A la caza del amor
puede leerse —o mejor releerse— como un
roman-a-clef
. Desde su dedicatoria
—A Gaston Palewski
, ese gran amor no correspondido de Mitford— a todos y cada uno de sus personajes. Linda será Nancy sólo en cierto modo: también recoge múltiples rasgos e historias de sus hermanas. Como Louisa o las dos hermanas de su madre en la ficción. Tío Matthew —lo hemos dicho antes— es un trasmito del padre de la novelista. Y lord Merlin, un matraz donde caben todos sus amigos de Oxford con bastantes rasgos del esteta Harold Acton. Por no hablar de Fabrice de Sauveterre, que en nada oculta a Gaston Palewski. O el impagable e hipocondríaco personaje de Davey. O la extraordinaria conversación entre tío Matthew y tía Emily a propósito de la educación en los colegios —y no en casa, como fueron educadas las Mitford— y el pernicioso lenguaje y conocimientos adquiridos en ellos, sin duda un germen de
Noblesse oblige
. Es, en fin, uno de esos libros que uno debe llevarse a una isla desierta para no volverse un misántropo.
En noviembre de 2003 yo estaba alojado en el Hotel de la Bourgogne de Parts. Eran los últimos días de preparación de la exposición de Pierre Le-Tan que yo comisariaba para el museo Reina Sofía. El hotel caía muy cerca de casa de Pierre y me habían dado una habitación superior a la que me correspondía por estar las demás llenas. La habitación estaba en el último piso del edificio y consistía en la unión de tres pequeñas mansardas. Su mobiliario era muy parisino y el faro de la torre Eiffel barría la cama con una frecuencia exacta y una luz en sordina. Los interiores que a primera hora de la mañana contemplaba al otro lado de la calle desde la ventana central de mi habitación eran, también, interiores recién abandonados, decorados con gusto exquisito, muy Le-Tan, en fin. Se lo comenté a él una tarde y me dijo que le apetecía verla. Subió conmigo. En la mesilla de noche yo tenía la biografía de las hermanas Mitford, que entonces estaba leyendo. Aparecen en ella muchos de los personajes que Le-Tan ha dibujado. Pierre cogió el libro y me dijo que él había conocido mucho a Diana. ¿A Diana Mosley?, pregunté. Sí, me dijo, fui muy amigo de uno de los hijos de su anterior matrimonio, Guinness. Entonces hablamos de las novelas de Nancy y de cómo tras sus personajes ingleses —los dibujados por Le-Tan— está ese mundo final de
Noblesse oblige
y de la juventud de las Mitford. Luego le pregunté por Palewski. Había estado una vez en su casa, pero a él no lo había conocido. Recordaba su extraordinaria colección de antigüedades y las estancias como un refinado escenario. Es lo más cerca que yo he estado de Nancy Mitford, pero aquellos días de 1982 no hubiera podido imaginar que veintitantos años después estaría escribiendo sobre ella, la mujer que entonces me hizo reír —y aún sigue haciéndolo.
J
OSÉ
C
ARLOS
L
LOP
Existe una fotografía de tía Sadie y sus seis hijos sentados alrededor de la mesa del té en Alconleigh. La mesa está colocada, como estaba entonces, como sigue estando y como siempre estará, en el salón, delante de un enorme hogar de leña. Encima de la repisa y claramente visible en la fotografía cuelga una pala de zapador con la que, en 1915, tío Matthew había matado a golpes a ocho alemanes, uno tras otro, mientras salían de un refugio subterráneo; aparece recubierta todavía de sangre y cabellos, y de niños siempre nos había fascinado. En la imagen, el rostro de tía Sadie, siempre tan hermoso, aparece extrañamente redondo; tiene el pelo abultado y sedoso, y la ropa que lleva es de lo más ñoña, pero no hay duda de que es ella quien está ahí sentada con Robin arrellanado en su regazo y envuelto en mares de encaje. No parece muy segura de qué hacer con la cabeza del niño, y se percibe, aunque no se ve, la presencia de Nanny aguardando el momento de llevárselo. Los demás niños, de edades comprendidas entre los once años de Louisa y los dos de Matt, están sentados en torno a la mesa, vestidos con sus mejores galas o con baberos de encaje y puntillas, y sujetan con la mano tacitas o tazas para el té, según la edad. Todos miran a la cámara con los ojos muy abiertos por el fogonazo del flash, y todos tienen aspecto de no haber roto un plato en su vida, con esas boquitas redondas. Ahí están, quietos como moscas fosilizadas en el ámbar de ese instante: la cámara hace clic y la vida sigue adelante, los minutos, los días, los años, los decenios… llevándoselos cada vez más y más lejos de esa felicidad y esa promesa de juventud, de las esperanzas que tía Sadie debía de haber depositado en ellos y de los sueños que habían soñado. Muchas veces pienso que no hay nada más dolorosamente triste que los viejos grupos familiares.
Cuando era niña pasaba las vacaciones de Navidad en Alconleigh; era una constante de mi vida y, si bien algunas de ellas pasaron sin pena ni gloria, otras estuvieron marcadas por sucesos violentos y adquirieron un carácter propio. Como aquella vez, por ejemplo, en que se incendió el ala de servicio, o aquélla en que mi poni se me cayó encima en el arroyo y estuvo a punto de ahogarme (no tan a punto, porque lo sacaron enseguida, pero se dice que hubo quien vio salir burbujas). También se armó un gran revuelo la vez que Linda, a los diez años, intentó suicidarse para reunirse con un viejo y apestoso border terrier al que tío Matthew había sacrificado. Cogió un cesto entero de bayas de tejo y se las comió; Nanny lo descubrió y le dio mostaza y agua para provocarle el vómito. Luego, tía Sadie tuvo unas «palabras» con ella; tío Matthew le dio un buen tirón de orejas, y la metieron en la cama durante varios días; además, le regalaron un cachorro de labrador que no tardó en ocupar el lugar del viejo border en sus afectos. Fue aún más grave cuando Linda, a los doce años, les explicó a las hijitas de los vecinos, que habían ido a tomar el té, lo que ella creía que eran las «verdades» de la vida. La descripción que había hecho Linda de las «verdades» había sido tan espantosa que las niñas se habían marchado de Alconleigh hechas un mar de lágrimas, con los nervios destrozados para el resto de su existencia y con las posibilidades de una futura vida sexual sana y satisfactoria severamente mermadas. Todo esto tuvo como consecuencia una serie de castigos que fueron desde una buena azotaina, propinada por el propio tío Matthew, hasta la obligación de comer en su habitación, en el piso de arriba, durante una semana entera. También fueron memorables las vacaciones en las que tío Matthew y tía Sadie se fueron a Canadá: los pequeños Radlett corrían a recoger el periódico todos los días con la esperanza de ver que el barco de sus padres se había ido a pique con todo el pasaje a bordo. Anhelaban con toda su alma ser huérfanos de padre y madre; en especial, Linda, quien se veía como la heroína huérfana de
Los problemas de Katy
, empuñando las riendas de la casa con unas manos pequeñitas pero muy capaces. El barco no chocó con ningún iceberg y capeó las tormentas del Atlántico, pero mientras tanto disfrutamos de unas vacaciones maravillosas sin normas de ninguna clase.
Sin embargo, las Navidades que recuerdo con mayor nitidez fueron las de mis catorce años, cuando tía Emily se prometió en matrimonio. Tía Emily era la hermana de tía Sadie y me había criado desde que mi madre, la hermana menor de ambas, decidió que a los diecinueve años era demasiado guapa y demasiado alegre para cargar con una niña. Abandonó a mi padre cuando yo tenía un mes y, posteriormente, huyó tantas veces y con tantas personas distintas que entre la familia y su círculo de amistades se le empezó a aplicar el sobrenombre de la Desbocada; mientras, la segunda mujer de mi padre (igual que, más adelante, la tercera, la cuarta y la quinta) no tenía, como es lógico, grandes deseos de ocuparse de mí. De vez en cuando, cualquiera de estos dos impetuosos progenitores aparecía en mi vida como un cohete, arrojando un resplandor sobrenatural en mi horizonte: llegaban rodeados de glamour y yo ansiaba que me atrapasen en su abrasadora estela y me llevasen lejos, muy lejos, aunque en el fondo sabía lo afortunada que era por tener a tía Emily. Poco a poco, a medida que fui creciendo, perdieron todo el encanto que habían tenido: los fríos cartuchos grises de los cohetes enmohecieron allí donde fueron a caer, mi madre en el sur de Francia con un comandante y mi padre —tras vender todas sus fincas para cubrir sus deudas— en las Bahamas con una vieja condesa rumana. Antes incluso de que me hiciese mayor, buena parte del glamour que los había envuelto se había difuminado, y al final no quedó nada, ni rastro de recuerdos infantiles que los distinguiesen de otros seres de mediana edad. Tía Emily no tenía mucho glamour, pero era mi madre y yo la quería.
Sin embargo, en la época de la que escribo yo tenía una edad en la que la menos fantasiosa de las niñas está convencida de haber sido sustituida por otra niña al nacer, y se cree una princesa de sangre india, Juana de Arco o la futura emperatriz de Rusia. Deseaba con toda mi alma estar con mis padres, y cada vez que se mencionaban sus nombres ponía cara de idiota con la intención de transmitir una mezcla de sufrimiento y orgullo, imaginándolos sumidos en un profundo y romántico pecado mortal.
Linda y yo estábamos obsesionadas con el pecado y, en aquel entonces, nuestro gran héroe era Oscar Wilde.
—Pero ¿qué fue lo que hizo exactamente?
—Una vez se lo pregunté a Pa y se puso hecho una auténtica furia… ¡Uf! ¡Fue horrible! Me dijo: «Si vuelves a pronunciar el nombre de esa costurera en esta casa te daré una buena azotaina, ¿me oyes?». Así que le pregunté a Sadie y me dio una respuesta de lo más ambigua: «Verás, tesoro, la verdad es que nunca lo he sabido a ciencia cierta, pero fuera lo que fuera, tuvo que ser algo peor que el asesinato, algo horrible. Y cielo, no hables de él mientras comemos, ¿quieres?».
—Tenemos que averiguarlo.
—Bob dice que se enterará cuando vaya a Eton.
—¡Qué bien! ¿Crees que fue peor que mamá y papá?
—No, eso es imposible. Oh, qué suerte tienes por tener padres perversos…
Aquella Navidad, a los catorce años, irrumpí en el salón de Alconleigh cegada por la luz después de un trayecto de seis millas desde la estación de Merlinford. Todos los años era igual: llegaba con el mismo tren, a la hora del té, y siempre encontraba a tía Sadie y a los niños alrededor de la mesa debajo de la pala de zapador, exactamente igual que en la fotografía. Siempre la misma mesa y los mismos cacharros para el té: las tazas de porcelana con rosas grandes, la tetera y la bandeja de plata para los bollos encima de las diminutas velas que la mantenían caliente… Los seres humanos, por supuesto, se hacían mayores de forma imperceptible: los bebés se convertían en niños; los niños crecían, y se había producido una incorporación: Victoria, de dos años por aquel entonces. Caminaba como un pato mareado, fuertemente aferrada a una galleta de chocolate con la que se había embadurnado la cara: era un espectáculo horrible, pero a través de la pegajosa máscara brillaba inconfundiblemente el azul de dos firmes ojos Radlett.
Cuando entré en la sala se oyó el estruendoso chirriar de las sillas, y una manada de Radlett se abalanzó encima de mí con la misma intensidad y casi la misma ferocidad que una jauría de sabuesos que se abalanzara sobre un zorro. Todos excepto Linda; ella era la que más se alegraba de verme pero también la que más decidida estaba a no demostrarlo. Cuando hubo cesado el barullo y me senté frente a un bollo caliente y una taza de té, me preguntó:
—¿Dónde has dejado a Brenda? —Brenda era mi ratoncita blanca.
—Le salió una llaga en la espalda y se murió —contesté. Tía Sadie miró a Linda con ansiedad.
—¿Por qué? ¿La estuviste montando? —se burló Louisa.
Matt, que acababa de pasar al cuidado de una institutriz francesa, anunció, imitando la voz aguda de ésta:
—
C'ètait, comme d'habitude, les voies urinaires
.
—Válgame Dios… —exclamó tía Sadie entre dientes.
Unos lagrimones enormes cayeron sobre el plato de Linda. Nadie lloraba tanto ni tan a menudo como ella: cualquier cosa, pero sobre todo cualquier cosa triste relacionada con los animales, la hacía estallar en lágrimas, y luego ya no había quien la hiciese parar de llorar. Era una niña delicada además de extremadamente nerviosa, e incluso tía Sadie, que vivía ajena a la salud de sus hijos, sabía que el exceso de llanto hacía que su hijita pasara las noches en vela, perdiera el apetito y estuviera apática. Los otros niños, y en especial Louisa y Bob, a quienes les encantaba hacer rabiar a los demás, llevaban sus bromas con ella hasta los límites que les permitía el descaro, y de vez en cuando eran castigados por hacerla llorar.
Belleza negra; Owd Bob, un perro maravilloso; Historia de un ciervo rojo
y todos los libros de Seton Thompson formaban parte del catálogo de libros prohibidos por culpa de Linda, quien, en un momento u otro, había sufrido lo indecible con ellos. Había que tenerlos escondidos, porque si se dejaban a la vista, era muy posible que Linda se entregase a intensas sesiones de mortificación. La diabólica Louisa había inventado un poema que siempre conseguía provocar mares de lágrimas:
«Pobre cerillita sin hogar, / no tiene techo ni solar / está triste, pero resiste / la pobre cerillita sin hogar».
Cuando tía Sadie no estaba en casa, los niños lo recitaban en coro lúgubre. En función de su estado de ánimo, a la pobre Linda le bastaba con mirar una caja de cerillas para deshacerse en lágrimas. Cuando, por el contrario, se sentía más fuerte, más capaz de enfrentarse a la vida, aquella clase de bromas sólo conseguían arrancarle del mismísimo estómago una risa desganada. Linda no sólo era mi prima favorita sino también, en aquella época y durante muchos años, mi ser humano favorito. Yo adoraba a todos mis primos, y Linda destilaba, tanto mental como físicamente, la esencia de la familia Radlett: sus facciones rectas, su pelo castaño y liso y sus enormes ojos azules eran un tema sobre el que los rostros de los demás representaban una variación, todos ellos hermosos, pero ninguno tan absolutamente singular como el suyo. Había algo de furia en ella, incluso cuando se reía, cosa que hacía a menudo y casi siempre como forzada, en contra de su voluntad, con una especie de intensidad ceñuda que recordaba los retratos de juventud de Napoleón.
Me daba cuenta de que a Linda le había afectado lo de Brenda mucho más que a mí. Para ser sincera, mi luna de miel con la ratoncita había terminado mucho tiempo atrás; nos habíamos apoltronado en una relación monótona y poco estimulante, en una especie, por así decirlo, de rutina conyugal, y cuando le había salido aquella repugnante llaga en el lomo me había limitado a tratarla como cabría esperar de cualquier persona con un mínimo sentido de la humanidad. Aparte de la impresión que supone encontrar a alguien rígido y frío en su jaula una buena mañana, para mí fue un inmenso alivio que hubieran terminado los sufrimientos de Brenda.