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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

A tres metros sobre el cielo (6 page)

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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—Me he inscrito en el gimnasio de Barbara Bouchet.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo es?

—¡Fabuloso! Tendrías que venir.

—Lo haré sin duda.

Y, a pesar de que le gustaría preguntarle cuánto cuesta al mes, piensa que ya lo descubrirá por su propia cuenta. A continuación se apodera de una mozzarella frita y se la traga despreocupada, dado que no tardará en eliminarla.

Claudio saca la cajetilla de Marlboro y enciende un cigarrillo. Se traga el humo, saboreándolo hasta el final.

—Oye, llevas una corbata preciosa.

—Gracias.

—Te sienta verdaderamente bien, de verdad.

Claudio muestra orgulloso su corbata burdeos. Luego, instintivamente, esconde por lo bajo su cigarrillo y busca a Raffaella. Mira a su alrededor, se cruza con algunas caras que acaban de llegar, las saluda sonriendo y después, al no encontrarla, da una calada ya más tranquilo.

—Muy bonita, ¿verdad? Es un regalo de Raffaella.

Una mesa baja de marfil, por encima de ella aceitunas y pistachos agrupados en pequeños cuencos de plata. Una mano huesuda de uñas bien cuidadas deja caer las cascaras simétricas de un pistacho.

—Estoy preocupada por mi hija.

—¿Por qué?

Raffaella logra mostrarse bastante interesada, lo suficiente para que la confidencia de Marina pueda seguir adelante.

—Sale con uno que de bueno tiene bien poco, uno que no hace nada, uno que está siempre en la calle.

—¿Y desde cuándo se ven?

—Ayer hicieron seis meses. Me lo ha dicho mi hijo. ¿Sabes lo que hizo él? ¿Sabes lo que hizo?

Raffaella deja estar un pistacho demasiado cerrado. Ahora está sinceramente interesada.

—No, cuéntame.

—La llevó a una pizzería. ¿Te das cuenta? A una pizzería de la avenida Vittorio.

—Bueno pero esos muchachos todavía no ganan nada, tal vez sus padres…

—Sí, pero a saber de dónde sale… Le regaló doce rosas miserables, de esas que apenas llegan a casa pierden todos los pétalos. Seguro que las compraría en el semáforo. Esta mañana le pregunté en la cocina: «¿Qué es este horror, Gloria?» «No te atrevas a tirarlas, ¿eh, mamá?» ¡Imagínate! Pero cuando volvió del colegio las rosas habían desaparecido, ah, sí. Le dije que había sido Ziua, la filipina, entonces ella se puso a gritar y se marchó dando un portazo.

—No deberías entrometerte en esas historias, si no es peor, luego Gloria se obstina. Déjala a su aire, verás que acabará por sí sola. Si hay tanta diferencia… Y luego, ¿qué hizo?, ¿volvió?

—No, me llamó y me dijo que se iba a dormir a casa de Piristi, esa chica tan guapa un poco rechoncha, la hija de Giovanna. Él es el administrador de la Serfim, ella está toda operada. Y no la critico, se lo puede permitir.

—¿De verdad? Pues no se le nota nada…

—Usan esa nueva técnica, te estiran desde detrás de las orejas. Es perfectamente invisible. Entonces, ¿puede salir con Babi? Me gustaría mucho.

—Claro que sí, le diré que la llame.

Finalmente, Raffaella se concede un pistacho. Está algo más abierto que los demás. Deja la cáscara en la boca, y para él no es un cambio conveniente.

—¿Filippo? Raffaella ha dicho que convencerá a Babi para que se lleve a Gloria con su grupo.

—¡Ah, estupendo! Te lo agradezco.

Filippo, un hombre joven, de semblante relajado, da la impresión de estar él también más interesado en los pistachos que en los asuntos de su hija. Se inclina hacia delante, apoderándose de aquel que Raffaella había elegido ya como su futura víctima. Ella lo mira con curiosidad detrás de las orejas, buscando también en él la marca de aquella repentina juventud.

—Hola, Claudio.

—Estás guapísima.

Una sonrisa perfecta dice «Gracias» y, rozándolo, se aleja con un tinte de al menos ciento cincuenta euros. ¿Lo habrá hecho adrede? En su mente, aquel vestido largo se va deslizando lentamente; se imagina el conjunto que debe de llevar debajo pero, a renglón seguido, le asalta una duda: ¿habrá realmente algo que imaginar? Justo en ese preciso momento ve llegar a Raffaella. Claudio da una última calada al cigarrillo y se apresura a apagarlo en el cenicero.

—Dentro de nada empezamos a jugar. Te lo ruego, no hagas como siempre. Cuando no te llega la carta, después de un poco que no haces
gin
,
[3]
haces
knock
.

—¿Y si me hace
under knock
?

—Haces
knock
cuando aún estás bajo.

Claudio sonríe compuesto.

—Sí, querida, como quieras.

No ha notado el cigarrillo.

—Por cierto, te había dicho que no fumaras.

Error.

—Pero uno solo no hace daño…

—Uno o diez… Lo que me molesta es el olor.

Raffaella se encamina ahora hacia la mesa verde. El resto de los invitados toma también asiento. Es increíble, no se le escapa nada. Al sentarse, Raffaella examina a la mujer del tinte de ciento cincuenta euros. Por un momento, Claudio teme que sea también capaz de leer el pensamiento.

Nueve

Roberta, eufórica por sus dieciocho años, por la fiesta que está saliendo redonda, corre al telefonillo.

—Contesto yo —adelantándose a un tipo que pasa por allí con un platito lleno de pequeñas pizzas.

—Hola. Está Francesca, ¿verdad?

—¿Qué Francesca?

—Giacomini, la rubia.

—Ah, sí, ¿qué le digo?

—Nada, ábreme. Soy su hermano, le tengo que dejar las llaves.

Roberta aprieta una vez el botón del telefonillo, luego, para estar más segura de haber abierto, aprieta de nuevo. Va a la cocina, coge dos Coca-Colas grandes y se dirige hacia el salón. Se topa con una chica rubia que está hablando con un chico con el pelo engominado hacia atrás.

—Francesca, tu hermano está subiendo…

—Ah… —es la única cosa que Francesca logra decir—. Gracias. —Después de haberlo pronunciado, se queda con la boca abierta.

El chico engominado pierde algo de su estatismo y se concede un ligero estupor.

—France, ¿pasa algo?

—No, no pasa nada, sólo que yo soy hija única.

—Aquí es.

El Siciliano y Hook son los primeros en leer la etiqueta sobre el timbre del cuarto piso.

—Micchi, ¿no?

Schello llama al timbre.

La puerta se abre casi de inmediato.

Roberta permanece en el umbral, mira a aquel grupo de muchachos musculosos y despeinados. «Visten un poco deportivos», piensa ingenuamente.

—¿Puedo hacer algo por vosotros?

Schello se adelanta.

—Buscaba a Francesca, soy su hermano.

Como por encanto, Francesca se asoma a la puerta, acompañada del engominado.

—Ah, aquí está tu hermano.

—¿Y quién se supone que es?

—¡Yo! —Lucone alza la mano.

También Pollo la levanta.

—Yo también, somos gemelos, como en la película de Schwarzenegger. Él es el tonto.

Todos se ríen.

—Nosotros también somos hermanos.

Uno tras otro levantan la mano. «Sí, querámonos mucho».

El tipo engominado no entiende demasiado de qué va la cosa. Opta por una expresión que le va bien a su pelo.

Francesca hace un aparte con Schello.

—Pero ¿cómo se te ocurre venir con esta gente, eh?

Pollo sonríe, ajustándose la cazadora: el resultado es siempre pésimo.

—Esta fiesta parece un funeral, al menos la alegramos un poco, venga France, no te cabrees.

—¿Y quién se cabrea? Basta con que os vayáis.

—Bueno, Sche, yo ya estoy harto, permiso.

El Siciliano, sin esperar a que Francesca se aparte de la puerta, entra.

El engominado, de repente, cae en la cuenta: están tratando de colarse. Movido por un fugaz destello de inteligencia, se esfuma de allí acercándose a los verdaderos invitados que se encuentran en el salón. Francesca intenta por todos los medios detenerlos.

—No, Schello, venga, no podéis entrar.

—Perdón, permiso, perdón.

Inexorablemente, uno tras otro, pasan todos: Hook, Lucone, Pollo, Bunny, Step y los demás.

—Venga, France, no hagas eso, verás como no pasa nada.

Schello la coge por el brazo.

—Al fin y al cabo, tú no tienes nada que ver, ¿no? Es culpa de tu hermano que se ha traído a toda esta gente…

Luego, como si le preocupara que se cuele alguno más, cierra la puerta.

El Siciliano y Hook se abalanzan literalmente sobre el bufet, devoran los bocadillos de salchichón, blandos, untados de mantequilla sobre la parte superior, la redonda, sin saborearlos, tragándoselos directamente sin masticarlos. Aquello se convierte en una competición. Engullen pizzas y sándwiches mezclándolos con pastelitos y chocolatinas. Al final el Siciliano se atraganta. Hook le da palmadas cada vez más fuertes sobre la espalda, la última es tan violenta que el Siciliano empieza a toser, escupiendo trozos de comida sobre el resto del bufet. La mayor parte de los invitados que se encuentra por allí decide ponerse de inmediato a dieta. Schello se echa a reír como un loco, Francesca empieza a preocuparse seriamente.

Bunny da vueltas por el salón. Como un atento anticuario: coge los pequeños objetos, se los acerca a los ojos, controla el número impreso y si son de plata se los mete en el bolsillo. Muy pronto los invitados se ven obligados a tirar la ceniza en las plantas.

Pollo, como un buen profesional, busca sin perder tiempo la habitación de la madre. La encuentra. Ha sido sabiamente cerrada con llave, con dos vueltas, sólo que han dejado la llave en el ojo de la cerradura. Ingenuos. Pollo abre la puerta. Las bolsas de las invitadas están sobre la cama, en perfecto orden. Empieza a abrirlas, una tras otra, sin apresurarse.

Las carteras están casi todas llenas, aquella sí que es una fiesta como se debe: gente de clase, nada que objetar. En el pasillo, Hook molesta a una amiga de Pallina con apreciaciones algo subidas de tono. Un chico, algo menos engominado que el resto, trata de hacerle recordar un concepto relativamente vago, sin embargo, de educación. Se enzarza en una discusión. Esquiva al vuelo una bofetada tal vez algo más directa que las apreciaciones que le han tocado a su chica. Hook no soporta los sermones. Su padre es abogado, le gustan las palabras casi tanto como su hijo odia la idea de estudiar derecho.

Pallina, puede que a causa de la emoción, nota que también ella tiene un problema y miente, disculpándose con los demás.

—Se me ha corrido el rímel, voy al cuarto de baño a retocarlo.

Cosa que serviría mucho más al tipo que se aleja ahora en silencio llevando de la mano a su chica, con los cinco dedos de Hook impresos en la cara.

Pollo tira el último bolso sobre la cama.

—Caramba, qué tacaña… Tienes un bolso así, acudes a una fiesta como ésta y te traes sólo diez euros. ¡Se necesita ser miserable!

Cuando está a punto de salir advierte que sobre la silla que hay a su lado, colgado del brazo y oculto bajo una chaqueta colonial, hay un bolso. Lo coge. Es un bolso muy bonito y pesado, con el asa trabajada y dos hilos de cuero para cerrarlo. Debe de estar bien provisto, si la propietaria se ha preocupado tanto por esconderlo. Pollo empieza a deshacer el nudo que une las dos tiras de cuero, maldiciendo su vicio de comerse siempre las uñas. Uno puede sufrir de falta de afecto, de acuerdo, o de falta de dinero. Pero no de las dos cosas a la vez. Finalmente, el nudo se deshace. Justo en ese momento se abre la puerta. Pollo esconde el bolso detrás de la espalda. Una muchacha morena, sonriente, entra tranquila. Se detiene al verlo.

—Cierra la puerta.

Pallina obedece. Pollo saca de nuevo el bolso y empieza a hurgar en su interior. Pallina parece molesta. Pollo nota que lo está mirando.

—Caramba, ¿se puede saber qué quieres?

—Mi bolso.

—Bueno, ¿y a qué esperas? Cógelo, ¿no?

Pollo le indica la cama llena de bolsos ya vacíos.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Un idiota lo tiene en la mano.

—Ah.

Pollo sonríe. Mira mejor a la chica. Es muy guapa, tiene el pelo negro con un mechón a un lado y un ligero mohín de fastidio en la boca. Naturalmente, lleva puesta una falda colonial. Pollo encuentra la cartera, la coge.

—Ten… —Le lanza el bolso—. Basta pedirlo…

Pallina coge el bolso al vuelo. Y se pone también ella a buscar algo dentro.

—¿Lo sabes, que no se hurga en los bolsos de las señoritas, no te lo ha dicho tu madre?

—Nunca he hablado con ella. Eh, eres tú la que debería tener una pequeña conversación con ella.

—¿Por qué?

—Bueno, no se puede ir por ahí con sólo cincuenta euros en el bolso.

—Es mi paga de la semana.

Pollo se los mete en el bolsillo.

—Era.

—Eso quiere decir que me tendré que poner a dieta.

—Entonces te he hecho un favor.

—¡Imbécil!

Pallina encuentra lo que buscaba, deja de nuevo el bolso.

—Cuando hayas acabado, méteme de nuevo la cartera en su sitio. Gracias.

—Oye, visto que te pones a dieta, tal vez podría invitarte a comer una pizza mañana.

—No, gracias, cuando la que paga soy yo me gusta decidir al menos con quién voy.

Hace ademán de marcharse.

—Eh, espera un momento.

Pollo la alcanza.

—¿Qué has cogido?

Pallina se lleva la mano a la espalda.

—Nada que te interese.

Pollo le inmoviliza los brazos.

—Eh, juzgo yo, enséñamelo.

—No, deja que me vaya. Has cogido el dinero, ¿no? ¿Qué más quieres?

—Lo que llevas en la mano.

Pollo intenta asírsela. Pallina apoya el pecho contra él, alejando lo más posible su pequeña mano cerrada.

—Déjame estar, mira que si no me pongo a chillar.

—Y yo entonces te doy en el culo.

Pollo alcanza finalmente la muñeca y la atrae hacia él. Tira del brazo, con el pequeño puño cerrado, decidido, hacia delante.

—Mira, si me lo abres, te juro que no volveré a hablarte…

—Pues si que… no nos hemos hablado hasta hoy, no creo que me muera…

Pollo aferra la mano pequeña y suave de la muchacha y empieza a empujar con la palma los dedos hacia detrás. Pallina trata de resistir. Inútilmente. Con lágrimas en los ojos, llevando el peso hacia detrás para dar más fuerza a sus pequeños dedos.

—Te lo ruego, déjame.

Pollo sigue sin hacerle caso. Al final, uno tras otro, los dedos se doblan, rendidos, dejando al descubierto su secreto.

BOOK: A tres metros sobre el cielo
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