—Dios, que no olvida a sus hijos, quiso dejársela por socia y guardiana—Perpetua se santigua y besa una cruz que forma colocando el pulgar sobre el índice, y yo, que voy atando cabos, comprendo que Matilde Lina y la santa bailarina deben ser, de alguna extraña manera, una misma figura, virgen y madre, a la vez pródiga en amor e inalcanzable.
La vida, avasalladora, siguió su curso y cada quien se defendió como pudo, y en las décadas siguientes, que por falta de testigos sólo he podido reconstruir a parches, Siete por Tres, quien como he dicho tiene la costumbre de no hablar de sí, creció y llegó a adulto, se diría que contra toda evidencia. Supongo que si lo logró fue gracias a su obstinación de peregrino, a las leyes solidarias del camino, al amparo de los generosos y a la benevolencia de su Virgen tutelar. Tal vez al sexto dedo de la buena suerte y, por encima de todo, a ese inexorable empeño en seguirle el rastro a su amor.
Se había acabado la llamada Guerra Chica y había empezado otra que ni nombre tenía y que andaba mermando a la población, cuando apareció Siete por Tres en esta ciudad petrolera y ardiente de Tora, vestido de lienzo blanco como la gente del campo, con su Virgen bailarina bien envuelta en plástico y amarrada con piola, y afianzada en la cabeza la convicción de que aquí encontraría por fin a Matilde Lina, según información que le había suministrado una mujer en San Vicente de Chucurí.
—¿Ya la buscó en Tora? —le había dicho aquella señora—. Allá conocí a una que se ganaba la vida lavando y planchando, y que encaja justo con su descripción.
Miles acudían acicateados por la necesidad a esta feria de las ilusiones, adivinando en el oro negro su tabla de salvación y atraídos por los decires que flotaban en el aire con aleteo de futuro.
—Allá hay trabajo; en la refinería necesitan gente.
—En dos meses mi tío ganó suficiente para vivir todo el año.
—El petróleo da para todos.
—En Tora las cosas van a andar mejor.
Mientras los hombres soñaban con conseguir enganche en la refinería, las prostitutas y las muchachas casaderas soñaban con conseguirse un obrero petrolero, famosos en el país por bien pagos, despilfarradores y dispuestos. Se decía que el billete que soltaban alcanzaba no sólo para la manutención de esposas y queridas, sino también para el bienestar de vivanderas, vendedoras de empanadas y mazorca asada, masajistas, rezanderas, destiladoras de aguardiente, modistas, estriptiseras y vendedoras de lotería.
El sueño de Siete por Tres era propio suyo, no compartido con nadie. Recorría el territorio en dirección contraria a la multitud, con la única expectativa de toparse cara a cara con su Desaparecida a la vuelta de cualquier esquina, y toda esquina era una ansiedad que tras el cruce se volvía desengaño.
—Le compré una medalla de oro y una camisa de encaje—me cuenta—para que no me sorprendiera el reencuentro sin un regalo que darle, y no me daba el lujo de un descanso por temor a quedarme dormido y que ella pasara de largo.
Una medalla de oro y una camisa de encaje. Una medalla de oro y una camisa de encaje. Esta noche no puedo dormir: me lo impide el calor. Me lo impide saber que alguna vez quiso regalarle una medalla de oro y una camisa de encaje.
—Aquí viene a parar el mundo entero, y tarde o temprano tendrá que venir también ella—se repetía por ese entonces Siete por Tres cada vez que sentía avecinarse una crisis de fe, y dejaba que sus días transcurrieran entre los malleros, pero sin hacer causa común con ellos. El mallero es uno que se cuelga a la esperanza, pegándose a la alta malla metálica que rodea a la refinería para impedir que penetren los afueranos y los sin–carné. Un mes, dos, cinco meses puede permanecer el mallero allí parado, a sol y a sereno, aguardando a que lo dejen entrar y lo enganchen en la nómina. A lo largo de la malla se agolpan por racimos, aferrados a esa promesa que nadie les ha hecho, al aguardo de la oportunidad que la vida les está debiendo.
En medio de aquel hacinamiento, Siete por Tres veía desfilar toda suerte de pájaros, arremolinados, expectantes y alertas: soldadores que venían siguiendo la voz del tubo de petróleo desde Tauramena, Cusiana o Arabia Saudita; esmeriladores que ya habían probado suerte en Saldaña, Paratebueno o Irak; egresados del Sena, bachilleres técnicos, aventureros, pichones de ingeniero, siendo el más raro de todos el propio Siete por Tres, que deambulaba sin otro propósito que ir preguntando si alguien por casualidad conocía, de vista o de oídas, a una mujer sasaimita de mirada inconstante y poco hablar, de nombre Matilde Lina, lavandera de oficio. Si le pedían especificaciones reconocía en un susurro que era igual a todas, ni alta ni baja, ni blanca ni negra, ni linda ni fea, ni coja, ni boquinche ni lunareja, nada, nada en el mundo que la distinguiera de las demás, salvo los muchos años de vida que él había empeñado en buscarla.
La oferta de trabajo abundó para los primeros en llegar, alcanzó para los segundos, escaseó para los terceros. La empresa cerró la contratación de personal y de ahí en adelante el resto se quedó esperando, sin límite de aguante, hasta el día sin cuenta en que la malla se abriera para acogerlos.
—Nos habíamos convencido de que el petróleo era varita mágica que remediaba todo mal—dice Perpetua, quien también llegó a Tora montada en el embeleco—. Y alguna vez quizás lo fuera pero después ya no, aunque a muchos la idea se les había incrustado en la confianza como piedra en el zapato. Mientras unos se largaban, empujados por el desencanto, otros tantos iban llegando. Los veíamos aparecer sin equipaje, mirando alrededor con unos ojos de ojalá que sabíamos reconocer, porque todos alguna vez tuvimos que mirar de ese modo. Los que estábamos desde antes nos apretábamos para abrirles sitio y no les advertíamos, porque ya la experiencia se encargaría de apagarles el ojalá de la mirada.
A punta de pasar tiempo y de no comer, enflaquecieron los hombres al pie de la malla. Las mujeres de las empanadas alzaron con sus canastos para ir a vender a otra plaza y las niñas solteras dieron en soñar más bien con militares o con buscadores de esmeraldas. Hasta el ánimo inquebrantable de Siete por Tres presentó señales severas de descreimiento y de fatiga, como esa noche aturdida que tanto habría de pesarle en la conciencia, cuando invirtió el último billete en una parranda de ron blanco, le regaló la blusa de encaje destinada a Matilde Lina a cualquier puta joven de sonrisa honesta y, tras una hora de amor, le encimó la medalla.
Y yo aquí pensando en todo esto, tan lejos de mi propio entorno y acostada en esta cama revuelta, sin poder dormir. Me lo impide el calor. Me lo impide el ruido de la planta eléctrica. Me lo impide el miedo que de noche se agazapa en los rincones de este lugar asediado. Me lo impide saber que un hombre llamado Siete por Tres, si es que tal cosa es nombre, una vez, hace tiempo, le compró a su amada una camisa de encaje y una medalla.
E
s éste un lugar ajeno y lejano de todo lo mío, regido por códigos privativos que a cada instante me exigen un enorme esfuerzo de interpretación. Sin embargo, por razones que no acabo de esclarecer, es aquí donde está en juego lo más interno y pertinente de mi ser. Es aquí donde resuena, confusa pero apremiante, la voz que me convoca. Y es que yo, a mi manera peculiar y aunque ellos no se den cuenta, también hago parte de la multitud errante, que me arrastra por entre encuentros y desencuentros al poderoso ritmo de su vaivén.
Siete por Tres tampoco se percata. Al igual que los demás, me ve como un punto fijo al cual se puede arrimar; como una de las vigas que sostienen el albergue que lo acoge en medio de su viaje sin final. Él viene hacia donde yo ya estoy: cómo o por qué llegué, de dónde vine, para dónde voy, es algo que no se pregunta. Da por sentada mi permanencia, y yo, aun sabiéndola incierta, lo invito a que cuente con ella. Y lo hago desde el fondo de mi honestidad, porque intuyo que sigo aquí justamente para que él—él y todos los suyos—puedan llegar. Es extraño y seductor, esto de servir de puerto cuando uno se sabe embarcación.
Pero ¿qué hacer con Matilde Lina—la Incierta, la Extraviada, la Perpleja—y cómo desembarazarse de su presencia incorpórea? Con sus párpados pesados, sus cabellos de niebla y su corazón de pulsaciones pálidas, ella pertenece al reino de la alucinación y se sale absolutamente de mi control. Su tragedia y su misterio fascinan y angustian a Siete por Tres, y lo atraen con la fuerza de un abismo. Es una rival feroz. Por más vueltas que le doy, no sé cómo derrotar esa existencia rotunda, concebida en el aire por un hombre que a lo largo de su vida la ha ido modelando a su imagen y semejanza, hasta hacerla encajar en el tamaño exacto de su recuerdo, de su culpa y su deseo.
—Déjala dormir, hazle la caridad—le digo a Siete por Tres—. Eres tú quien la mantiene atada al tormento de su falsa vigilia. Deja que se desprenda en paz; no la acucies con la insistencia de tu memoria.
—¿Y si está viva? —me pregunta—. Si aún está viva no la puedo enterrar, y si está muerta tengo que enterrarla. No puedo dejarla por ahí, vagando solitaria como un alma en pena. Viva o muerta, tengo que encontrarla.
—¿Has pensado en la posibilidad de que eso no sea posible? —le digo con cautela, soltando despacio cada palabra.
—¿Y si ella me anda buscando? ¿Si le pasa como a mí, que no tiene vida por estar pendiente de la mía? ¿Si sufre al saber que yo estoy sufriendo?
—Entonces vámonos a bailar—le propuse la otra noche—. Aquí en tu país he aprendido que cuando las cosas no tienen solución, el mejor remedio es irse a bailar.
Era un sábado fresco de diciembre y él estuvo de acuerdo, y en el camión de las monjas bajamos hasta un bailadero muy popular, llamado Quinto Patio, que queda en pleno centro de Tora. Se aproximaba la Navidad y en las calles estrechas, adornadas con ristras de luces de colores, las gentes de buena voluntad andaban compartiendo natilla y buñuelos, cantando villancicos con piticos y tamboras y rezando ante los pesebres la novena de aguinaldo. Ni la luna de azogue que nos abrasaba, ni el intenso olor nocturno a jazmín, ni el estruendo que desde las rocolas metía el Grupo Niche con su
Cali pachanguero,
ni siquiera el próximo advenimiento del Rey de los Cielos había logrado aplazar la matazón, y de tanto en tanto la guerra nos echaba en cara su porfía: unos tiros en una esquina, una explosión en la distancia y, bullendo por todos lados, esa loca euforia de estar vivo que caracteriza a esta tierra inefable.
—No hay en el mundo un país más hermoso que éste—le decía yo esa noche a Siete por Tres, mientras le comprábamos a un ambulante tajadas de mango verde con sal.
—No, no lo hay, ni más asesino tampoco.
En la penumbra roja y acogedora del Quinto Patio, Siete por Tres y yo nos pusimos a bailar, al principio unos merengues tímidos y después unas salsas enardecidas que él, como buen colombiano, ejecutaba con agilidad mientras yo bregaba a seguirle el paso con la torpeza extranjera de mis pies.
—Siete por Tres, hay una cosa que debo preguntarte ya mismo—le solté de repente, haciéndolo interrumpir su bailar sandunguero.
—¡Jesús! Cuánta solemnidad. ¿Y qué será eso tan grave que inquieta a mis Ojos de Agua?
—Dime qué pasó con los gatos.
—¿¡Gatos!? De qué gatos me hablará esta señorita...
—De aquellos gatos hambrientos que Matilde Lina y tú socorrían cuando les cayó la emboscada.
—Ah, esos gatos. A esos gatos no les pasó nada.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque a los gatos nunca les pasa nada.
Más adentro en la noche, ya sobre la madrugada y abrigando entre pecho y espalda una botella de ron, a manera de despedida nos entregamos impenitentes a un bolerazo lento y ceñido, tal como debe ser. Escudados en lo irresistible del mece-mece y de una letra hiperbólica que hablaba de copas rotas y de frustradas libaciones de amor, Siete por Tres y yo, livianos y felices, medio borrachos ya, nos acercábamos sin buscarnos demasiado, sin que el uno apremiara ni el otro acabara de consentir.
—¿Cuánto dura un bolero? —le pregunto a la señora Perpetua.
—Los de antaño cinco minutos; los de ahora, tres no más.
Tres minutos no más. Al otro día, que había amanecido siendo domingo pero que se arrastraba hacia una tarde tan anodina como la de cualquier martes, me topé con Siete por Tres frente a los hornos del pan. Andaba taciturno y arropado en distancias, y colgada al cuello llevaba de nuevo la sombra de Matilde Lina, desmayada y volátil como un
écharpe
de seda gris.