Al final, con una voz que pretendía impresionar por su furia pero que se transformó en un chillido tembloroso a través del pañuelo, Linda dijo:
—
Allez-vous en
.
El hombre la cogió de la mano y la puso en pie como respuesta.
—
Bonjour, bonjour
—dijo—.
Voulez-vous vous en aller
? —insistió Linda, en un tono más vacilante, pues al menos allí había un ser humano que mostraba algún interés por ella. Entonces se acordó de Suramérica.
—
II faut expliquer que je ne suis pas
—dijo—
une esclave blanche. Je suis la fille d'un très important lord anglais
.
El francés se echó a reír a carcajadas.
—No hace falta —respondió en el inglés perfecto de alguien que lo ha hablado desde pequeño— ser Sherlock Holmes para adivinarlo.
Linda se ofendió un poco; una inglesa en un país extranjero puede estar orgullosa de su nacionalidad y su clase sin por ello desear que ambas sean tan evidentes para todo el mundo.
—Las mujeres francesas —siguió diciendo él— cubiertas de
les marques extérieurs de la richesse
no se sientan a llorar en sus maletas en la Gare du Nord a primera hora de la mañana, mientras que las
esclaves blanches
siempre van acompañadas de sus protectores, y salta a la vista que, ahora mismo, usted está completamente desprotegida.
Sus palabras parecían lógicas, y Linda se ablandó.
—Bueno —dijo—, la invito a comer, pero primero deberá darse un baño, descansar y ponerse un paño de agua fría en la cara.
Le recogió el equipaje y paró un taxi.
—Suba, por favor.
Linda se subió; no estaba segura, ni mucho menos, de que aquélla no fuese la carretera a Buenos Aires, pero algo la empujó a obedecer. Su capacidad de resistencia estaba en las últimas y no veía otra alternativa.
—Al Hotel Montalembert —le indicó el hombre al taxista—.
Rue du Bac. Je m'excuse, madame
, por no llevarla al Ritz, pero ahora mismo tengo la corazonada de que el Hotel Montalembert es ideal para su estado de ánimo. Linda iba sentada muy rígida en su rincón del taxi, con un aspecto muy formal, o al menos, así lo esperaba. Como no se le ocurría nada pertinente que decir, se quedó callada. Su acompañante tarareaba una tonada; parecía muy divertido. Cuando llegaron al hotel, le pidió una habitación, le ordenó al ascensorista que la acompañase hasta la puerta, le dijo al
concierge
que le subiese un
café complet
a la habitación, la besó en la mano y dijo:
—
À tout à l'heure
. Volveré a recogerla un poco antes de la una y saldremos a comer.
Linda se dio su baño, desayunó y se metió en la cama. Cuando sonó el teléfono, estaba tan profundamente dormida que le costó muchísimo despertarse.
—
Un monsieur qui demande madame
.
—
Je descends tout de suite
—respondió, pero tardó más de media hora en estar lista.
—¡Ah! Me ha hecho esperar… —dijo él, besándole la mano o, al menos, haciendo el amago de llevarse la mano de ella hasta los labios para soltarla de forma bastante repentina—. Eso es muy buena señal.
—¿Señal de qué? —quiso saber Linda. Los esperaba un biplaza en la puerta del hotel, y ella se montó; de nuevo se sentía cada vez más dueña de sí misma.
—Pues, de esto y de aquello… —respondió él, pisando el embrague—, es un buen augurio para nuestro
affaire
, que será feliz y duradero.
Linda se puso muy tiesa, inglesa e incómoda, y dijo con timidez:
—No vamos a tener ningún
affaire
.
—Me llamo Fabrice. ¿Y usted?
—Linda.
—Linda.
Comme c'est joli
. Conmigo, lo habitual es que dure cinco años.
Llegaron a un restaurante, donde los condujeron, con cierta deferencia, a una mesa en un lujoso rincón de color rojo. El pidió la comida y el vino en un francés apresurado, la clase de francés que Linda no podía entender, sinceramente, y a continuación, apoyando las manos en las rodillas, se volvió hacia ella y dijo:
—
Allons, racontez, madame
.
—
Racontez
¿el qué?
—Pues qué va a ser… La historia, por supuesto. ¿Quién la dejó llorando sentada en esa maleta?
—No me dejó él; lo dejé yo. Era mi segundo marido, y lo he dejado para siempre porque se ha enamorado de otra mujer, una trabajadora social, no creo que sepa lo que es, porque estoy segura de que aquí no hay de eso. Lo único es que eso empeora las cosas.
—Una razón muy curiosa para dejar a un segundo marido; seguro que con su experiencia ya se habrá dado cuenta de que enamorarse de otra mujer es algo que suelen hacer a menudo, ¿no? Pero no hay mal que por bien no venga, y no me quejo, pero ¿por qué la maleta? ¿Por qué no se sube a un tren y vuelve con
monsieur
el lord importante, su padre?
—Eso era lo que me disponía a hacer cuando me he encontrado con que me ha caducado el billete de vuelta. Sólo tenía seis chelines y tres peniques, no conozco a nadie en París y estaba agotada, así que me he echado a llorar.
—El segundo marido… ¿por qué no le pidió dinero prestado? ¿O es que se marchó dejándole una nota en la almohada? Me consta que las mujeres nunca se resisten a esos pequeños alardes literarios que luego hacen que sea muy difícil volver a casa.
—Bueno, el caso es que está en Perpiñán, así que no habría podido volver de todos modos.
—Ah, conque vivía con su segundo marido en Perpiñán. ¿Y se puede saber qué hacían allí, en nombre de Dios?
—En nombre de Dios estábamos intentando que los franchutes dejasen de fastidiar de semejante manera a los pobres
epagnards
—dijo Linda con brío.
—Se dice
espagnols
. Así que los estamos fastidiando, ¿eh?
—Ahora ya no tanto. Al principio, muchísimo.
—¿Y qué se suponía que debíamos hacer con ellos, eh? No los invitamos, ¿sabe?
—Los encerraron en campos de refugiados en los que sopla un viento insoportable y los dejaron a la intemperie durante semanas enteras. Murieron centenares.
—No es tan sencillo cobijar sin apenas tiempo a medio millón de personas. Hicimos lo que pudimos, les dimos de comer… El hecho es que la mayoría de ellos siguen vivos.
—Todavía hacinados en campos.
—Mi querida Linda, no esperaría que los dejásemos sueltos por la campiña francesa sin dinero en el bolsillo. ¿Cuales cree que habrían sido las consecuencias? Utilice el sentido común.
—Deberían movilizarlos para que luchen contra el fascismo en la guerra que se avecina y que empezará un día de éstos.
—Le ruego que hable de cosas que conozca bien y no se altere tanto. No tenemos equipo suficiente para nuestros propios soldados en la guerra contra Alemania, que se avecina, sí, pero que no empezará cualquier día de éstos sino después de la cosecha, seguramente en agosto. Y ahora hábleme de sus maridos; es un tema mucho más interesante.
—Sólo he tenido dos. El primero era conservador, y el segundo, comunista.
—Justo lo que me imaginaba: el primero es rico y el segundo es pobre. Es evidente que ha tenido un marido rico; se nota por el neceser y el abrigo de pieles, aunque es de un color espantoso y por lo que parece, por cómo lo lleva doblado en el brazo, también está en muy malas condiciones. Aun así, el visón siempre indica un marido rico en alguna parte. Y luego ese horrendo traje de lino que lleva… salta a la vista que lo ha comprado ya hecho. —Es usted un grosero; es un traje muy bonito.
—Y del año pasado. Verá que este año se llevan las chaquetas más largas. Le compraré algo de ropa; si fuese bien vestida sería bastante guapa, aunque es cierto que tiene los ojos muy pequeños. Son azules, un buen color, pero pequeños.
—En Inglaterra —repuso Linda— me consideran una auténtica belleza.
—Bueno, tiene algo, sí.
Y así, esta ridícula conversación se prolongó durante un buen rato, pero era ridícula sólo en apariencia; Linda estaba sintiendo lo que no había sentido nunca por ningún hombre: una irresistible atracción física. Se sentía confusa y aterrorizada. Se dio cuenta de que Fabrice, al igual que ella, era plenamente consciente de cómo iban a acabar, y aquello era lo que la asustaba tanto. ¿Cómo podía ella, Linda, a quien tanto asco y horror le producían las relaciones esporádicas, permitir que la sedujera un extranjero cualquiera y, después de una hora escasa en su compañía, morirse de ganas de irse a la cama con él? Ni siquiera era guapo; era exactamente igual que los cientos de morenos con sombrero de fieltro que se ven en las calles de cualquier ciudad francesa. Sin embargo, había algo en su forma de mirarla que le hacía perder el sentido. Estaba profundamente escandalizada y, al mismo tiempo, intensamente excitada.
Después de comer salieron del restaurante y se encontraron con un sol espléndido.
—Venga a ver mi piso —dijo Fabrice.
—Preferiría ver París —contestó Linda.
—¿Conoce la ciudad?
—No había venido nunca, en toda mi vida.
Fabrice se quedó perplejo.
—¿Que nunca había estado en París? —no podía creérselo—. Qué gran placer para mí, poder enseñárselo todo… Hay tanto que ver que tardaremos semanas.
—Por desgracia —dijo Linda—, me voy a Inglaterra mañana mismo.
—Sí, claro. Entonces debemos verlo todo esta tarde.
Recorrieron lentamente unas cuantas calles y plazas y luego fueron a dar un paseo por el Bois. Linda no podía creer que acabara de llegar allí, que aquél fuera todavía el mismo día que había visto amanecer, cargado de promesas, a través de su bruma de lágrimas matinales.
—Qué suerte tiene por vivir en una ciudad así —le dijo a Fabrice—. Aquí sería imposible ser infeliz.
—No es imposible —repuso él—. Las emociones se intensifican en París; se puede ser más feliz y también más infeliz que en cualquier otra parte, pero siempre es una alegría vivir aquí, y no hay nadie tan desgraciado como un parisino exiliado. El resto del mundo nos parece insoportablemente frío y gris, un lugar donde no merece la pena vivir. —Hablaba con gran sentimiento.
Después de la merienda, que tomaron al aire libre en el Bois, condujo despacio de vuelta a París, detuvo el coche frente a una casa antigua de la Rué Bonaparte y dijo, de nuevo:
—Venga a ver mi piso.
—No, no —insistió Linda—. Ha llegado el momento de hacer hincapié en que soy
une femme sérieuse
.
Fabrice se puso a reír a carcajadas.
—¡Ay! —exclamó, sin dejar de carcajearse—. ¡Qué divertida es usted! Menuda frase:
une femme sérieuse
, ¿de dónde la ha sacado? Y si es tan seria, ¿cómo explica lo del segundo marido?
—Sí, reconozco que me equivoqué, que cometí un gravísimo error, pero eso no es motivo para perder el control, caer rodando por la pendiente, dejar que un desconocido me aborde en la Gare du Nord e irme inmediatamente con él a ver su piso. Y por favor, ¿sería tan amable de prestarme algo de dinero? Quiero coger el tren a Londres mañana por la mañana.
—Por supuesto, faltaría más —respondió Fabrice.
Le puso un fajo de billetes en la mano y la llevó al Hotel Montalembert. No pareció conmoverse gran cosa con su discurso y anunció que volvería a las ocho en punto para llevarla a cenar.
El dormitorio de Linda estaba lleno de rosas y le recordó el día en que nació Moira.
«La verdad —pensó para sí, con una sonrisa nerviosa—, esto es una seducción de novela rosa en toda regla. ¿Cómo es posible que vaya a dejarme engañar así?».
Pero sintió cómo la embargaba una felicidad extraña, salvaje y desconocida, y supo que aquello era el amor. Dos veces en su vida lo había confundido con otra cosa; era como cuando una persona va por la calle y ve a alguien que cree que es un amigo suyo: le silba, le hace señas y corre hacia él, pero no sólo no es el amigo, sino que ni siquiera es parecido. Al cabo de unos minutos aparece el amigo y entonces resulta incomprensible haber podido confundir a otra persona con él. Linda estaba contemplando ahora el verdadero rostro del amor y lo sabía, pero la asustaba que hubiese llegado de una forma tan fortuita, a consecuencia de una serie de accidentes. Intentó recordar cómo se sentía cuando quería a sus dos maridos, al principio. Debió de haber alguna emoción fuerte y apremiante; en ambos casos había trastocado su vida, había disgustado a sus padres y amigos para poder casarse con ellos, pero no lo recordaba. Sólo sabía que nunca en toda su vida, ni siquiera en sueños, y eso que había tenido grandes sueños de amor, había sentido nada remotamente parecido. Se dijo una y otra vez que al día siguiente debía volver a Londres, pero en el fondo sabía que no tenía ninguna intención de regresar.
Fabrice la llevó a cenar y luego a un
night-club
, donde no bailaron sino que charlaron sin parar. Linda le habló de tío Matthew, de tía Sadie, de Louisa, de Jassy y de Matt, pero él no tenía bastante y la azuzó para que llegase hasta la exageración sobre sus familiares y sus distintas peculiaridades.
—
Et Jassy… et Matt… alors, racontez
.
Y ella se lo contó todo, durante horas.
En el taxi de vuelta, ella se negó otra vez a ir al piso de él y a permitirle que fuese al hotel con ella. Fabrice no insistió; no trató de cogerla de la mano ni la tocó siquiera, sino que se limitó a decir:
—
C'est une résistance magnifique, je vous félicite de tout mon coeur, madame
.
En la puerta del hotel, ella le tendió la mano para despedirse. Él la tomó entre las suyas y la besó con ganas.
—
Á demain
—dijo, y se subió al taxi.
—
Allô, allô
.
—Hola.
—Buenos días. ¿Está desayunando?
—Sí.
—Me había parecido oír el tintineo de una taza de café. ¿Está bueno?
—Está tan delicioso que tengo que pararme a propósito por miedo a terminármelo demasiado deprisa. ¿Usted se está tomando el suyo?
—Ya me lo he tomado. Ha de saber que me gusta mucho tener largas conversaciones por la mañana y que esperaré de usted que me
racontez des histoires
. —¿Cómo Sherezade?
—Sí, exacto. Y no quiero oír ese tonillo de «ahora tengo que colgar», como hacen siempre los ingleses.
—¿A cuántos ingleses conoce?
—A unos cuantos. Fui al colegio a Inglaterra, y también estudié en Oxford.