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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

A este lado del paraíso (33 page)

BOOK: A este lado del paraíso
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Amory sonrió.

—Te ocupas demasiado de ti mismo —oyó que decía alguien. Y de nuevo…

—Sal en busca de algún trabajo…

—No te preocupes…

Imaginó un posible comentario propio.

—Sí; en mi juventud yo era posiblemente un ególatra; pero pronto comprendí que pensar demasiado en uno mismo es algo morboso.

De repente sintió un irreprimible deseo de irse al diablo; y no violentamente, como se iría un caballero, sino desaparecer tranquila y sensualmente. Se imaginaba a sí mismo en una casa de adobes en México reclinado sobre una manta, sus dedos finos y artísticos sosteniendo un cigarrillo, mientras escuchaba las guitarras, que tañían melancólicamente una antigua endecha de Castilla, y una joven aceitunada, con labios de carmín, acariciaba su pelo. Allí podría vivir una extraña letanía, liberado del bien y el mal, a resguardo de todos los sabuesos del cielo y de todo dios (excepto de ese exótico dios mexicano ya de por sí bastante relajado y adicto a los aromas orientales), liberado de todo éxito y esperanza y pobreza para caer en esa indulgencia que, después de todo, conducía al lago artificial de la muerte.

Existían tantos lugares donde uno podía corromperse agradablemente: Port Said, Shanghai, ciertos sitios del Turquestán, Constantinopla, los mares del Sur; tierras de tristeza, de música atormentada y múltiples olores, donde el ansia podía ser un modo y una expresión de vivir, donde las sombras del cielo de noche y los ocasos sólo reflejaban pasiones: el color de los labios y las amapolas.

Desarraigando todavía

Otrora había tenido la capacidad de oler milagrosamente el mal, de la misma manera que un caballo detecta por la noche un puente cortado; pero el hombre de los extraños pies en la habitación de Phoebe se había reducido al aura alrededor de Jill. Su instinto percibía la fetidez de la pobreza, pero ya no rastreaba los mayores males del orgullo y la sensualidad.

No quedaban ya hombres sabios; ya no había más héroes; Burne Holiday había desaparecido de su vista como si no hubiera existido nunca; monseñor había muerto. Amory se había desarrollado gracias a un millar de libros, un millar de mentiras; había escuchado ansiosamente a mucha gente que pretendía saber, pero que no sabía nada. Los ensueños místicos de los santos, que alguna vez le habían llenado de espanto en la horas tranquilas de la noche, ahora le repugnaban. Los Byron y los Brooke que habían desafiado a la vida desde la cumbre de la montaña no eran a la postre más que:
flaneurs
y
poseurs
que, como mucho, confundían la sombra del valor con la sustancia de la sabiduría. Los fastos de su desilusión tomaron forma de una procesión de profetas, atenienses, mártires, santos, hombres de ciencia, donjuanes, jesuítas, puritanos, Faustos, poetas, pacifistas, tan viejos como el mundo; desfilaban ante sus sueños, como alumnos disfrazados en una fiesta colegial, personalidades y credos que habían teñido su alma con sus distintos colores; cada uno de ellos había tratado de expresar la gloria de la vida y la enorme significación del hombre; cada uno presumía de actualizar con sus ridículas generalizaciones todo lo que había ocurrido antes; y después de todo cada uno de ellos dependía de un escenario y un teatro convenientes, ese apetito de fe que tiene el hombre y que le lleva a alimentar su conciencia con la comida más próxima y adecuada.

Las mujeres —de quienes tanto había esperado; cuya belleza había confiado transmutar en obras de arte; cuyos insondables instintos, maravillosamente incoherentes e inarticulados, había pensado perpetuar en los términos de la experiencia— se habían convertido solamente en consagraciones de sus propias posteridades. Isabelle, Clara, Rosalind, Eleanor, a causa de su belleza —alrededor de la cual pululaban los hombres—, habían frustrado toda la posibilidad de contribuir en algo que no fuera un corazón enfermo o una página de palabras mal escritas.

Amory fundaba su falta de fe en la ayuda de los demás en varios arrolladores silogismos. Daba por bueno que su generación —a pesar de haber sido machacada y diezmada por aquella guerra victoriana— era la heredera del progreso. Dejando de lado pequeñas diferencias en las conclusiones, que aunque ocasionalmente podían causar la muerte de varios millones de jóvenes, podían ser fácilmente explicadas; suponiendo que después de todo Bernard Shaw y Bernhardi, Bonar Law y Bethmann-Hollweg eran todos herederos del progreso al conjurarse contra las bromas de las parcas; renunciando a las contradicciones y yendo directamente a aquellos hombres que parecían ser los capitanes, a él le repelían las discrepancias y contradicciones de los propios hombres.

Estaba, por ejemplo, Thornton Hancock, respetado por medio mundo intelectual como una autoridad, un hombre que verificaba y creía en el código en que vivía, un maestro de maestros, consejero de presidentes…; pero Amory sabía que ese hombre, en el fondo, se apoyaba en un sacerdote de otra religión.

Y monseñor, sobre quien se apoyaba un cardenal, tenía momentos de una extraña y horrible falta de seguridad, inexplicable en una religión que incluso explica la falta de creencias en los términos de su propia fe: porque si uno duda del demonio es porque el demonio le hace dudar. Amory había visto ir a monseñor a casas de estólidos filisteos, leer furiosamente novelas populares, saturarse de rutina para escapar del horror.

Y ese sacerdote un poco más sabio y un poco más puro, no había sido —Amory lo sabía— esencialmente mucho más viejo que él.

Amory estaba solo, se había escapado de un cerco para meterse en un gran laberinto. Estaba donde estaba Goethe cuando empezó
Fausto
; donde estaba Conrad cuando escribía
La locura de Almayer
.

Se decía a sí mismo que esencialmente había dos clases de personas que, por natural lucidez o desilusión, dejaban el cerco y buscaban el laberinto. Había hombres como Wells y Platón que conservaban, casi inconscientemente, una extraña y oculta ortodoxia, y que sólo aceptaban para sí lo que fuera aceptable para todos los hombres, románticos incurables que nunca, a pesar de sus esfuerzos, habían de entrar en el laberinto como almas simples; en segundo lugar, esos pioneros combativos, Samuel Butler, Renan, Voltaire, que, progresando mucho más despacio, iban mucho más lejos, no en la línea pesimista de la filosofía especulativa sino ocupados en el eterno intento de encontrar un valor positivo de la vida…

Amory se detuvo. Por primera vez en su vida empezaba a sentir una honda desconfianza hacia todas las generalizaciones y epigramas. Eran demasiado fáciles, demasiado peligrosos para la mentalidad popular. Pero todo pensamiento llegaba a la masa, al cabo de treinta años, por cualquiera de esas formas: Benson y Chesterton habían popularizado a Huysmans y Newman; Shaw había edulcorado a Nietzsche, Ibsen y Schopenhauer. El hombre de la calle conocía las conclusiones del genio fallecido a través de las inteligentes paradojas y didácticos epigramas de otro cualquiera.

La vida era un maldito lío…, un partido de fútbol en que todos los jugadores están en
off-side
, el arbitro se desentiende del juego y todos protestan, porque de haberles dado la razón el arbitro…

El progreso era un laberinto… en el que la gente se sumergía a ciegas para salir enseguida, dando voces de qué lo habían encontrado; el rey invisible, el
élan vital
, el principio de la evolución… Escribir un libro…, desencadenar una guerra…, fundar una escuela…

Incluso, de no haber sido un egoísta, también habría Amory abierto esa investigación sobre sí mismo. El era su mejor ejemplo: sentado bajo la lluvia, una criatura del orgullo y del sexo, despojado por la suerte y por su propio temperamento del bálsamo del amor y de los hijos, preservado para construir la conciencia viva de la raza.

Haciéndose reproches, en plena soledad y desilusión, cruzó el umbral de la entrada al laberinto.

Un nuevo amanecer se extendió por el rio; un taxi tardío corría por la calle, sus faros brillaban todavía, unos ojos de fuego en la cara blanca por la embriaguez de la noche. Una sirena melancólica dejó oír su largo lamento sobre el río.

Monseñor

Amory pensaba en lo mucho que habría disfrutado monseñor en su propio funeral. Fue suntuosamente católico y litúrgico. El obispo O'Neil cantó una misa solemne, y el cardenal impartió las últimas bendiciones. Thornton Hancock, la señora Lawrence, los embajadores inglés e italiano, el nuncio apostólico y una muchedumbre de amigos y sacerdotes…; pero las inexorables tijeras habían cortado todos los hilos que monseñor había reunido en sus manos. Para Amory fue un gran dolor verle tendido en el féretro, las manos plegadas sobre sus vestidos purpurados. Su expresión no había cambiado y, como nunca supo que iba a morir, no mostraba dolor ni miedo. Era el viejo amigo de Amory, y de muchos más a juzgar por las caras condolidas y absortas que llenaban la iglesia; las más exaltadas parecían las más abatidas.

Cuando el cardenal, como un arcángel con capa pluvial y mitra, asperjó el agua bendita, el órgano rompió a sonar, el coro empezó a entonar el
Requiem aeternam
.

Toda aquella gente se dolía porque en alguna medida había dependido de monseñor. Su pena era algo más que un sentimiento por «aquella voz rota o una leve cojera al andar», como decía Wells. Esa gente había recurrido a la fe de monseñor y a su manera de hacerla alegre, de convertir la religión en un juego de luces y sombras, en el cual tanto luces como sombras eran diversos aspectos de Dios. La gente se sentía segura cuando él estaba cerca.

El frustrado sacrificio de Amory sólo había engendrado la completa realización de su desengaño; pero en el funeral de monseñor se engendró el romántico duende que iniciaba su entrada en el laberinto en su compañía. Encontró algo que anhelaba, que siempre había anhelado y siempre anhelaría: no el ser admirado como antes había temido, ni ser amado como se había acostumbrado a creer; sino ser necesitado, ser indispensable; y recordaba la sensación de seguridad que le había dado Burne.

La vida se abría con una de sus sorprendentes y fulgurantes explosiones; y Amory de repente, y para siempre, rechazó un viejo epigrama que con indiferencia le rondaba la cabeza: «Pocas cosas importan, y nada importa mucho.»

Por el contrario, Amory sentía un inmenso deseo de dar a la gente una sensación de seguridad.

El hombre grande de gafas

El día en que Amory inició su marcha hacia Princeton el cielo era una bóveda incolora, fría, alta, sin la amenaza de lluvia. Era un día gris y hacía un tiempo sin encantos; un día de sueños y lejanas esperanzas y visiones claras. Uno de esos días que fácilmente se pueden asociar con las verdades abstractas y puras que se desvanecen con el brillo del sol o se apagan con risa burlona al claro de luna. Los árboles y nubes se dibujaban con clásica severidad; los sonidos del campo se armonizaban con una melodía monótona, metálica como una trompeta, sin un soplo como la urna griega.

El día había inoculado en Amory un estado de ánimo tan contemplativo que provocó algunas molestias a ciertos conductores, obligados a frenar violentamente para no atrepellarle. Tan enfrascado estaba en sus pensamientos que a duras penas quedó sorprendido por aquel extraño fenómeno —amabilidad a cien kilómetros de Manhattan—, cuando un coche que pasaba se detuvo a su lado y una voz le saludó. Se volvió a mirar y vio un magnífico Locomobile con dos hombres de edad media, uno de ellos pequeño e inquieto, aparentemente un apéndice artificial del otro, que era grande, imponente y con gafas.

—¿Quiere que le llevemos? —le preguntó el apéndice artificial, mirando por el rabillo del ojo al hombre imponente como en busca de una habitual y tácita aprobación.

—Ya lo creo. Gracias.

El chófer abrió la puerta y Amory se sentó en el centro del asiento trasero, examinando con curiosidad a sus compañeros de viaje. La principal característica del hombre grande parecía ser una gran confianza en sí mismo, en contraste con un tremendo aburrimiento hacia todo lo que le rodeaba. Los rasgos de su cara que no estaban ocultos por las gafas eran lo que se dice «fuertes»: unos pliegues no faltos de dignidad alrededor de su barbilla; una boca amplia y ese tipo robusto de nariz romana; sus hombros se hundían tranquilamente en el poderoso volumen de su pecho y de su vientre. Iba vestido de manera excelente y digna. Amory percibió que iba inclinado para mirar de frente a la nuca del chófer, como si especulara continua pero inútilmente sobre cierto asombroso problema capilar.

El hombre más pequeño sólo era notable por su completa subordinación a la personalidad del otro. Pertenecía a esa clase de secretarios que a los cuarenta han impreso en sus tarjetas: «Ayudante del Director» y que, sin un suspiro, consagran el resto de sus vidas a un oficio servil.

—¿Va muy lejos? —preguntó el más pequeño con agradable desinterés.

—Todo un viaje.

—¿Para hacer ejercicio?

—No —respondió Amory lacónicamente—. Voy paseando porque no puedo pagarme el viaje.

—¡Ah!

Y de nuevo:

—¿Busca usted trabajo? Hay mucho trabajo —continuó en tono interrogatorio—. Todos esos cuentos sobre la falta de trabajo… En el Oeste hace falta mano de obra.

Se refería al Oeste con un gesto amplio y lateral. Amory asintió con educación.

—¿Tiene usted una profesión?

No, Amory no tenía profesión alguna.

—Empleado, ¿no?

No, Amory no era un empleado.

—Sea lo que usted sea —dijo el hombre pequeño, pareciendo coincidir con algo que había dicho Amory—, ahora tiene la oportunidad de hacer buenos negocios —y miró al hombre grande, como el abogado que interroga las involuntarias miradas del testigo hacia el jurado.

Amory decidió que tenía que decir algo, pero a causa de su vida sólo podía decir una cosa.

—Naturalmente, me gustaría ganar un montón de dinero…

El pequeño rió de forma siniestra pero consciente.

—Es lo que quiere todo el mundo ahora, pero sin trabajar.

—Un deseo muy natural y saludable. Casi toda la gente normal quiere ser rica sin esfuerzo, excepto los financieros de las comedias que sólo quieren hollar a su paso. ¿A usted no le apetece el dinero fácil?

—Claro que no —dijo el secretario indignado.

—Pues, yo —continuó Amóry sin hacerle caso—, como soy muy libre, estoy pensando en el socialismo como una solución.

Los dos hombres le miraron con curiosidad.

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