A eso de las cinco y cuarenta y cinco minutos de la tarde, Nicholl, provisto de su anteojo, señaló hacia el borde meridional de la Luna y en la dirección que seguía el proyectil, algunos puntos brillantes que resaltaban en el fondo sombrío del cielo. Hubieran podido compararse a una serie de agudos picos, que se perfilaban como una línea recortada. Estos puntos se iluminaban con bastante intensidad. Así aparecía el último término lineal de la Luna, cuando se presentaba en una de sus fases.
No cabía equivocación. No se trataba de un simple meteoro cuya arista luminosa no tenía color ni movilidad y menos aún, de un volcán en erupción, por lo cual Barbicane no tardó en decidirse.
—¡El Sol! —exclamó.
—¿Cómo, el Sol? —dijeron Nicholl y Miguel Ardán.
—Sí, amigos míos, es el astro radiante que ilumina la cima de estas montañas, situadas en el borde meridional de la Luna. ¡Nos acercamos al Polo Sur!
—Después de haber pasado por el Polo Norte —contestó Miguel—. ¡Luego hemos dado la vuelta a nuestro satélite!
—Sí, querido Miguel.
—Entonces, nada de hipérbola, ni curvas abiertas que temer.
—No, sino una curva cerrada.
—Que se llama…
—Una elipse. En vez de marchar a abismarse en los espacios interplanetarios, es probable que el proyectil vaya a describir una órbita elíptica alrededor de la Luna.
—Es cierto.
—Y se hará su satélite.
—Luna de la Luna —exclamó Miguel Ardán.
—Únicamente te haré observar, mi digno amigo —repuso Barbicane—, que no por eso estaremos menos perdidos.
—Sí, pero de otra manera y mucho más divertida —respondió él imperturbable con su amable sonrisa.
Tenía razón el presidente Barbicane. Al describir el proyectil esta órbita elíptica iba a gravitar eternamente alrededor de la Luna como un subsatélite.
Era un nuevo astro añadido al mundo solar, un macrocosmos poblado por tres habitantes, que morirían por falta de aire dentro de poco tiempo. Barbicane no podía alegrarse, pues, de esta situación definitiva, impuesta al proyectil por la doble influencia de las fuerzas centrípeta y centrífuga. Él y sus compañeros iban a ver de nuevo la cara iluminada del disco lunar., Acaso se prolongaría su existencia lo bastante para que pudiesen ver por última vez toda la Tierra, soberbiamente iluminada por los rayos del Sol. Acaso podría dirigir una última despedida a este globo que ya no volverían a ver. Después, el proyectil no sería más que una masa sin vida, semejante a esos asteroides inertes que circulan por el éter. Sólo tenían un consuelo: el de abandonar por fin aquellas insondables tinieblas y volver a la luz, entrando en las zonas bañadas por la irradiación solar.
Mientras tanto, las montañas descubiertas por Barbicane se separaban cada vez más de la masa sombría. Eran los montes Doerfel y Leibnitz, que erizaban al Sur la región circumpolar de la Luna.
Todas las montañas del hemisferio visible han sido medidas con una completa exactitud. Quizás extrañe esta perfección, y sin embargo, son en extremo exactos estos métodos hipsométricos. Puede afirmarse que la elevación de las montañas de la Luna está determinada con la misma exactitud que la de las montañas de la Tierra.
El procedimiento más generalmente empleado es el que mide la sombra proyectada por las montañas, teniendo en cuenta la altura del Sol en el momento de la observación. Esta medida se obtiene fácilmente con un anteojo provisto de un retículo con dos hilos paralelos, y admitiendo corno base, que es exactamente conocida, el diámetro real del disco lunar. Este método permite igualmente calcular la profundidad de los cráteres y de las cavidades de la Luna. Galileo se sirvió de dicho aparato, y después lo han empleado Beer y Moedler, con el mejor resultado.
El segundo método, llamado de los rayos tangentes, puede también aplicarse para medir los relieves lunares. Se emplea en el momento en que las montañas se presentan como puntos luminosos apartados de la línea de división de la sombra y de la luz, que brillan sobre la parte oscura del disco.
Esto puntos luminosos son producidos por los rayos solares superiores a los que determinan el límite de la fase. Por tanto la medida del intervalo oscuro, que deja entre si el punto luminoso y la parte luminosa más próxima indica exactamente la elevación de este punto. Pero se comprende que este procedimiento no puede aplicarse más que a las montañas que están cercanas a la línea de separación de la sombra y la luz.
Hay un tercer método que consiste en medir con el micrómetro el perfil de las montañas lunares que se dibujan en el fondo; pero no es aplicable más que a las elevaciones próximas al borde del astro.
Como quiera que sea, hay que tener presente que esta medida de los intervalos, sombras o perfiles, no puede realizarse sino cuando los rayos solares tocan oblicuamente a la Luna, con relación al observador. Cuando la tocan directamente; en una palabra, cuando es Luna llena, toda sombra es fuertemente difuminada en su disco, y la observación se hace imposible.
Galileo fue el primero que, después de haber determinado la existencia de las montañas lunares, empleó el método de las sombras proyectadas, para calcular sus elevaciones. Les calculó, como ya queda dicho, una elevación media de 4,500 toesas. Hevelius rebajó notablemente estas cifras, que, en cambio, duplicó Riccioli. Estas medidas eran exageradas por ambas partes. Provisto Herschel de instrumentos perfeccionados, se aproximó más a la verdad hipsométrica; pero es necesario, finalmente, buscarla en las relaciones de los observadores modernos.
Beer y Moedler, los mejores selenógrafos del mundo, han medido mil noventa y cinco montañas lunares. De sus cálculos resulta que seis de estas montañas se elevan a más de 5.800 metros, y veintidós a más de 4.800. La cima más alta de la Luna mide 7.603 metros; es, pues, inferior a las de la Tierra, algunas de las cuáles la sobrepujan en 500 o 600 toesas; pero hay que hacer una advertencia: si se comparan las montañas con los volúmenes respectivos de los dos astros, son relativamente más elevados las de la Luna que las de la Tierra. Las primeras forman 1/470 del diámetro de la Luna y las segundas, 1/440 del diámetro de la Tierra. Para que una montaña alcance las proporciones relativas de una montaña lunar sería necesario que su elevación perpendicular fuese de seis leguas y media, y resulta que la más elevada no tiene nueve kilómetros.
Por consiguiente, y procediendo por comparación, la cordillera del Himalaya tiene tres cimas superiores a las cimas lunares; el monte Everest, de 8.137 metros de elevación; el Kunchinjuga, de 8.100 metros, y el Dwalagiri, de 8.007 metros. Los montes Doerfel y Leibniz de la Luna tienen una altura igual a la de Jewahir de la misma cordillera, o sea 7.603 metros. Blancanus, Endytnion las cimas principales del Cáucaso y de los Apeninos son superiores al monte Blanco, que mide 4.810 metros. Son iguales al Monte Blanco, Moret, Teófilo, Catharina; al Monte Rosa, o sea 4.636, Piccolomini, Werner, Harpalus; al monte Cervino, de 4.522 metros de elevación, Macribio, Eratóstenes, Albateque, Delambre; al Pico de Tenerife de 3.710 metros, Bacon, Cysatus, Philolaus y los picos de los Alpes; al Monte Perdido, de los Pirineos, de 3.351 metros, Roemer y Bogulawski; al Etna, de 3.227 metros, Hércules, Atlas, Fumerius.
Esos son los puntos de comparación que permiten apreciar la elevación de las montañas lunares. Precisamente la trayectoria seguida por el proyectil era hacia esta región montañosa del hemisferio Sur, en donde se alzan los mayores ejemplares de la orografía lunar.
A las seis de la tarde pasaba el proyectil por el Polo Sur, a menos de 60 kilómetros, igual distancia a que se había aproximado del Polo Norte. La curva elíptica se dibujaba, pues, con toda visibilidad.
Se hallaban a la sazón los viajeros en ese bienhechor efluvio de los rayos solares, volvían a ver esas estrellas que se movían con lentitud de Oriente a Occidente. El astro radiante fue saludado con un triple hurra. Con su luz enviaba su calor, que transpiró bien pronto a través de las paredes de metal. Los cristales volvieron a tomar su primitiva transparencia. La capa de hielo que los cubría se derritió como por encanto. Inmediatamente después se disminuyó el gas por medida de economía, dejando el aparato de aire con su consumo habitual.
—¡Ah! —exclamó Nicholl—, ¡qué buenos son estos rayos caloríficos! ¡Con cuánta impaciencia deben esperar los selenitas la reaparición del astro del día, después de una noche tan larga!
—Sí —contestó Miguel, aspirando, por decirlo así, aquel éter brillante—; luz y calor constituyen toda la vida.
En el mismo instante, se advirtió la tendencia de la base del proyectil a separarse ligeramente de la superficie lunar, siguiendo una órbita elíptica bastante alargada. Si desde ese momento hubiera sido visible toda la Tierra, hubiesen podido volver a ver a Barbicane y sus compañeros. Pero sumergida en la irradiación del Sol, permanecía absolutamente invisible. Otro espectáculo les llamaba la atención, y era el que presentaba la región austral de la Luna, aproximada por sus anteojos a medio cuarto de legua. No abandonaban todos los detalles del extraño continente.
Los montes Doerfel y Leibniz forman dos grupos separados que se desenvuelven próximamente en el Polo Sur. El primer cuarto se extiende desde el Polo Sur hasta el paralelo ochenta y cuatro en la parte oriental del astro; el segundo, que se presenta hacia el borde oriental, ya del grado setenta y cinco de latitud al polo.
Aparecen sobre su arista, caprichosamente contorneada, resplandecientes planicies, tales como las ha señalado el padre Secchi, Barbicane pudo estudiar su naturaleza con más certidumbre que el ilustre astrónomo romano.
—Eso son nieves —exclamó Miguel.
—¿Nieves? —repitió Nicholl.
—¡Sí, Nicholl! Nieves cuya superficie está profundamente helada. Ved cómo reflejan los rayos luminosos. Lavas petrificadas no producirían una refracción tan intensa. Hay, pues, agua y aire en la Luna; será en poca cantidad si se quiere, pero el hecho es innegable.
Así era, en efecto. Y si Barbicane volvía a la Tierra confirmarían sus notas, este hecho de tanta importancia en las observaciones selenográficas.
Los montes Doerfel y Leibniz se elevan en medio de llanuras de mediana extensión limitadas por una serie indefinida de circos y de murallas anulares. Estas dos cordilleras son las únicas que hoy se encuentran en la región de los circos. Pero quebradas relativamente, proyectan en varias direcciones algunos picos agudos, cuya cumbre más elevada mide 7.603 metros.
Pero el proyectil dominaba todo este conjunto y el relieve desaparecía en el intenso resplandor del disco. Volvía a presentarse a los ojos de los viajeros el aspecto arcaico de los paisajes lunares faltos de tono, sin gradación en el colorido, sin matices de sombras, rudamente blancos y negros, por la falta de luz difusa; era indiscutible.
No obstante, la vista de ese mundo desolado no dejaba de ser curiosa por lo extraña que era. Se paseaban por encima de aquella caótica región, como arrastrados por el soplo del huracán, viendo desfilar las cimas bajo sus pies, observando las fallas con ojos atentos, analizando los pliegues, ojeando las cavidades, subiendo a las murallas, sondeando aquellas simas misteriosas nivelando todas las desigualdades, pero sin encontrar vestigios de vegetación ni de población, y sí únicamente estratificaciones, arroyos de lava, derrames pulimentados como inmensos espejos que reflejaban los rayos solares con un brillo irresistible; todo estaba muerto y allí los aludes rodaban desde la cima de las montañas para caer sin ruido en el fondo de los abismos. Tenían el movimiento, pero les faltaba aún el ruido.
Con repetidas observaciones, demostró Barbicane que los relieves de los bordes del gran disco, aunque sometidos a fuerzas diferentes de la región central, presentaban una conformación uniforme. La misma agregación circular y las mismas desigualdades del terreno. Podía presumirse, sin embargo, que sus disposiciones no debían de ser análogas. En efecto, la corteza, aun maleable, de la Luna ha estado sometida a la doble atracción de la Luna y de la Tierra obrando en sentido inverso y siguiendo un radio prolongado de una a otra. Por el contrario, sobre los bordes del disco, la atracción lunar ha sido perpendicular, por decirlo así, a la atracción terrestre. Parece, pues, que los relieves del suelo producidos en estas condiciones hubieran debido tomar una forma diferente, pero no sucedía así. La Luna había encontrado en sí misma el principio de su formación y constitución.