño de caballeros.

Recibo un mensaje en el móvil.

—Perdona —le digo a Marta—, tengo que hacer una llamada.

Marta me ha mirado con cara rara.

Salgo de The George y marco un número. Mientras da tono, doy vueltas sobre mí mismo, mirando a esos tipos tan idiotas, vestidos con sus cortinas del salón.

No me lo cogen, así que entro en el pub. Marta me mira, neutra.

—¿Qué coño te pasa?

Me acerca la cara a la oreja, susurra:
Tienes papel higiénico en el pantalón.

—Ah —yo.

Me doy la vuelta para quitar el pedacito de papel de mis vaqueros G-Star.

Tengo un trozo de medio metro de papel sobresaliendo de mis vaqueros. Está prendido entre mi espalda y la cintura del pantalón, como la cola de un animal. Lo arranco con comprensible histeria, mientras miro a mi alrededor, todos esos bebedores de pintas. Salgo del pub para tirarlo a la calle. Cuando entro, Marta está tratando de no ofensionarme.

—¿Qué? —yo.

Entonces Marta rompe a reír, con una risa medular, de cuerpo entero, como un pelotón de fusilamiento que ya cumplió su misión y ahora dispara para olvidarla.

—... jo —yo.

Se sigue riendo, doblada sobre sí misma y sobre el taburete, con el cigarrillo entre los dedos de su mano derecha, haciendo esfuerzos infructuosos por contenerse, por taponar esas carcajadas que llenan el pub de pequeños cohetes amarillos, tratando de explicar lo que ha visto, cuando subí del baño y me paseé con la cola de papel higiénico en el culo, diligentemente encaminado hacia una llamada telefónica.

—¿Ya?

No, todavía sigue riéndose. Un largo rato.

—Tiene una explicación —digo—. En serio.

—Lo sé —dice Marta, y me besa de risa.

 

8.

Estoy borracho; me acabo de desplomar sobre la cama. Marta me ha quitado la camiseta y me he quedado boca arriba. La luz de la habitación está encendida y ella empieza a hacerme fotos con el móvil. Lo sé porque cada vez soy más feliz, clic a clic.

Me quita el cinto de cuero y me baja los pantalones. Sólo los noto cuando rebasan mis talones, como botas infinitas. Me baja los calzoncillos. Agarra mi polla y se la mete en la boca. Clic, clic.

Clic, clic.

Luego mira su cara en la pantalla del móvil, chupándola.

—Qué fuerte —dice—. Qué porno.

Braceo en mitad del sexo. Agarro el cinto. Me incorporo y tumbo a Marta sobre el colchón, boca abajo. Le quito la ropa con pericia analcohólica. Empiezo a acariciar las comisuras de su cuerpo con la punta del cinto. Trato de ser parsimonioso, antes de alejar el cinto y descargar un latigazo certero, restallante. Luego paso las yemas de los dedos para notar el verdugón, largo, sonrojado, sexy, en las nalgas.

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