A este lado del paraíso (29 page)

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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

BOOK: A este lado del paraíso
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—Sigue —dijo Amory amablemente.

—Bueno, como no me asusta la oscuridad, me puse el impermeable y las botas y me vine aquí. Ya ves, yo antes siempre tenía miedo de decir que no creía en Dios por temor de que me podía caer un rayo, y aquí estoy sin que me haya caído ninguno; pero lo importante es que no tenía más miedo que el año pasado cuando era de la Ciencia Cristiana. Ahora ya sé que soy una materialista; estaba fraternizando con la paja cuando saliste tú del bosque, muerto de miedo.

—Eh, tú, desgraciada —gritó Amory indignado—, ¿muerto de miedo de qué?

—De ti mismo —dijo ella, y él saltó. Ella palmeaba y reía—. Mira, mira: a la conciencia… ¡mátala como yo! Eleanor Savage, materialista, poquito a poco…

—Pero yo necesito un alma —objetó él—. No puedo ser racional y no quiero ser molecular.

Ella se inclinó hacia él, siempre con sus ojos como brasas, y le susurró con una especie de romántica conclusión:

—Lo pensaba, Juan, me lo temía… Eres un sentimental. No eres como yo. Yo soy una pequeña romántica materialista.

—No soy un sentimental… y soy tan romántico como tú. La cosa es que, como tú sabes, las personas sentimentales creen que las cosas durarán, mientras que los románticos tienen una desesperada confianza en que no duren. (Era una vieja distinción de Amory.)

—Epigramas. Me vuelvo a casa —dijo ella tristemente—. Vámonos de aquí, paseando hasta el cruce.

Lentamente bajaron del pajar. Ella no permitió que le ayudara; y, apartándolo, con un gracioso salto alcanzó el blando barro donde se sentó por un instante, riéndose de sí misma. Luego se acercó a él; y, metiendo la mano entre las suyas, marcharon de puntillas por los campos, saltando por entre los charcos. Una trascendental delicia parecía brillar en ellos, pues se había levantado la luna, y la tormenta se había marchado hacia el occidente de Maryland. Cuando el brazo de Eleanor le tocó, sus manos se helaron con mortal terror de perder el sombrío pincel con que su imaginación pintaba maravillas de ella; ella era una fiesta y una locura, y él deseaba que su destino se limitara a sentarse con ella para siempre sobre su pajar y ver pasar la vida a través de sus ojos verdes. Su paganismo se elevó aquella noche; y cuando ella desapareció en la carretera como un espectro gris, de los campos surgió una profunda canción que le acompañó hasta su casa. Toda la noche, las mariposas de verano revolotearon alrededor de la ventana de Amory; toda la noche, suaves sonidos se balancearon en místico éxtasis sobre el fondo de plata, mientras él permanecía despierto en la clara penumbra.

Septiembre

Amory eligió cuidadosamente una brizna de hierba y la mordisqueó científicamente.

—Nunca me enamoro en agosto o septiembre —anunció.

—Entonces, ¿cuándo?

—En Navidad o en Pascua. Estoy por la liturgia.

—¡Pascua! —ella arrugó la nariz—. ¡Uf! ¡Primavera en ciernes!

—La Pascua traerá la primavera, ¿no? La Pascua lleva trenzas y un traje de corte.

Ponte las sandalias, oh tú, la más ligera.

Sobre el veloz esplendor de tus pies…

Citó Eleanor dulcemente y añadió:

—Supongo que el Halloween le va mejor al otoño que el día de Acción de Gracias.

—Mucho mejor…, y la Nochebuena va muy bien al invierno, pero el verano…

—El verano no tiene un día —dijo ella—. No es posible tener un amor de verano. Lo ha intentado tanta gente que se ha convertido en un lugar común. El verano no es más que la promesa no cumplida en la primavera, un charlatán en lugar de las noches embalsamadas con que se sueña en abril. Es una estación triste en la que nada crece… No tiene un día.

—El 4 de julio —sugirió Amory con sarcasmo.

—¡Qué gracioso! —ella le fulminó con la mirada.

—Entonces, ¿con qué se puede cumplir la promesa de la primavera?

Ella meditó un momento.

—Oh, creo que con el cielo si existiera —dijo finalmente—, una especie de cielo pagano; deberías ser materialista —continuó irreverentemente.

—¿Por qué?

—Porque te pareces mucho a los retratos de Rupert Brooke.

En cierta medida Amory trataba de imitar a Rupert Brooke en su trato con Eleanor. Todo lo que decía, sus actitudes para la vida, hacia ella y hacia él mismo eran puros reflejos del estilo literario del fallecido inglés. A menudo ella se sentaba sobre la hierba; un viento perezoso jugaba con su corto pelo, y su voz fuerte recorría toda la escala desde Grantchester a Waikiki. Había algo muy apasionado en Eleanor cuando leía en voz alta. Ambos parecían más unidos, física y mentalmente, cuando leían que cuando ella estaba en sus brazos, lo que era muy a menudo, pues casi desde el primer momento se enamoraron. Pero ¿era Amory capaz de amar? Podía como siempre recorrer todas las emociones en media hora; pero incluso cuando se entretenían con sus ilusiones, él sabía que no era capaz de sentir lo que había sentido antes; y supongo que por esa razón se volvieron hacia Brooke y Swinburne y Shelley. Su suerte estaba en poder hacer de todo algo acabado, fino, rico e imaginativo; la imaginación de él y la de ella estaban entrelazadas por delicados tentáculos de oro que reemplazaron a aquel grande y profundo amor que nunca estuvo tan cerca, que nunca como entonces fue tal sueño.

Leían un poema una y otra vez: «Triunfo del tiempo», de Swinburne, cuatro versos del cual seguían después colgando en su memoria en las noches cálidas, mientras contemplaban las mariposas de luz alrededor de los troncos crepusculares y escuchaban el apagado croar de muchas ranas. Entonces Eleanor parecía surgir de la noche para acercarse a él y escuchar su voz ronca, con el tono de un tambor enguatado, que repetía:

¿Merece una lágrima, merece una hora

Pensar en las cosas idas:

Cascaras sin fruto y flores fugitivas.

El sueño perdido y el hecho frustrado?

Fueron presentados oficialmente dos días después, y su tía le contó la historia de ella. Los Ramilly eran dos: el viejo Mr. Ramilly y su nieta, Eleanor. Ella se había criado en Francia con una madre inquieta, que para Amory se parecía mucho a la suya, a cuya muerte había vuelto a América, para vivir en Maryland. Al principio había ido a Baltimore a vivir con un tío soltero, donde se empeñó en ser puesta de largo a los diecisiete años. Pasó un invierno loco y, tras enfadarse con todos sus parientes de Baltimore, que protestaron escandalizados, llegó al campo en marzo. Había surgido una gente frenética que bebía cócteles en coches abiertos y se sentía condescendiente y protectora para con la gente mayor; y Eleanor, con un
esprit
que recordaba el bulevar, conducía a muchos inocentes, que todavía atufaban a St. Timothy y Farmington, por los caminos del vacío bohemio. Cuando la historia llegó a oídos de su tío, un olvidadizo caballero de una época más hipócrita, se produjo una escena de la que salió Eleanor sometida; pero, rebelde e indignada, fue a buscar refugio junto a su abuelo que rondaba por el campo, al borde de la senilidad. Tal fue por el momento toda la historia; el resto se lo contó ella misma, más tarde.

Se bañaban a menudo en el río; y, al flotar perezosamente en el agua, Amory cerraba su mente a todos los pensamientos excepto a los de una tierra de pompas de jabón, bañada por el sol a través de unos árboles inflados de viento. ¿Quién podía pensar o preocuparse o hacer cualquier cosa excepto zambullirse, nadar y bucear en el borde del tiempo mientras se consumían los meses de las flores? Dejar pasar los días mientras tristeza, memoria y dolor seguían existiendo fuera; y antes de volver a encontrarse con ellos deseaba, una vez más, dejarse llevar y ser joven.

Había días en que Amory sentía que la vida había experimentado un continuo progreso a lo largo de un camino que se extendía ante su vista, con un paisaje que cambiaba y se mezclaba, por una serie de rápidas y desconectadas escenas: dos años de sudor y sangre, aquel repentino y absurdo instinto paternal que había despertado Rosalind, la cualidad mitad sensual mitad neurótica de aquel otoño con Eleanor. Comprendía que iba a necesitar todo el tiempo, mucho más del que podía disponer, para pegar aquellas extrañas y enojosas imágenes en el álbum de su vida. Todo parecía un banquete a donde se le invitaba durante media hora de su juventud para disfrutar de los platos más brillantes y epicúreos.

Tímidamente se prometía un momento para reunir todas aquellas piezas juntas. Durante meses le parecía haber alternado entre ser conducido por una corriente de amor y fascinación o haber sido abandonado por la marea; y en las épocas de marea en vez de pensar prefería que le envolviese la ola para arrojarle de nuevo.

—Este otoño desesperado que agoniza y nuestro amor ¡qué bien armonizan! —exclamó un día Eleanor tristemente, tendidos junto al agua.

—El verano judío de nuestros corazones… —se interrumpió.

—Dime —dijo ella finalmente—, cómo era, ¿rubia o morena?

—Rubia…

—¿Era más guapa que yo?

—No lo sé —dijo Amory lacónicamente.

Una noche paseaban mientras se levantaba la luna, derramando gloria sobre el jardín convertido en el país de las hadas donde Amory y Eleanor, oscuras formas fantasmales, expresaban la eterna belleza de los amores de los duendes. Abandonaron la claridad de la luna por la enrejada oscuridad de una pagoda de enredaderas, poblada de aromas tan quejumbrosos que casi parecían musicales.

—Enciende un fósforo —susurró ella—, quiero verte.

¡Chasquido! ¡Resplandor!

La noche y los rugosos troncos parecían el escenario de una comedia; y estar allí con Eleanor, sombría e irreal, le recordaba algo familiar. Amory pensaba que era tan sólo el pasado, más extraño e increíble cada día. La cerilla se apagó.

—Está tan negro como un pozo.

—Ahora no somos más que voces —murmuró Eleanor—, pequeñas voces solitarias. Enciende otro.

—Era el último.

De repente la cogió en sus brazos.

—Eres mía, ya sabes que eres mía —gritó salvajemente… La luna se filtró a través de las enredaderas, y se pusieron a escuchar… Las mariposas volaban alrededor de sus murmullos como para contemplar la gloria que irradiaban sus ojos.

El final del verano

—No hay viento que mueva la hierba; no hay viento que se mueva… El agua… en los estanques ocultos, como el cristal, frente a la luna llena, que clava su oro en su masa de hielo —cantaba Eleanor a los árboles, esqueletos de la noche—. ¿No parece esto espectral? Si eres capaz de llevar el caballo vamos a cruzar el bosque para buscar los estanques ocultos.

—Ya es más de la una, y te vas a buscar un disgusto —objetó él, dándole suavemente con la fusta—. Puedes dejar ese podenco en nuestro establo, que yo te lo enviaré mañana.

—Pero mi tío me tiene que llevar mañana a las siete de la mañana a la estación con ese podenco.

—No seas aguafiestas…, recuerda que tienes tal tendencia a vacilar que te impide ser el faro de mi vida.

Amory llevó el caballo junto a ella e inclinándose la tomó de la mano.

—Dime que lo soy, de prisa, o te saco de ahí y te llevo a la grupa.

Ella le miró, sonrió y sacudió la cabeza con excitación.

—¡Hazlo! No, no lo hagas. ¿Por qué todas las cosas excitantes son tan incómodas: luchar, explorar o esquiar en Canadá? A propósito, tenemos que llegar a Harper's Hill. De acuerdo con el programa, llegaremos a eso de las cinco.

—Bruja del demonio —gruñó Amory—. Me vas a obligar a estar toda la noche de pie y dormir mañana en el tren como un emigrante, hasta Nueva York.

—¡Chist! Alguien viene por el camino, ¡vamos! ¡Uuhjuuh! —Y con un grito que probablemente hizo estremecer al retrasado caminante, dirigió el caballo hacia los bosques, y Amory la siguió lentamente, como la había seguido todos los días durante tres semanas.

El verano había terminado mientras él había consumido sus días observando a Eleanor, un Manfred gracioso y fácil, construyendo castillos en el aire mientras ella se divertía con los artificios de su temperamental juventud y ambos escribían poesía en la mesa del comedor.

Cuando vanidad besó a vanidad, hace de eso un centenar de dichosos junios, él se quedó sin aliento y —toda la gente lo sabe— aparejó sus ojos con la vida y con la muerte:

—¡Guardaré mi amor a través del tiempo! —dijo él…; pero la belleza se desvaneció con su susurro y, en compañía de sus amantes, apareció muerta…

—Antes su ingenio que sus ojos, antes su arte que su pelo.

«El que sepa los trucos de la rima debe ser cauto y pensar antes de acabar el soneto». Y así todas mis palabras —tan ciertas sin embargo— pueden cantarte durante un millar de junios sin que nadie llegue a saber que fuiste la belleza de una tarde.

Así escribió Amory una noche, al considerar qué fríamente se acuerda uno de la dama negra de los sonetos y qué poco se la recuerda de la forma que el gran hombre pretendía que se la recordara. Ya que lo que Shakespeare había pretendido, para ser capaz de escribir con tan divina desesperación, era que la dama sobreviviera…, y ahora no existe verdadero interés por ella… La ironía estriba en que si se hubiera cuidado más del poema que de la dama habría resultado un poema banal, retórica imitativa que nadie leería al cabo de veinte años…

Era la última noche que Amory veía a Eleanor. El se iba de mañana, y habían acordado dar una larga cabalgata de adiós, al fresco claro de luna. Ella dijo que quería hablar, quizá la última vez en su vida que podía ser racional (ella quería decir: tener una pose cómodamente). Y se fueron hacia los bosques y cabalgaron durante media hora sin pronunciar una palabra a excepción de aquel «¡Maldita!» con que se dirigió a una inoportuna rama, de una forma imposible para cualquier otra mujer…, hasta que alcanzaron Harper's Hill con sus fatigados caballos.

—Dios mío, ¡qué tranquilo está esto! —susurró ella—. Mucho más solitario que los bosques.

—Detesto los bosques —dijo Amory, con un estremecimiento—, cualquier clase de follaje o maleza por la noche. Aquí es tan abierto que el espíritu está a gusto.

—La larga pendiente de la larga colina.

—Y la fría luna vertiendo su resplandor.

—Y tú y yo, lo último y más importante.

Era una noche tranquila. El camino que siguieron hasta el borde de la loma era poco frecuentado. Alguna cabaña de un negro, plateada a la luz de la luna, rompía el horizonte de la tierra desnuda; quedaba atrás el oscuro linde del bosque, como una capa de chocolate sobre el blanco bizcocho, y delante, aquel agudo y elevado horizonte. Hacía mucho frío, tanto frío que les hizo olvidar las cálidas noches pasadas.

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