A Charro Lindo le habían asegurado que lo único que le curaría la pestilencia era meter los pies entre permanganato de potasio disuelto en agua tibia, y él, acosado por esa afección que menoscababa su orgullo y que lo convertía en blanco de un burleteo general y solapado, puso tanta fe en la fórmula que se aventuró a contrariar el sentido común y a desoír las reglas de supervivencia cuando se recorre territorio hostil. Buscó la manera de bajar del monte para acercarse a lugar civilizado donde pudiera comprar el remedio, y quiso la fatalidad que ese lugar fuera un rancherío llamado Bienaventuranzas, que al fin de cuentas no se cumplieron sino todo lo contrario, porque Charro Lindo, sin saberlo, cometió el error de arrastrar a los trescientos y pico que quedaban hacia los predios pantanosos del sargento Moravia, de fama imperecedera por carnicero y conservador, quien había sometido por la fuerza a toda la población de aquellas extensas proximidades.
Cuando entendió que los había empujado a una ratonera, Charro Lindo no supo hacer otra cosa que montar en ancas de su mula negra a la noviecita que más le gustaba e impartir la orden de sálvese quien pueda. Nos vemos, si no en esta vida en la otra, gritó el bandolero apuesto, y así sin más, con su frasquito de tierra pasmada al cuello y agitando el gran sombrero mexicano, desató la desbandada general.
E
squivando las garras del sargento Moravia, unas familias huyeron por escarpaduras donde apenas se podía apoyar el pie; otras lo intentaron dejándose venir por la montaña hacia abajo, forcejeando contra el reclamo del abismo. Perpetua, que con sus hijos buscó escondrijo en la espesura, no supo cuánto tiempo permaneció agazapada y haciéndose la delgadita, agarrotados los miembros y el oído embotado por los latidos del corazón, sintiendo o creyendo sentir el paso del enemigo por encima de su nuca y soltando muy despacio el aire para no delatarse con el sonido de su propio aliento. Mucho terror debió correrle por el cuerpo antes de que se atreviera a averiguar por los demás. Entre el barro amasado con sangre encontró unos vivos, otros muertos y otros idos: refundidos para siempre por el ancho mundo.
Décadas después habría de contarnos Siete por Tres, con la parquedad desganada con que se refería a sí mismo, que ese día se había rezagado con Matilde Lina para darle leche con el dedo a los gatos aquellos que habían intentado salvar; que siguieron en lo suyo sin escuchar la conmoción y que del peligro no supieron nada hasta que tuvieron encima los insultos y los culatazos de la emboscada. Se entregaron a la muerte sin oponer resistencia, pero la muerte, que le saca el quite a quien se le ofrenda, no quiso pasarles la cuenta de cobro de un solo envión.
—La Muerte tiene una hermana, más taimada y perseverante, que se llama Agonía. La dama Agonía me sostiene en sus brazos desde aquella vez—me dice Siete por Tres, y yo siento el súbito impulso de acariciarle ese pelo de indio arhuaco que tiene, tan robusto y retinto y tan al alcance de mi mano en este plácido momento en que cae la tarde, mientras Siete por Tres y yo, doblados sobre un surco, sembramos legumbres el uno al lado del otro. El sol, que nos fustigó sin clemencia durante todo el día, se ha entregado por fin a la mansedumbre; los enjambres de zancudos vibran en la última luz, desentendidos de nosotros; la tierra fértil que removemos suelta un olor que apoya y reconforta, y mi mano, decidida, va adivinando la textura de ese pelo lacio y pesante que está a punto de tocar. La yema de mis dedos se alegra en lo ya-casi del roce. Hacia allá se estira, confiado, mi brazo, pero yo lo contraigo enseguida: algo me grita que no debo seguir. El pelo negro se aleja, reverberando y quemando, en centelleo de señales contradictorias.
Releo lo que acabo de escribir y me pregunto por qué me subyuga su pelo, su pelo, siempre su pelo. O mejor dicho
el
pelo, todo pelo: el lujo y el lustre y la conmovedora tibieza de los seres dotados de pelo, como si mis dedos hubieran sido creados para desaparecer entre la suave densidad de un pelo oscuro; como si un irracional instinto de mamífero huérfano guiara mis afectos.
—A Matilde Lina la maltrataron, la arrancaron del niño y la llevaron arrastrada hasta algún lugar del cual no se tuvo noticia—me dice la señora Perpetua, haciendo silbar las eses contra esa prótesis dental que tanto la martiriza y la enorgullece.
A partir de entonces el rastro de Matilde Lina se borra del mundo de los hechos y se entroniza en las marismas de la expectativa. De nada le valieron las patadas de potranca que sabía repartir, ni los tarascazos que pintaron la marca de sus dientes en tanta piel ajena. ¿La doblegaron trincándola del cabello, la tildaron de perdida y de demente, la obligaron a hincarse entre el barro, la quebraron en dos, le partieron el alma? ¿Retumbaron sus alaridos por las hondonadas del monte? ¿O lo que erizó las pieles fue el currucutú del búho saraviado, o el graznido de algún otro pajarraco, de todas las aves que conocían su nombre y que empezaron a gritarlo en letanía atolondrada?
Siete por Tres no lo sabe. No lo sabe o no quiere saberlo. Y si sabe nada cuenta, guardándose para sí todo el silencio y todo el espanto. Me habla de ella como si se le hubiera refundido ayer: el paso del tiempo no mitiga el ardor de sus recuerdos.
Después de la emboscada de Las Águilas, Matilde Lina no volvió a aparecer ni en vida ni en muerte, y no hubo quien diera razón chica o grande de esa mujer refundida en el tráfago de la guerra, como tantas y tantas. A Siete por Tres lo dejaron vivo pero condenado a morir, librado a la improbabilidad de su destino de niño solitario por segunda vez, por segunda vez huérfano y tirado al abandono. Un hijo del monte, volando al capricho de los cuatro vientos, en medio de un país que se niega a dar cuenta de nada ni de nadie.
Desde aquí puedo verlo: lelo, como debió quedar después de la desgracia. Sumido en un trance, sentado al borde del camino mientras se va haciendo noche, muy despacio. Nada se mueve a su alrededor y el tiempo no lo apremia: no tiene adónde ir. Mientras espera va envejeciendo sin darse cuenta: sólo sabe que la mujer que ha desaparecido de su lado tiene que reaparecer, algún día. Cuando ella regrese el niño despertará, ya adulto, y echarán a andar hombro con hombro. Por el camino y sin hacer ruido, van pasando los días, los meses y los años en un aletargado transcurrir, pero la mujer que debe regresar no halla cómo hacerlo.
—Tanta vida y jamás . . . —suele suspirar de vez en cuando Siete por Tres, y repite un par de veces esa frase que ya he escuchado antes, en boca de otro y en otro lugar, sin entenderla del todo en aquel entonces y tampoco ahora.
—Tanta vida, tanta vida . . .
—¿Y jamás? —completo yo, por seguirle la corriente.
M
e pregunto cómo habrá resistido semejante golpe el adolescente de doce o trece años que debía ser por aquel entonces Siete por Tres. En qué silencios habrá caído, qué tan hondo habrá descendido en las aguas de su propio ser, qué desconciertos tuvo que atravesar hasta el día en que haciendo acopio de todas sus fuerzas volvió a salir a flote, transformado en este hombre a quien amo sin esperanzas de retribución.
—Su peor tormento ha sido siempre la culpa—me dice Perpetua, y respalda su argumento con la autoridad que le confiere el conocerlo desde antes de la tragedia.
—¿La culpa?
—Culpa de no haber impedido que se la llevaran. De no buscarla con suficiente empeño. De seguir vivo, de respirar, de comer, de caminar: cree que todo es traicionarla. Como le pasan los años sin dar con ella, se ha ido enredando en una telaraña de recriminaciones que lo persiguen despierto y lo revuelcan en sueños.
Cómo puede ser, si en el albergue tanto pregona Siete por Tres la buena maña de perdonar. «Las faltas del pasado se dejan en la puerta. El que aquí se refugie debe saber que de ahora en adelante sólo tiene cuentas pendientes con su conciencia y con Dios.» Así les advierte a todos, hasta a los que vienen acompañados de escandalosa reputación, sea de ladrón, de puta, de guerrero o de asesino. A quien murmura suciedades sobre el pasado ajeno se lo dice de frente: «Mejor cállese, don Fulano, que aquí adentro no hay ni buenos ni malos.»
—Ésa es la enredadera que toda razón enreda—me responde la anciana—. Al único que Siete por Tres no puede perdonar es a su propia persona.
—¿Por qué anda purgando un crimen que ni cometió ni pudo impedir? —insisto yo—. ¿Por qué se castiga de esa manera?
—Porque son otros los vericuetos de su culpa. Siete por Tres no miraba a Matilde Lina como a una madre—me revela lo que sé mejor que nadie—. Yo, que parí siete y perdí tres, conozco la forma de mirar de un hijo. Matilde Lina sufría extravagancias de temperamento, pero era mujer de empaque fuerte, cara aniñada y pechos grandes. Muchos codiciaban su cuerpo, y si no lograron hacerlo suyo, fue porque ella sabía defenderse a patadas y a mordiscos. La vi lavando en el río con la blusa zafada y a medio abotonar, y vi al Siete por Tres a su lado, muchacho de apenas bozo y pelusa que le iba naciendo allí donde no se atrevía a confesar. Los senos de ella que se asoman y el niño que los contempla, quieto como si fuera de piedra, sofocando el resuello: haciéndose hombre en esa visión.
También yo puedo ver a Matilde Lina al filo del agua, ocupada en su oficio, sumergida en sí misma e inconsciente de su desnudez, en ese momento de intimidad profunda que nada logra perturbar, ni siquiera la fiebre de amores que quema las pupilas del muchacho.
—No habrá sido el primer adolescente que le vea los pechos a la madre—le objeto a Perpetua, y ella se ríe.
—No, no habrá sido—me contesta—. Ni será el primero que de ahí en más ande buscándolos en todos los otros pares que se le crucen por delante.
T
ras la estampida de la caravana, el día de la desaparición de Matilde Lina, Siete por Tres no fue el único que quedó abandonado en el pico de Las Águilas. Por sabia cabriola del azar, que no es arbitrario como se sospecha, allí apareció también la imagen conocida como la Bailarina, solitaria y naufragando a medias en las espesuras del tremedal.
—A la hora de la emboscada no quiso protegernos, nuestra Virgen protectora—todavía hoy la sigue recriminando Siete por Tres, y me cuenta que al reconocerla desfallecida entre el fango, sintió que una vaharada de rencor le incendiaba el rostro.
—Pedazo de leño viejo, abusiva, recostada. ¡Triste muñeca de palo!—fueron, según recuerda, las blasfemias que le gritó—. Años y años cargándote en andas como si no pesaras, de noche alumbrada con velones y de día protegida de los rigores del clima por un baldaquino de duquesa, para que al final permitieras que nos llevara la calamidad.
Tratando de acallar ese rumor de soledad que había regresado de repente, Siete por Tres dio en culpar de la desaparición de Matilde Lina a la Virgen bailarina, única compañía que la vida no le había confiscado, y profería contra ella esos insultos y otros más severos, hasta que comprendió que aquella señora, que antes parecía bailar sevillanas con los mismos ademanes con los que ahora chapoteaba entre el pantano, no sólo no era infalible como protectora, sino que por el contrario, estaba sumamente urgida de protección.
—Entonces la perdoné y me enredé en la obligación de seguir cargando yo solo con ella, así que la rescaté de aquel fangal, la enlustrecí como pude, me la eché a la espalda y arranqué a caminar, hacia destinos que ni ella ni yo teníamos previstos ni estábamos en condiciones de determinar. Te pido mil perdones, mi Reina Bendita, pero hasta aquí te llegó la procesión: así le advertí para que se fuera olvidando del privilegio de las andas y para que renunciara de una buena vez a las candelas encendidas en su honor, a los salmos y a los himnos y a las rositas cecilias con las que le urdían guirnaldas. De aquí en más, le anuncié con franqueza, vas a tener que seguir la travesía a lo pobre; a lomo de indio, sin otro manto que este costal de yute ni otro lujo que esta soga. Como quien dice: se te acabó el reinado, mi Reina; ahora empiezan tus andanzas de persona del montón.