—Una cosa podemos decir en favor del gobierno, y es que ha dado al traste con ciertos abusos. Ya era hora de que alguien sentara la mano a esos sofistas, que cogen a un hombre y lo retuercen de tal manera que no sabe distinguir lo bueno de lo malo, mientras que a los jóvenes los ponen en condiciones de replicarte en cualquier cosa que digas.
—Éstas, Alexias, son las gentes por las que deseas ser gobernado —observó luego Jenofonte.
—Los muchos impiden los extremos de los pocos —repliqué— ¿O preferirías ser mandado tan sólo por Critias?
Pero nos separamos amigos. Incluso hoy, cuando nos encontramos, ocurre lo mismo entre nosotros.
A partir de aquel momento, los amigos de Sócrates se unieron para conspirar. Uno u otro se presentaba en su casa muy temprano, cada mañana, con alguna cuestión sobre la que necesitaba consejo.
Mientras él hablaba, llegaban otros, y entonces se entablaba una discusión. Manteníamos muy vigilada la calle. La casa, por si era necesario, contaba con un medio de escape a través de los tejados. Generalmente conseguíamos tenerle allí mientras el Ágora se hallaba lleno de gente.
Recuerdo aquella pequeña habitación enjalbegada, llena de gente. El primero en llegar se sentaba a los pies de la cama de Sócrates; el siguiente se instalaba en el alféizar de la ventana; la mayor parte nos sentábamos en el suelo, y Jantipa gruñía ruidosamente adentro, porque no le dejábamos barrer la casa. A veces Platón entraba silenciosamente, y se sentaba en el rincón más oscuro. Iba allí cada día, pues había abandonado sus estudios de leyes. Sus accesos de ausencia mental habían concluido, y era posible verle siguiendo cada palabra y anticiparse a ellas. Sin embargo, raramente hablaba.
En su alma había una lucha, y todos le compadecíamos, hasta el grado en que un hombre puede compadecer a quien posee una mente mucho más fuerte que la suya. Exceptúo a Jenofonte, pues creo que sabía que Platón se debatía en asuntos que él mismo no deseaba afrontar, lo que le hacía sentirse inquieto.
Cuantos acudíamos a casa de Sócrates, teníamos por costumbre reunirnos en la tienda de Eufronio el perfumista. Ya no estaba tan de moda que todo el mundo fuese allí, de manera que no se hallaba tan llena de desconocidos que hubieran podido ser informadores.
Llegábamos y nos estregábamos a todas las cortesías que un vendedor de perfumes espera, oliendo el último aceite que estaba componiendo, afirmando que era demasiado fuerte o demasiado ligero, o algunas veces, para tenerle contento, alabándolo y comprando.
Cuando acudíamos a su casa, Sócrates fruncía la nariz y decía que una buena reputación olía mejor.
Pero una mañana, el hombre que había sido el primero en ir a verlo, vino a la tienda de perfumes —era Critóbulos, el hijo de Critón— y dijo:
—No está en casa.
En el silencio que siguió, oímos que Eufronio decía:
—Prueba esto, señor. Es auténtico aceite esencial de rosa persa. El frasco es de cristal egipcio. Para un regalo especial…
—Lo he buscado en todas partes de la Ciudad —añadió Critóbulos—. Sí, mándame dos, Eufronio.
—¿Dos, señor? Eso supone… —Critóbulos se acercó, y bajando la voz, repuso:
—Alguien ha dicho que ha ido al Pórtico Pintado.
Los jóvenes que actualmente van a ver la galería de los cuadros, difícilmente podrían imaginarla como un lugar donde los hombres entraban a la luz del día y salían por la noche, con los pies por delante. Los Treinta interrogaban allí a los sospechosos. Naturalmente, la usaban también para otros asuntos; pero las graciosas columnas, los pintados capiteles y los trabajos en oro hedían a muerte como el cubil del Minotauro.
—Siempre hay alguien que dice eso —repuso luego Lisias—. Son gentes dispuestas a hacer circular malas noticias. Puede ser que se haya levantado temprano para ir a hacer un sacrificio.
—Mi padre está intentando enterarse. Si sé algo, volveré.
Los hombres con una preocupación común se unen naturalmente; y, sin embargo, por un momento todos permanecimos dominados por una pena que parecía enteramente personal. Jenofonte, con las manos sobre las rodillas, miraba con fijeza la pared.
Siempre parecía estar fuera de su ambiente en la tienda de Eufronio. Si le ofrecía una muestra gratuita, decía:
—No es para mí. ¿Tienes algo para una muchacha?
Apolodoro se retorcía las grandes manos encarnadas hasta que los nudillos crujían. Se había unido a nuestro grupo últimamente, y era una especie de prueba para nosotros, pues era tan simple que su compañía tenía los inconvenientes de la de un niño, aunque sin su encanto. Además era feo. Poseía una frente calva y orejas muy grandes. Al principio algunos nos habíamos divertido a su costa, pero Sócrates nos habló y nos hizo sentirnos avergonzados. En verdad, era cierto que el joven no pretendía tener conocimientos, sino que, por el contrario, venía con modestia a buscar lo bueno, de la misma manera que el ganado busca la sal. Sin embargo, no ejerciendo sobre sí el menor dominio, había acabado por poner inquieto a Eufronio. En aquel tiempo las reuniones graves no eran bien acogidas en ninguna tienda. Lisias y yo, habiéndonos adiestrado en Samos, procuramos justificarle, pretendiendo que lo tenía nervioso una cuestión de amor.
Eufronio se alegró, y comenzó a exponer sus nuevas mercancías.
Al cabo de un rato alzó la vista.
—¡Ah! Aristocles, señor, has entrado tan silenciosamente que no te he oído. Y tengo buenas noticias para ti. Aquel aceite de romero que solías encargar el año pasado, lo he recibido de nuevo. Es exactamente lo mismo, dulce y seco. Estoy seguro de que lo recuerdas.
Impregnó un trozo de tela de lino y se lo tendió. Tras un momento de silencio, Platón dijo:
—Gracias, Eufronio, pero hoy no quiero nada.
—Te aseguro, señor, que lo hallarás exactamente igual al del pasado año.
—No, gracias, Eufronio.
A grandes zancadas se dirigió a la puerta, donde se volvió para decir:
—¿Nos vamos?
Fedón se acercó a él y tranquilamente repuso:
—Aún no, Platón; Sócrates no está en casa.
—¿No está en casa? —preguntó lentamente Platón.
Y frunció las cejas como hace el hombre a quien le duele la cabeza y se le pide que piense.
Fedón había comenzado a decir: «Critóbulos ha dicho…», cuando Critóbulos apareció en el umbral de la puerta, procedente de la columnata. Era un joven hermoso, vestido para destacar su buena presencia. Su manto tenía bordes recamados, sus sandalias mostraban adornos de coral y turquesa, y su rostro poseía el color del cáñamo seco.
—Han mandado llamar a Sócrates. Han formado un pelotón para un arresto. Se trata de León de Salamina, según dice la gente. Han enviado por Sócrates para que se una a ellos.
Nos volvimos hacia la puerta, para ocultar la cara a Eufronio y a sus esclavos. Vi los labios de Jenofonte moviéndose silenciosamente, maldiciendo u orando. Ése era el nuevo método de los Treinta con quien había adoptado una actitud crítica: obligarle a compartir uno de sus crímenes, para que la vergüenza le silenciara. Quienes se negaban a hacerles el juego, no vivían mucho tiempo.
—Sócrates se dirigía al Pórtico cuando ha sido citado —dijo Critóbulos—. Ha preguntado cuál era la acusación, y como no han querido informarle, ha dicho: «No», y se ha ido a casa.
El silencio fue interrumpido por Apolodoro, quien lanzó un ruidoso sollozo. Jenofonte lo tomó por los hombros, y lo sacó afuera.
Me volví a Platón. Se hallaba aún en el umbral de la tienda, mirando a una hetaira que había entrado a comprar perfume. Se arregló en las nalgas el vestido de seda y le sonrió por encima del hombro; después, como sus ojos no se habían movido, salió encogiéndose de hombros. Me había acercado para hablarle, pero hay puertas a las cuales uno no llama.
Por fin se volvió, tocó a Fedón en el brazo y dijo:
—No me esperéis.
Fedón hizo una pausa y le miró a la cara.
—Que los dioses te acompañen —murmuró.
Quedé sorprendido, pero me encontraba demasiado turbado para sentirlo mucho. Justamente entonces, Apolodoro, corriendo hacia él, gritó:
—¡Oh, Platón, si vas a ver a Sócrates, déjame ir contigo!
En aquellos momentos su torpeza fue excesiva. Algunos de nosotros lanzamos exclamaciones de cólera. Pero Platón, sujetándole, amable y claramente dijo:
—No vayas ahora a Sócrates, Apolodoro. Probablemente estará arreglando sus asuntos, y hablando con su esposa y sus hijas. No voy a ver a Sócrates, sino a Critias.
Se alejó a lo largo de la columnata. Mientras lo observaba irse, recordé cómo había terminado la vieja dinastía ática: cuando el rey Kodros salió solo a desafiar a los dóricos, porque los augures habían prometido victoria si el rey era muerto. Creyeron que sería impío darle un sucesor, y en su trono pusieron a un sacerdote consagrado a los dioses. Pensé: «Un hombre puede dejar tras de sí hijos, y, sin embargo, no vivir lo bastante para ver a su heredero».
Lo que aquel día sucedió entre Platón y su pariente, ninguno de nosotros lo hemos sabido jamás. Si me preguntáis cómo un hombre de veinticuatro años hizo sentirse avergonzado a uno de cuarenta y cinco, cuando el mismo Sócrates no lo había conseguido, no sabré qué decir, salvo que Sócrates desafió a los Treinta, y vivió. Existe una frase suya, que todos los jóvenes se saben de memoria, según la cual cuando se asume la apariencia de cualquier virtud, se abre una cuenta de crédito con la que algún día habrá que enfrentarse o ir a saldar. Puede ser que la opinión que Critias le merecía a su sobrino fuera muy valiosa para él. Ningún hombre está compuesto de una sola pieza. Si yo hubiese tenido que escoger a alguien que hubiera de sorprenderme en una mentira, Platón se habría hallado muy bajo en mi lista.
En aquellos días, lo mismo que en mi muchachez, iba mucho a El Pireo, pero por una causa diferente. Se respiraba allí el aire del mar, y la quietud no era la quietud de la Ciudad. Las gentes se mostraban calladas como marinos que tienen un mal capitán y todos acarician la misma idea. Un día la yerga caería del cuadernal, o en una noche muy oscura un cable sería extendido a la altura del tobillo.
Lisias y yo íbamos allí, a cierta taberna donde podíamos hablar libremente. Cuando caminábamos a lo largo. de la calle de las Especias, donde algunas de las hetairas tienen sus casas, vimos a una de ellas salir con un velo de luto, cerrar la puerta e ir calle arriba con la cabeza baja, ante lo cual otras dos, que se encontraban charlando en la calle, volvieron la cabeza y se rieron de ella.
Lisias se detuvo al verlo y dijo:
—Vamos, muchachas, no os burléis de la pena. A los dioses no les gusta. Mañana os puede tocar a vosotras.
Una de ellas echó la cabeza hacia atrás, en un gesto despectivo.
—¡Ojalá no me manden nada peor que lo que ella sufre! Un hombre que, si la hubiera visto de nuevo, ni siquiera se habría fijado en ella, puedes creerme. Su pena es idiota. ¡Se ha vestido de luto por Alcibíades!
Habíamos echado ya a andar, pero nos detuvimos en seco, la miramos con firmeza y preguntamos:
—¿Por quién?
—¡Oh!, ¿no han llegado las noticias a la Ciudad? Aquí las ha traído el traficante quío. Dicen que ha muerto en Frigia; pero puede que sea otra de sus tretas. No te preocupes, querido. Entra y toma un poco de vino con nosotras. Mi hermana atenderá a tu amigo.
Nos dirigimos a toda prisa a la taberna, donde hallamos a pilotos y capitanes afirmando y jurando que Alcibíades no había muerto. Se encontraba en la corte de Artajerjes, haciendo una alianza con él; o formando un ejército de tracios para liberar la Ciudad. Incluso circulaba el rumor de que se ocultaba en El Pireo.
Pero en la Ciudad, Jenofonte me dijo:
—Sócrates lo cree, y ha ido a meditar. Si es falso, su espíritu se lo dirá.
Al día siguiente nos encontramos con algunos quíos del barco, y los interrogamos. Uno de ellos explicó:
—Ha muerto a causa de una mujer. ¿De qué otra manera podía morir Alcibíades?
Otro repuso:
—La tenía en su casa, y los hombres de su familia fueron a buscarle. Se presentaron seis, pero ninguno intentó ser el primero en hacerle frente. Arrojaron antorchas al techo mientras él dormía. Se despertó, sofocó con el colchón el fuego y salió con la muchacha.
Entonces corrió hacia ellos desnudo, sólo con su espada, y la capa arrollada en torno al brazo para que hiciese las veces de escudo. Ninguno tuvo valor de enfrentarse a él, de manera que le arrojaron flechas desde veinte pasos de distancia, a los resplandores del fuego. Y ése fue su fin.
Durante la campaña, a menudo solía sentarse ante nuestra hoguera para frotarse con aceites olorosos. Era vanidoso en lo que se refería a su cuerpo, de pelo rubio y tez lustrosa y morena. La única marca que tenía era la de una vieja herida de lanza y, algunas veces, la de un mordisco de una mujer. Vi sus ojos, soñolientos y azules, al resplandor de las brasas.
—¿Quién nos cantará antes de que nos retiremos? Canta tú, Alexias, «Te quiero, Attis, te quiero desde hace mucho tiempo». Cántanos eso.
Lisias le preguntó al quío:
—¿Qué muchacha era?
—No conozco su ciudad. Una muchacha llamada Timandra.
—La tenía en Samos. Es una hetaira.
—Sea lo que sea, ella fue quien lo enterró —repuso el quío—. Lo envolvió en su propio vestido, y vendió sus brazaletes para hacerle un entierro adecuado. La fortuna es muy caprichosa, no hay duda.
Educado por Pericles, condujo siete carros en Olimpia, y ha sido enterrado por una hetaira.
Después Lisias me dijo:
—Si esa muchacha hubiera tenido padre y hermanos, hace tiempo que habrían ido a buscarla. Los hombres que pretenden vengar su honor muestran un poco más de espíritu, o se quedan en casa. Pero los asesinos a sueldo no son pagados para que viertan su propia sangre. En Frigia…, sí, no hay duda de que fue a ver a Artajerjes. Me pregunto si su muerte ha sido ordenada por el rey Agis, o por alguien más allegado a Atenas.
En todo El Pireo, y también en la Ciudad, se podía oír a la gente declarar en la calle que Alcibíades no había muerto. En algunos de los barrios pobres, más de un año después lo decían aún. Pero los Treinta se mostraban muy alegres, como hombres que han ahuyentado un temor.
Un día regresé a casa de la granja, donde estábamos recogiendo nuestra primera pequeña cosecha. De los olivos habían brotado fuertes retoños, y uno que se había quedado medio helado, empezaba a revivir. Traía la cosecha, y entré en la casa, gritando: