—¿Y qué hay en éste, Davey?
—Oh, eso es lo que se toman los de la división
panzer
antes de entrar en combate. Davey aspiró rápidamente varias veces, algo que, por regla general, indicaba que estaba a punto de sangrarle la nariz y que iban a malgastarse varias pintas de sus valiosos glóbulos rojos y blancos, tan mimados a base de vitaminas, con lo que sus defensas quedarían más mermadas aún.
Tía Emily y yo levantamos la vista con ansiedad de las croquetas que hacíamos girar con desolación en el plato.
—Desbocada —dijo Davey, con severidad—, has vuelto a coger mi aceite de baño Mary Chess.
—Pero Davey, queriiido, si sólo ha sido una gotita…
—Una gotita no hace que apeste toda la habitación; estoy seguro de que lo has estado echando a chorros sin el dosificador. Es una lástima; ese bote es mi ración para un mes. Ha sido una falta de consideración, Desbocada.
—Queriiido, te juro que te compraré más. Tengo que ir a Londres la semana que viene, a la peluquería, y te traeré un bote, te lo prometo.
—Pues yo espero que te lleves a Guan y que lo dejes allí —gruñó tío Matthew—, porque no pienso permitir que se quede en esta casa mucho más tiempo, y no digas que no te lo advertí, Desbocada.
Tío Matthew se pasaba todo el día ocupado con la milicia voluntaria local, y se lo veía feliz, motivado y de un humor especialmente bueno, porque parecía que en cualquier momento podría volver a practicar su afición favorita, la de repartir mandobles a los alemanes, así que sólo se percataba de la presencia de Juan de vez en cuando, y si en los viejos tiempos lo habría echado de la casa en un visto y no visto, Juan ya llevaba casi un mes viviendo en Alconleigh. Sin embargo, empezaba a ser evidente que mi tío no tenía ninguna intención de seguir soportando su presencia mucho más tiempo y que las cosas estaban llegando al límite en lo que a Juan hacía referencia. En cuanto al español, nunca había visto a un hombre de aspecto más desgraciado: vagaba por la casa como alma en pena, sin nada que hacer en todo el santo día, sin poder comunicarse con nadie, mientras que, en las comidas, la cara de asco que ponía era comparable a la de Davey. Ni siquiera tenía ánimo para tocar la guitarra.
—Davey, tienes que hablar con él —le dijo tía Sadie.
Mi madre había ido a Londres a teñirse el pelo y en su ausencia se organizó un cónclave familiar para decidir el destino de Juan.
—Es obvio que no podemos dejarlo en la calle para que se muera de hambre, porque tal como dice la Desbocada, le salvó la vida y, en cualquier caso, tenemos sentimientos humanitarios.
—No hacia los
matadores
—dijo tío Matthew al tiempo que hacía rechinar la dentadura postiza.
—Pero lo que sí podemos hacer es buscarle un trabajo, sólo que antes tenemos que averiguar cuál es su oficio. Bueno, Davey, a ti se te dan muy bien los idiomas, y eres muy listo, así que estoy segura de que si le echas un vistazo al diccionario de español que tenemos en la biblioteca podrás preguntarle a qué se dedicaba en su país antes de la guerra. Por favor, inténtalo, Davey.
—Sí, querido, hazlo —insistió tía Emily—. El pobrecillo parece tan desesperado que estoy segura de que un trabajo le vendría como caído del cielo.
Tío Matthew soltó un resoplido.
—Traedme a mí ese diccionario —masculló—, seguro que encuentro la palabra para decir «lárgate».
—Lo intentaré —dijo Davey—, pero presiento en qué letra va a estar su profesión: en la ge de «gigoló».
—O en otra igual de inútil, como la te de torero o la hache de hidalgo —dijo Louisa.
—Sí, y entonces, ¿qué?
—Entonces, la efe de «fuera de aquí» —apostilló tío Matthew—, y la Desbocada tendrá que mantenerlo, pero bien lejos de mí, por favor lo pido. Tiene que quedarles bien claro a los dos que no soporto más ver a esa costurera paseándose por aquí.
Cuando Davey se compromete a hacer algo, lo hace a conciencia. Se encerró varias horas con el diccionario y anotó muchas palabras y expresiones en un trozo de papel. A continuación llamó a Juan para que fuese al despacho de tío Matthew y cerró la puerta.
Estuvieron muy poco rato y, cuando salieron, ambos llevaban en el rostro amplias sonrisas de satisfacción.
—Lo habrás puesto de patitas en la calle, supongo —dijo tío Matthew con desconfianza.
—No, desde luego que no —repuso Davey—. Al contrario, lo he contratado. Queridos míos, no os lo vais a creer, es tan maravilloso que no tengo palabras: Juan es cocinero. Si lo he entendido bien, era cocinero de un cardenal o algo así antes de la guerra civil. Espero que no te importe, Sadie. Lo considero algo absolutamente providencial: cocina española, tan deliciosa, tan digestiva, tan nutritiva y tan llena de glorioso ajo… Oh, qué felicidad… Se acabaron las albóndigas de veneno… ¿Cuándo podemos deshacernos de la señora Beecher?
El entusiasmo de Davey estaba plenamente justificado, y Juan resultó ser un verdadero genio de los fogones: era algo más que un cocinero de primera categoría; tenía un talento extraordinario para la organización, y sospecho que no tardó en convertirse en el rey del mercado negro. Se acabaron las tonterías sobre ranchos deliciosos y exóticos con unos cuantos trocitos de nada en absoluto: en todas las comidas aparecían aves, mamíferos y crustáceos suculentos; las verduras se servían con unas salsas desmesuradas, y saltaba a la vista que los pudines se preparaban con helado de verdad.
—A Juan se le da de maravilla hacer que cuadren los racionamientos —expresó tía Sadie con su característica vaguedad—. Cuando pienso en la señora Beecher… De verdad, Davey, fuiste tan listo…
Un día le dijo a Davey:
—Espero que la comida no sea ahora demasiado pesada para ti, Davey.
—No, no —repuso éste—, no tengo ningún problema con la comida pesada; es la comida insuficiente la que me hace tantísimo daño.
Juan también se pasaba todo el día preparando conservas y embotellando cosas, hasta que la despensa, que había encontrado vacía, salvo por unas cuantas latas de sopa, empezó a parecer una tienda de ultramarinos de antes de la guerra. Davey la llamaba «la cueva de Alí Baba y los cuarenta ladrones» o «Alí Baba» a secas, y pasaba en ella mucho tiempo, recreándose. Allí delante había meses enteros de sabrosas vitaminas en ordenadas filas, una barrera entre él y aquella hambruna que, bajo el régimen de la señora Beecher, parecía estar a la vuelta de la esquina.
El propio Juan era ahora un hombre muy distinto del refugiado desaliñado y deprimido que se paseaba por la casa sin levantar cabeza. Iba siempre aseado, llevaba una bata y un gorro blancos, parecía haber crecido y no tardó en adquirir una gran autoridad en su cocina. Tanto era así que hasta tío Matthew reconoció la transformación.
—Si fuese la Desbocada, me casaría con él —señaló.
—Conociéndola —dijo Davey—, estoy seguro de que lo hará. A principios de noviembre tuve que ir a Londres un día para hacerle un recado a Alfred, que estaba en Oriente Próximo, y para ver a mi médico. Tomé el tren de las ocho y, como llevaba varias semanas sin tener noticias de Linda, cogí un taxi y me fui directa a Cheyne Walk. Había habido un violento ataque aéreo la noche anterior, y pasé por varias calles plagadas de cristales rotos; muchos edificios seguían en llamas, y los camiones de bomberos, las ambulancias y los equipos de rescate iban de acá para allá a toda prisa; en varias ocasiones, las calles estaban cortadas y tuvimos que tomar un desvío. Se respiraba un ambiente de gran nerviosismo; había grupos reducidos de gente a las puertas de las tiendas y las casas, como si estuviesen cambiando impresiones, y mi taxista se pasaba el rato volviendo la cabeza para hablarme; me contó que había pasado la noche en veía ayudando a los equipos de rescate y me describió lo que había visto.
—Una masa esponjosa de color rojo —dijo, morbosamente— toda llena de plumas.
—¿De plumas? —exclamé, horrorizada.
—Sí, es que estaba durmiendo en un colchón de plumas, ¿sabe usted? Todavía respiraba, así que me lo llevé al hospital, pero van y me dicen que no pueden hacer nada, que me lo lleve al depósito de cadáveres. Así que lo metí en un saco y me lo llevé al depósito.
—Cielo santo —exclamé.
—Bah, eso no es nada en comparación con todo lo que he visto.
En Cheyne Walk me abrió la puerta la simpática asistenta de Linda, la señora Hunt.
—Está muy mal, señora —me dijo—. ¿No se la puede llevar al campo con usted? No le conviene quedarse aquí en su estado. No me gusta nada verla así.
Linda estaba en el cuarto de baño, vomitando. Cuando salió, dijo:
—No creas que es el ataque aéreo lo que me ha hecho enfermar; a mí me gustan. Estoy embarazada, por eso estoy así.
—Querida, creía que no podías tener más hijos, que te habían dicho que podía ser peligroso.
—¡Bah, los médicos! ¿Qué sabrán ellos? No saben nada, son todos una panda de idiotas. Pues claro que puedo; de hecho, me muero de ganas. Éste no se va a parecer en nada a Moira, ya lo verás.
—Yo también estoy esperando otro niño.
—¿De verdad? ¡Qué bien! ¿Para cuándo?
—Para finales de mayo.
—Huy, igual que yo…
—Y Louisa para marzo.
—Vaya, vaya, ¿qué te parece? No hemos perdido el tiempo, ¿eh? Pues me parece estupendo, así podrán ser Ísimos todos juntos.
—Escucha, Linda, ¿por qué no vuelves conmigo a Alconleigh? ¿Qué sentido tiene quedarse aquí con todo lo que está pasando? No puede ser bueno para ti ni para el niño.
—A mí me gusta —respondió—. Es mi hogar y me gusta estar en él. Además, es posible que alguien aparezca de repente, sólo unas cuantas horas, y que quiera verme, y si me quedo aquí sabrá dónde encontrarme.
—Te matarán —dije— y entonces no sabrá dónde encontrarte.
—Fanny, querida, no seas boba; en Londres viven siete millones de personas. ¿De verdad crees que las matan a todas por las noches? Nadie muere en los ataques aéreos; hay mucho ruido y mucho jaleo, sí, pero no parece que muera mucha gente.
—No digas eso… —dije—. Toca madera. Dejando aparte si puedes acabar muerta o no, no te sienta bien. Estás feísima, Linda.
—No estoy tan mal cuando me maquillo. Tengo muchas náuseas, ése es el problema, pero no tiene nada que ver con los ataques aéreos, y esa parte se acabará pronto y volveré a encontrarme perfectamente.
—Bueno, tú piénsalo —insistí—. En Alconleigh se está muy bien, la comida es excelente…
—Sí, eso me han dicho. Merlin vino a verme, y sus historias de zanahorias confitadas nadando en nata me hicieron la boca agua. Dijo que había estado a punto de tirar la ética por la borda y sobornar a ese tal Juan para que se fuese con él a Merlinford, pero entonces descubrió que eso incluía también a la Desbocada, y no podía soportarlo.
—Tengo que irme —dije, titubeante—. No me gusta nada dejarte aquí, querida. Ojalá volvieses conmigo.
—Tal vez vaya más adelante, ya veremos.
Bajé a la cocina y me encontré a la señora Hunt. Le di algo de dinero por si surgía una emergencia y el número de teléfono de Alconleigh, y le supliqué que me llamase si pensaba que podía hacer algo.
—No va a dar su brazo a torcer —dije—. He hecho todo lo que he podido para convencerla, pero no ha servido de nada; es más terca que una mula.
—Ya lo sé, señora. Ni siquiera sale de casa a tomar el aire; se pasa un día sí y otro también sentada junto a ese teléfono, jugando sola a las cartas. Tampoco está bien que duerma aquí sola, en mi opinión, pero no atiende a razones. Anoche, señora, . . ¡Uf! Fue horrible, toda la noche bombardeándonos. Y le aseguro que con esas puñeteras armas los nuestros no le dieron ni a uno solo, digan lo que digan los periódicos. Para mí que tienen a mujeres disparando, y si es así, entonces no me extraña nada. ¡Mujeres!
Al cabo de una semana, la señora Hunt me llamó por teléfono a Alconleigh. La casa de Linda había recibido el impacto directo de una bomba y todavía estaban excavando para buscarla.
Tía Sadie había salido en el primer autobús hacia Cheltenham para hacer unas compras y tío Matthew no aparecía por ninguna parte, así que Davey y yo cogimos su coche, lleno de gasolina de la milicia local, y corrimos a Londres como alma que lleva el diablo. La casita estaba en un estado de ruina absoluta, pero Linda y su bulldog habían resultado ilesos: un vecino los había rescatado y los había metido en la cama en su casa. Linda estaba roja y exaltada, y no podía parar de hablar.
—¿Lo ves? —dijo al verme—. ¿Qué te dije de los ataques aéreos, Fanny? Que no muere nadie. Aquí estamos, eméritos. Mi cama se hundió en el suelo y Plon-plon y yo caímos con ella, todo la mar de cómodo.
En aquel momento llegó un médico y le administró un sedante. Nos dijo que seguramente se dormiría y que cuando se despertase podríamos llevárnosla a Alconleigh. Telefoneé a tía Sadie y le dije que tuviese lista una habitación.
El resto del día, Davey estuvo tratando de rescatar las cosas de Linda: su casa y sus muebles, su precioso Renoir y todo cuanto había en su dormitorio estaba completamente destrozado, pero pudo salvar unos cuantos pedazos de los restos astillados de sus armarios, y encontró en el sótano, intactos, los dos baúles llenos de ropa que le había enviado Fabrice desde París. Cuando salió de las ruinas de la casa, Davey parecía un molinero, cubierto de polvo blanco de la cabeza a los pies, y la señora Hunt nos llevó a su casa y nos dio de comer.
—Supongo que Linda tendrá un aborto —le dije a Davey— y estoy segura de que es lo mejor. Es muy peligroso para ella tener este niño; mi médico está horrorizado.
Sin embargo, no sólo no abortó, sino que dijo que la experiencia le había sentado de maravilla y que gracias a ella había dejado de sentir náuseas. Puso reparos de nuevo a marcharse de Londres, pero sin demasiada convicción; yo señalé que si alguien la buscaba y encontraba la casa de Cheyne Walk en ruinas, lo más seguro sería que se pusiese en contacto de inmediato con Alconleigh. Le pareció un razonamiento lógico y accedió a venir con nosotros.
Entonces llegó el invierno, para asentarse con su rigor habitual sobre las tierras altas de los Cotswolds. El aire era helado y vigorizante, como el agua fría, sumamente agradable si se salía a montar o a dar paseos cortos y rápidos y había una casa cálida a la que regresar. Sin embargo, la calefacción de Alconleigh nunca había funcionado del todo bien, y supongo que, con los años, las tuberías se habían cubierto por completo de sarro; en cualquier caso, estaban menos que tibias. Al entrar en el vestíbulo, directamente del aire glacial exterior, se percibía cierto calorcillo momentáneo, aunque éste menguaba rápidamente, y poco a poco, a medida que se ralentizaba la circulación sanguínea, un cruel entumecimiento se apoderaba del cuerpo. Los hombres de la casa, es decir, los viejos que no estaban en el ejército, no tenían tiempo de cortar leña para las chimeneas, pues estaban ocupados día y noche, bajo el liderazgo de tío Matthew, excavando, construyendo barricadas y fortines y, en general, preparándose para convertirse en un incordio para los alemanes antes de acabar como carne de cañón.