Alexias de Atenas (52 page)

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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

BOOK: Alexias de Atenas
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Hay pócimas cuyo sabor no se percibe al primer sorbo, pero bebedlas y su amargura atormenta la boca.

Las piedras aún caían de los Muros Largos después de que las flautas hubieran callado, y los vencedores, que al principio ayudaron por entretenimiento, se cansaron de su juego. Los atenienses, medio muertos de hambre, se cansaron mucho más pronto; pero Lisandro vigilaba el trabajo. Era un hombre alto y fuerte, de mandíbulas cuadradas, rubio y con una boca de hierro.

Mientras tanto, en los lugares públicos veíase a los oligarcas acostumbrándose a la sensación de encontrarse de nuevo en la patria después de su exilio. Algunos habían entrado apenas abrieron las puertas, pues habían estado con el ejército del rey Agis ante las murallas.

Después los espartanos invitaron a los oligarcas de Atenas a escoger cinco éforos con objeto de redactar unas proposiciones para establecer un nuevo gobierno. Mi padre asistió a esas consultas. El resultado fue que Terámenes se convirtió en uno de los cinco, y Critias en otro. Creo que mi padre votó por ambos. Pero no se lo reproché. Respecto a Terámenes, aun cuando había comido mientras nosotros nos moríamos de hambre, diría que no nos costó nada. Si hubiese regresado fracasado, el pueblo se habría enfurecido con él. Se decía que había empleado el tiempo conspirando con Lisandro para poner en el poder a sus amigos; pero eso no era sino murmuración y conjetura. De Critias, mi padre me dijo:

—No sé qué es lo que te hace tener esos prejuicios contra él. Es uno de nuestros hombres más capacitados, verdadero orador que no está corrompido por la demagogia, y de quien se puede esperar razonamiento y lógica. Y en cuanto a sus escritos, nadie les imprime un tono más altamente moral.

Había sido bueno conmigo mientras me encontraba enfermo, y por ello contuve mi respuesta.

Por aquel tiempo Platón me invitó a comer. Acudí puntualmente, sabiendo que no podía decirle lo que un amigo le hubiera dicho. Pero me distinguía con su amabilidad, incluso haciéndome compartir su triclinio, a pesar de que había otras personas más dignas de ese cumplido. Si Eutidemo murmuró, es algo que nunca sabré.

Era siempre amable anfitrión, aunque más bien algo formal. Si su mente comenzaba a vagar, en seguida se apresuraba a dominarla.

Mientras los demás hablaban de los acontecimientos, me dijo:

—Creo que este éxito será la cosa más adecuada para mi tío Critias.

Hacía tiempo que había renunciado a discutir de política con Platón. Su mente era muy superior a la mía, y sus motivos eran puros. No estaba en su naturaleza despreciar a un hombre porque fuera pobre o de humilde procedencia. Pero despreciaba a los imbéciles dondequiera que los encontrase, a pie o a caballo; y hallando más de ellos que personas sabias y justas, pensaba que un gobierno del pueblo acabaría rebajando a la Ciudad. Lisias solía decir que el gobierno era un ejercicio que ennoblecía a las personas bajas, de la misma manera que la profesión de soldado hacía de un cobarde un valiente. Cuando le repetí esas palabras, Platón alabó su magnanimidad, pero no se mostró de acuerdo. En cuanto a Critias, era su pariente, y Platón, mi anfitrión.

—Hasta ahora —dijo Platón—, no ha ocupado nunca un puesto digno de sus dones. En ocasiones he temido que eso acabaría haciendo de él un ser amargo. No puedo decirte ni la mitad de las amabilidades que ha tenido conmigo durante el asedio. No las olvidaré fácilmente, y no sólo por mí, sino… Pero mejor es no pensar en eso.

—Se dice: «Si el Destino se conmoviera por las lágrimas, los hombres ofrecerían dinero para comprarlas» —repuse.

—«…sin embargo, de la pena brotan por sí mismas, de la misma manera que del árbol brotan las ramas». Hablando de mi tío, Carmides y yo hemos ido a visitarle para felicitarle. Carmides toma muy en serio su carrera desde que Sócrates le afeó su ociosidad. Critias nos ha instado a que nos pongamos al servicio de la Ciudad. A menos, ha dicho, que la mejor clase de personas se disponga a hacer lo que pueda para remediar los abusos de la democracia, la Ciudad caerá en la apatía, o en las disipaciones de la derrota, y perderá el recuerdo de su grandeza. Aunque mis ambiciones no se orientan en ese sentido, confieso que me ha conmovido.

Le dije del modo más sincero que los hombres de su clase eran muy necesarios. Creo que había empezado a buscar un escape a su pena, pero la ambición se agitaba ya en él. Me dije: «Estoy lleno de prejuicios. Las enemistades de la juventud carecen de proporción. Quizá Critias me habría parecido un caballero si no hubiese conocido primero a Cremón».

Aquella semana se oía por todas partes el nombre de Cremón.

Pasion, el banquero, acababa de comprar, por un precio muy elevado, su última obra. La mitad de la Ciudad se reunió en el patio de Pasion para contemplarla, y volvió con la noticia de que el mármol parecía alentar, o al menos que escasamente había cesado de respirar.

Durante tres días rehuí encontrarme con Lisias. Al tercero fui a visitarle. Andaba ya bastante bien, sin usar apenas el bastón. Charlamos un rato; pero luego quedó silencioso, y me miró. Busqué palabras al azar, y en lo más hondo de mi corazón pensé: «Yo debiera haber caído sobre mi propia espada. En otros tiempos no hubiera esperado a que esto sucediese». No me fue posible encontrar más palabras, y también quedé silencioso. Luego Lisias dijo:

—He subido a la Ciudad Alta, para hacer un sacrificio a Eros.

—¿Sí? Es un dios poderoso.

—Y cruel, dicen. Pero para mí es el más noble de todos los Inmortales. «El mejor soldado, camarada y salvador», como el pobre Agatón solía decir. Era ya tiempo de que fuera a darle las gracias.

Poco después, tras haberse reunido, los nuevos éforos convocaron una asamblea, en la que habló Critias. Como de costumbre, habló muy bien. Su voz estaba elegantemente adiestrada, sin ninguno de los amaneramientos que hacen al hombre tedioso y humano. Era el conocimiento aconsejando honesta simplicidad sin despreciarla.

Era una voz que hacía sentirse tranquilo a quien deseaba que otros pensaran por él.

Propuso un consejo de Treinta para establecer una constitución basada en el antiguo código, y gobernar mientras tanto. Cuando leyó la lista, que se iniciaba con los cinco éforos, al principio el pueblo le escuchó como los niños escuchan al maestro. Después hubo un murmullo que acabó convirtiéndose en rugido. La asamblea había despertado al oír los nombres. Eran el núcleo de los Cuatrocientos, los traidores de Dekeleia, los más apasionados oligarcas que odiaban al pueblo, como el jabalí odia al perro. Los gritos resonaban en el Pnyx. Critias los escuchó, al parecer sin conmoverse. Después se volvió, hizo un gesto, y se apartó. Los gritos cesaron como una ráfaga de viento. Lisandro apareció en la tribuna, cubierto con su armadura. Sus ojos recorrieron todo el cerro. Se oyó un apagado murmullo.

Su discurso fue breve. Dijo que faltaban por derribar dos estadios de los Muros Largos, para completar la milla exigida. El plazo se había cumplido. Si no declaraba nulo el tratado y devastaba la Ciudad, debíamos atribuirlo a un acto de misericordia.

El pueblo bajó del Pnyx como esclavos a los que el amo hubiera sorprendido robando. Nuestra lengua comenzaba a probar el sabor de la derrota.

Pero el nuevo gobierno se apresuró a poner en orden los servicios públicos, y el pueblo habló bien de él. El día en que se nombró el Senado, la gente que me encontraba por la calle me felicitaba, pues mi padre era uno de los nuevos senadores.

Le deseé suerte. Teniendo en cuenta sus puntos de vista, nadie hubiera podido acusarle de complaciente. Su actuación como enviado le había colocado bajo la atención pública, y Terámenes no le olvidó. Ya era algo que escogieran senadores tan moderados como él.

Al principio solía venir a casa preocupado por los asuntos políticos. Era casi posible señalar en la calle a los hombres que ocupaban cargos en la nueva administración. Parecían personas que se alimentaban del modo más conveniente. Cuando los hombres han compartido los asuntos de la Ciudad desde que vistieron manto largo, les resulta difícil cesar en sus cargos, pues parece que algo se marchita en ellos. Una noche, mientras cenábamos, dijo:

—Creo que vamos a dejar la Ciudad algo más limpia de como la encontramos. Confidencialmente, te diré que se prepara una caza de ratas para mañana, y la verdad es que ya empezaba a ser hora.

—¿Ratas, padre?

—Me refiero a esas personas que viven de los que son mejores que ellos y ofrecen porquería a cambio. ¿De qué otra manera describirías tú a un informador?

Le felicité muy cordialmente. En el último año, cuando las cosas iban mal y la gente tenía fiebre de guerra, los informadores habían sido la vergüenza de la Ciudad. Sólo informaban sobre los pobres, y en casos así recibían el premio. Si tenían algún dinero, aceptaban un soborno y se callaban, pero muy a menudo informaban al final, cuando los habían esquilmado. Algunos trabajaban para sí mismos, otros para ricos extorsionistas que hacían negocio de esa forma.

—Buena caza, padre —dije—. Pero esas piezas son muy escurridizas, porque conocen cada uno de los fallos de la ley y siempre logran escapar a través de ellos.

—Esta vez no será así. Puesto que la nueva constitución no ha sido establecida aún, por una vez cortaremos la ley a su medida.

Rió tras haber pronunciado estas palabras. Alcé la vista, porque su sonido me había hecho volver a otra Ciudad. De nuevo vi a Hipérbolo cayendo con la boca abierta.

—Así fue como las cosas comenzaron también con los Cuatrocientos —repuse.

—No digas insensateces —replicó.

Vi en su cara la expresión de fastidio del hombre que se siente turbado cuando estaba en buena disposición de ánimo.

—Harás muy bien, Alexias, en olvidar que estuviste mezclado en aquel asunto de Samos. No digo que fuera una vergüenza para ti, puesto que la excesiva discreción es desagradable en un joven de buena sangre; pero las luchas de una base naval de ultramar no son comprendidas aquí en la Ciudad. Ten muy en cuenta esto, o harás mucho daño, a ti y a mí.

—Sí, padre. ¿Cómo juzgaréis a esos hombres?

—En juicio colectivo, demasiado bueno para ellos.

—Quizá; pero ¿no sentará precedente?

—Lo tenemos ya desde el juicio contra los generales que dejaron que os ahogaseis.

Los informadores fueron detenidos al día siguiente y condenados a muerte, sin que nadie disintiera. Mi padre me aseguró después que no había visto un solo hombre ante el tribunal cuyo nombre no apestara en toda la Ciudad. A la semana siguiente hubo otra detención de informadores. Cuando le pregunté cómo había ido el juicio, contestó:

—Habrá alguna demora. Un caso o dos son más que dudosos. Hemos votado para juzgarlos por separado.

Se aclaró la garganta y añadió:

—Se ha intentado ejercer presión sobre el Senado en este asunto. Pero, tratándose de un gobierno interino, eso ha sido ir demasiado lejos.

No hubo más juicios en masa, y la Ciudad permaneció tranquila durante algunas semanas. Después, una mañana un regimiento espartano fue avistado en el Camino Sagrado. La guardia de la Puerta del Dipilón envió a un mensajero para preguntar qué había que hacer, y el Consejo ordenó que se abriera la puerta.

Los espartanos cruzaron la puerta con sus pasos de hierro, avanzando entre las tumbas de nuestros padres. Recorrieron el Kerameicos y el Ágora, y siguieron avanzando. La gente en el mercado miraba hacia arriba, mientras ellos subían la rampa hacia la Ciudad Alta y pasaban por el Pórtico para penetrar en el recinto de la Doncella. Allí dispusieron las armas y levantaron las tiendas. A los pies de Atenea de la Vanguardia y en torno al Gran Altar, encendieron sus hogueras y comenzaron a preparar sus negros guisos.

Encontré a mi padre en el patio, y me pareció que estaba enfermo. Creo que su deseo hubiera sido evitar mi presencia.

—Me parece, señor, que tú no sabías eso —dije.

—Acabo de ver a Terámenes. Parece que el Consejo se ha enterado de que había una conspiración para apoderarse de la ciudadela y dar muerte a los ciudadanos de calidad.

—Ya veo, señor. ¿Te ha dado algunos nombres?

—Serán publicados una vez efectuadas las detenciones.

Nos miramos el uno al otro, como pueden hacerlo padre e hijo, sin necesidad de que medien palabras. Él quiso decir: «No seas importuno si quieres que no pierda el buen temple, pues bastantes preocupaciones tengo ya». Por mi parte quise decir: «No puedes enfrentarte conmigo, y lo sabes. Puedo perdonarte si reconoces la verdad». Me disponía a apartarme de él, cuando dijo:

—Podemos confiar en Terámenes para que vigile los acontecimientos. Él siempre se ha opuesto a ciertas medidas extremas. Recuerda que confió en tu discreción.

Entonces penetró en la casa.

Callibio, el general espartano, era de estatura insignificante para un hombre de su raza. Sus ojos eran amargos, y en ellos podían verse las palizas recibidas en su niñez y una sombría insolencia llena de odio. Junto a él la insolencia de Alcibíades era como la risa de un niño. Los Treinta lo halagaban, recibiéndolo en sus casas.

Nos acostumbramos a ver a los espartanos en las calles, mirando con la boca abierta las tiendas, o caminando de dos en dos con aspecto ceñudo. Reconozco que algunos de los más jóvenes parecían modestos y de buenos modales. Vi a uno, hermoso joven muy alto, en la puerta de Pistias, observando el trabajo y hablando con un amigo. Parecían menos rudos que la mayor parte de sus compañeros, e incluso los oí reír. Cuando pasaba junto a ellos, el segundo hombre se volvió en redondo y dijo:

—Buenos días, Alexias.

Miré con fijeza, y vi a Jenofonte.

Volví la cara y me alejé, no tanto por afrentarle como intentando creer que mis ojos me habían engañado. La próxima vez que me encontré con él estaba solo. Extendió la mano para detenerme, sonriendo ampliamente.

—¿Por qué estás furioso conmigo, amigo mío? ¿Qué te duele?

—Lo mismo que a ti —contesté.

Me miró con gravedad, como alguien que tiene derecho a sentirse herido, pero que sabe dominarse.

—Mira las cosas como son, Alexias. Es preciso imponer orden en la Ciudad. Es una medida contra el populacho, no contra las personas como nosotros. Los espartanos respetan a los soldados y a los caballeros, aun cuando hayan blandido una lanza contra ellos. El joven Aracos, con quien me viste el otro día, es un muchacho espléndido. Casi nos matamos el uno al otro en los cerros próximos a Filo. Y si ninguno de los dos tiene en cuenta aquello, ¿qué hay de malo en ello? Uno debe aspirar a la amistad de un hombre de honor, cualquiera sea su Ciudad. La virtud es lo primero. ¿No es esto lo que siempre nos ha enseñado Sócrates?

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