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Authors: Alberto Olmos

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Le doy otra vez.

Acaricio con la punta, y le doy otra vez.

—¡Hostia! Ése me ha dolido.

Le cedo el cinto.

—Te vas a enterar —dice.

 

9.

En el autobús, empiezo a mover la mano. Adiós, Londres.

Pasamos junto a fuentes y museos, paradas de autobús, peatones enrejados en pasos de cebra, escaparates. Adiós, Londres.

Me vuelvo y miro a Marta, en el asiento de al lado. Sus manos están inmóviles sobre su regazo.

—Dile adiós a Londres.

Vuelvo a mirar por la ventana y a agitar mi mano. Nadie me hace ni caso.

Dejo de saludar un segundo y, sin mirar a Marta, le tomo una mano y la llevo hacia el cristal. Ahora los dos movemos la mano.

—No te quieren, David —dice Marta, y vuelve a bajar su mano.

—Ya verás, ya verás como sí...

Ahora agito la mano a discreción. Veo a alguien que me parece simpático y le saludo.

Un señor que espera en un paso de peatones, con un libro bajo el brazo.

Le saludo.

Una japonesita.

La saludo.

Un grupo de chicas pizpiretas.

Las saludo.

—Jo.

—Venga, David, no te deprimas. Dile adiós a Londres.

Vuelvo al ataque. Estamos circunnavegando una fuente con el pretil lleno de rodillas dobladas. Gente joven.

Muevo mi mano con animosidad. Un chaval alza la vista y, de pronto, alza también la mano. Me dice adiós
a mí
.

Acelero el movimiento de mi mano. No dejo de hacerlo hasta que el chico se pierde de vista.

Entonces miro a Marta.

—Ya —digo.

 

 

 

Morado

 

1.

«No traigas el cinto hoy. Me quemé en la playa. Besos.»

 

2.

Llevo el cinto. Una vez estuve en la playa, pero fue hace mucho y no me acuerdo.

 

3.

He salido en Sol y subo por la calle Montera. Me paso las noches subiendo por la calle Montera y las mañanas bajando por la calle Montera. Por las noches llevo mis pisadas como pequeños perritos a los que apresuro; por las mañanas mis pasos son cada uno en sí mismo un perezoso paseo. La boca del metro me gusta más de mañana, eso sí. Vacía, bostezante. Cuando salgo, hacia las ocho de la tarde, hay mucha gente y concejales. Me quieren pisar los perritos.

Las prostitutas están siempre y siempre del lado del cine. Al otro lado hay un andamio y unas vallas; una obra municipal. Por la mañana hay obreros vestidos de azul y las prostitutas no les dan los buenos días porque todavía es de noche adentro de la carne. Nadie folla con desconocidas recién levantadas. Ellas son un punto final, el último tren nocturno. Visten minifaldas y fuman y hablan que parece que siempre hablan con sus hijos pequeños, de batín rosa. Gastan tacón para ensartar contra el suelo las colillas, y la piel blanca, de Rumanía o países que le riman. Siempre están solas. Siempre haciendo caja vacía o yo no sé. No llevan el precio encima como las cosas que uno compra y que a veces están de oferta y otras sin tu talla. No tienen talla. Las putas. Son como costaleros de una pena que ya dan por llorada. Me infunden más respeto que los semáforos y la constitución juntos. Saben algo que yo no sé. Y lo saben desde hace muchas horas. Muerden.

 

4.

Marta estuvo en la playa, el finde, con sus amigas. Se tostaron por los lados que se ven y se metieron amor donde la vista no alcanza. Marta estuvo en la playa, feliz, andaluza. Me cuenta su playa y su felicidad, contra un colchón, bajo las vigas que hacen su buhardilla. Yo no tengo corazón. Es un aserto que me cuelga mucho entre toalla y toalla, bañistas obscenos y cremita que no se puso. Se quemó, como una aficionada de los rayos. Los del sol. Venga que venga contra su piel profunda. Lo más profundo es la piel, Paul Valéry. El día que se me olvide la frase, denme cicuta. Con un cubo.

Yo no estuve en la playa. Quedé un rato con gente de esa que se dice amiga. Los amigos no los ve uno y por eso siguen, coñacísimos, esperando a que los veas. Vi a Rubén y a Carmen, en su piso de Tirso de Molina, con muchos libros y comida manual. Había que comerla con las manos. Hablamos de libros y películas, de Dios, de sexo un 73%; y de internet. Eso el viernes. El sábado quedé con Héctor. Hablamos de sexo un 99%. Eso hice mientras te quemabas, Marta.

 

5.

Está difícil de tocar, Marta. Tiene quemados los muslos y da como pena hacerle daño con ayuda de la quemazón. Es un trío sado que no mola. Además, se cayó; se dio el gran porrazo, se anestesió la carne contra un pretil. El de una fuente, me cuenta. Bailaba, mi rubia (¿mi rubia?, mejor: mi niña; ¿mi niña?; mejor: mi amor, ¿mi amor?; bailaba: eso sí; tú baila, qué coño), bailaba, otra vez, mi Mala, de alcohol y estrellas, contra una música y un mundo, loca en sus sistemas (¿Rodríguez?), para acabar bailando contra la piedra, morado el brazo, por arriba, cara adentro, bíceps lo llaman.

—Mira qué morao —la Mala.

—Hostia —yo.

—Éste no me lo sacas tú.

—Así no hay quien se entretenga, jo.

La dejo. Sobre las sábanas de hilo, intocable de tan magullada. La playa le sentó bien, pero está medio fogueada por detrás, carbónica. Moratón aparte.

Me dejo, entonces. Se me elevan las ropas, se me arrugan también, mientras me las abre mi Mala (no tienes, no tienes, tú no tienes un corazón, hijo de puta), con sus manos de tecla y algoritmo, su boca Bogart y esos dientes de filtro y caramelo.

Yo me dejo mucho, soy facilón en las buhardillas. Apenas si abro los ojos; sólo un poco, para ver por dónde va.

Va por mi costado, esa provincia de carne deshuesada, beso a beso hasta la quilla del cuerpo, la cabeza ilíaca.

Se para. Se aleja. Sin más.

Me quedo quieto, esperando continuación. Es una parada técnica, hirviente; un compás de espera y un rezo a mis ganas.

Pero pasan los segundos como finales de película.

—Hola —digo, y mi mano toca su frente. Tiene los ojos cerrados; y además tiene la mano sobre los ojos; veo un párpado tiritar—. ¿Estás bien?

—Sí... es que... te he visto el morao y me ha dado un flash...

Me miro. Me ausculto. Tengo un moratón, sí; en el remache de la piel contra el hueso: la cabeza ilíaca.

—Ah. —No entiendo.

—... —Marta.

—Jajajajaja —me río—. No... —Respiro, me río nervioso, culpabilísimo—. ¿No pensarás que me he follado a alguien mientras no estabas?

—... —Marta.

—Me halagas.

—Ha sido un flash...

—Marta, mírame a los ojos. —Lo hace—. No. He. Follado. Con. Nadie.

—Sólo... por un momento...

—¿Quién me iba a dar un mordisco así?

—No lo sé —dice—. ¿Quién?

 

6.

He bajado al cuarto de baño. Oriné y ahora estoy mirándome al espejo. El morado. Con luz y espejo, con las gafas puestas, lo veo claro. Es un mordisco. Se ve perfectamente la forma de la boca. Debió de ser una boca pequeña, de dientes menudos. Me mordió más arriba, que se ve el reventón de la sangre, mientras que, abajo, el morado resulta menos... ¿Qué coño estoy diciendo? ¿Qué coño estoy pensando? No me ha mordido nadie este fin de semana. Estuve con Rubén y Carmen; con Héctor. Ciento y pico por ciento sexo. De boquilla. ¿De boquilla es el moratón? Dije que era de boca pequeña, sí. Parece un mordisco. Pero no lo es. ¿Me van mordiendo y ni me entero? Soy como un bocadillo que sin sentirse se despieza. No.

Me miro. Me toco. En el espejo. No dejo de ver un mordisco sobre mi carne. No soy capaz de entender ese moratón como otra cosa. Trato de recordar un golpe contra un pomo; una caída; una agresión. No la hay. No hay pomos. Sólo una siesta, recuerdo, y un mechero que despertó conmigo. Un dolor, muy tibio, ahí mismo. Eso es.

 

7.

—Un mechero, Marta, amor. Me dormí sobre el mechero. Date cuenta. Varias horas con el cuerpo sobre la piedra del mechero. ¿No lo ves?

—... Sí...

—Es curioso. La verdad es que parece un mordisco.

Me lo miro otra vez.

—Pero ¿cómo va a ser con un mechero, David? ¡¡¡Cómo cojones va a ser con un mechero!!!

Me pongo en pie; me golpeo levemente contra una viga. Hablo cabizbajo.

—Pues no sé. No sé, joder. Será. No hay más. El mechero. Mira. Este mismo mechero. Sesenta céntimos en el chino. Lo compré y ahí tienes. Moratón. Es así.

 

8.

Bajo por la calle Montera. Es de mañana. Me voy tocando el costado con la mano izquierda. Es la primera vez en mi vida que veo una verdad tan acorralada. Mi cuerpo afloró irónico.

Dudo.
Tú no tienes corazón.

Lo más profundo es la piel.

 

9.

«Cada vez que te lo veo, me pongo enferma.»

 

 

(2007)

 

 

 

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Alberto Olmos
(Segovia, 1975) ha publicado las novelas
A bordo del naufragio
(1998),
Trenes hacia Tokio
(2006),
El talento de los demás
(2007),
Tatami
(2008),
El Estatus
(2009, premio Ojos Crítico RNE) y
Ejército enemigo
(Literatura Mondadori, 2011). Ha sido editor de los volúmenes de miscelánea
Algunas ideas buenísimas que el mundo se va a perder
(Caballo de Troya, 2009) y
Vida y opiniones de Juan Mal-herido
(2010). Gestiona el blog Hikikomori (hkkmr.blogspot.com). Sus artículos y crónicas han aparecido en los diarios
Público
,
El País
o
El Mundo
, y en las revistas
Qué leer
,
Quimera
y
Granta en español
. Esta última lo incluyó en 2010 en su propuesta de los veintidós mejores narradores jóvenes del ámbito hispano.

 

 

Primera edición: noviembre de 2012

 

© 2012, Alberto Olmos

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ISBN: 978-84-15597-46-9

 

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