Me alegro de ser un tío, creo yo, pero a veces no me alegro tanto de ser un tío a finales del siglo XX. A veces pienso que preferiría ser mi padre. Nunca tuvo que preocuparse por cumplir, pues nunca supo siquiera qué tenía que cumplir; nunca tuvo que preocuparse del lugar que ocupaba dentro de los mejores cien de todos los tiempos para mi madre, porque fue el primero y el último de la lista. ¿No sería fenomenal que uno pudiera hablar de estas cosas con su padre?
Puede que un día incluso lo intente. «Oye, papá, ¿has tenido que preocuparte alguna vez por el orgasmo femenino, ya sea en su manifestación clitoridiana o en su manifestación vaginal, sin perder de vista que ésta casi seguro que es pura mitología? A decir verdad, ¿sabes bien qué es el orgasmo femenino? ¿Qué me dices del punto G? ¿Qué significaba en 1955 "ser bueno en la cama", caso de que significase algo? ¿Cuándo se implantó en Gran Bretaña la práctica del sexo oral? ¿Envidias mi vida sexual, o te parece que es demasiado trabajosa? ¿Te ponías alguna vez nervioso al pensar en cuánto podías aguantar dale que te pego, o en tus tiempos no se pensaba siquiera en esas cosas? ¿No te alegras de no haber tenido que comprar nunca libros de recetas vegetarianas como paso previo al momento en que pudieras meterte dentro de las bragas de una mujer? ¿No te alegras de no haber tenido nunca esa conversación, ya sabes, "puede que seas un tío estupendo, pero ¿limpias el cuarto de baño alguna vez?", que se suele dar cuando menos te lo esperas? ¿No te alivia haberte ahorrado los peligros del parto a que se enfrentan todos los hombres en la modernidad?» (Y me pregunto, dicho sea de paso, qué diría él si no estuviese amordazado por su clase social, su sexo y su retraimiento, su falta de seguridad. Probablemente contestaría algo así: «Mira, hijo: deja de quejarte. En mis tiempos no se había inventado aún el buen polvo, y por muchas recetas vegetarianas que leas, por mucho que limpies el cuarto de baño, te lo pasas mucho mejor de lo que nosotros pudimos soñar siquiera.» Y tendría toda la razón, es verdad.)
Ése es el tipo de educación sexual que nunca he tenido, la que versa sobre puntos G y asuntos semejantes. A mí nadie me dijo nada que realmente importase; nadie me dijo cómo quitarte los pantalones con dignidad, qué decirle a ella cuando no consigues tener una erección, qué significaba en 1975, en 1985, y para qué hablar de 1995, eso de «ser bueno en la cama». Ojo al dato: nadie me dijo nada siquiera sobre el semen, sólo se hablaba de esperma, y ahí hay una diferencia crucial. Por lo que yo alcanzaba a saber, esas cosas microscópicas y con forma de renacuajo saltaban invisibles del final de tu trasto, y así, con ocasión de mi primera... Bueno, dejémoslo, da lo mismo. Sin embargo, conste que la formación desastrosamente parcial que recibí sobre el funcionamiento de los órganos sexuales masculinos me causó inquietud y vergüenza y me hizo pasar muy malos ratos hasta que una tarde, estando en un Wimpy Bar de aquellos de antes, un amigo de la escuela comentó sin que viniese a cuento que la saliva que había dejado en el borde de su vaso de wimpy-cola «parecía lefa», enigmática observación que me llevó a pasarme una semana entera rompiéndome la cabeza, en un estado febril, por más que en el acto, cómo no, soltara una risita ahogada, como si supiera muy bien de qué iba aquello. Es realmente difícil ver una materia ajena y desconocida, que flota en un vaso de cola, y a partir de esa mínima información adivinar cuál es el milagro mismo de la vida, pero eso fue lo que tuve que hacer, y conste que lo hice.
A lo que íbamos. Estamos de pie y nos besamos, nos sentamos de nuevo y nos besamos, y la mitad de mí me dice que no me apure, que no hay por qué preocuparse, mientras la otra mitad se siente muy a gusto consigo misma, o sea, conmigo, y estas dos mitades forman una totalidad que no deja sitio al aquí y ahora, a cualquier placer, o lujuria, de modo que empiezo a preguntarme si alguna vez he disfrutado de veras con esto, con la sensación física, y no tanto con el hecho en sí, o si no será más bien algo que entiendo que he de hacer, y cuando termina esta especie de ensoñación descubro que ya no nos besamos, que nos estamos abrazando, y que yo miro fijamente el respaldo del sofá. Marie me aparta un poco para poder mirarme; en vez de permitir que me vea con la mirada perdida, entorno los ojos y los cierro con fuerza, cosa que me saca del agujero más inmediato, pero que posiblemente, y a la larga, sea un craso error, porque seguramente tendré todo el aire de haberme pasado media vida esperando a que llegara este momento, y eso sin duda le meterá un miedo tremendo, o la llevará a dar por sentadas algunas cosas que no debería dar por sentadas.
—¿Estás bien? —me pregunta.
Asiento con un gesto.
—¿Y tú?
—De momento, sí. Pero no estaría nada bien si pensara que éste es el final de la noche.
Cuando tenía diecisiete añitos, me quedaba despierto por la noche, soñando y deseando que las mujeres me dijeran cosas como ésa. Ahora, en cambio, me devuelve de lleno al pánico.
—Seguro que no lo es.
—Eso está bien. En tal caso, si te parece, voy a preparar una copa para los dos. ¿Sigues con el whisky, o prefieres pasarte al café?
Sigo con el whisky, de modo que tendré al menos una excusa si no sucede nada, o si las cosas suceden demasiado deprisa, o si... lo que sea.
—¿Sabes qué? Llegué a pensar que me odiabas —dice—. Hasta esta noche, nunca me habías dicho más de dos palabras seguidas, y eso que siempre fueron palabras de cabreo sordo.
—¿Será por eso que te interesaba?
—Sí, puede ser, quién sabe, ¿no?
—Ésa no es la respuesta correcta.
—Ya, pero... Si un tío se porta conmigo de forma tan extraña, me apetece averiguar qué es lo que ocurre, ¿sabes?
—¿Y ahora ya lo sabes?
—Qué va. ¿Y tú?
Sí.
—Tampoco.
Nos reímos los dos de buena gana. Quién sabe: si me sigo riendo, a lo mejor logro posponer el momento de la verdad. Marie me dice que yo le había parecido muy mono, palabra que previamente nadie había utilizado en relación conmigo, y conmovedor, con lo cual me parece entender que quiere decir que soy callado y que siempre tengo cierto aire de estar un poco cabreado. Yo le digo que ella me parece guapísima, cosa que más o menos es cierta, y que tiene talento, de lo cual estoy totalmente convencido. Y así hablamos un buen rato, felicitándonos mutuamente por nuestra buena suerte y por nuestro buen gusto, que es como siempre suelen transcurrir esta clase de conversaciones después del beso y antes del sexo, según mi propia experiencia. Y me siento agradecido por todas y cada una de las banales palabras que nos decimos, porque me dan más tiempo.
En el sexo nunca me había entrado tan fuerte ese miedo devorador al momento de la verdad. Sí que me ponía nervioso, pero nunca tuve ninguna duda de que deseaba ir hasta el final; ahora, es más bien como si fuese suficiente con saber que si quiero, puedo, y si hubiese forma de hacer trampa, de dar un rodeo para ahorrarnos el siguiente paso —por ejemplo, si hubiese forma de conseguir que Marie firmase una especie de declaración en la que constara que he pasado la noche con ella—, la aprovecharía con los ojos cerrados. Me cuesta bastante imaginar, qué coño, que la emoción de hacerlo de verdad pueda ser mayor que la emoción que me produce de por sí estar en posición de hacerlo. Claro que a lo mejor así ha sido el sexo, para mí, durante toda la vida. A lo mejor nunca he gozado de la parte desnuda y sin tapujos del sexo, sino sólo de la cena, del café, del «hay que ver, si ésa también es la película que más me gusta de Hitchcock», o sea, de toda esa parte que es al fin y al cabo el largo preámbulo sexual, y no una charla de circunstancias, y...
¿A quién estoy engañando? Lo único que pretendo es sentirme algo mejor. Antes me encantaba el sexo en todas sus facetas y pasos sucesivos, las partes desnudas y las partes vestidas, y cuando hacía bueno, cuando soplaba el viento de popa, cuando no había bebido demasiado y no estaba muy cansado, cuando estaba además en el momento más adecuado de la relación (que no es demasiado pronto, cuando uno aún tiene los nervios de la primera noche, y tampoco demasiado tarde, cuando uno tiene, incluso sin querer, esa melancolía rutinaria y bluesera del «oh, no, otra vez lo mismo»), además se me daba bien. (Con lo cual ¿qué quiero decir exactamente? No lo sé. Supongo que sólo era que no había lugar a quejas, aunque las quejas nunca se expresan cuando estás así con personas de buena educación, ¿no?) Lo grave del caso es que han pasado
años
desde la última vez que hice algo así. ¿Y si se echa a reír? ¿Y si se me atasca el jersey cuando intente quitármelo? Con este jersey, eso suele ocurrir. No sé por qué motivo, el agujero del cuello ha encogido bastante, pero el resto está como nuevo; o eso, o es que me ha engordado la cabeza más deprisa que el resto del cuerpo, y si esta mañana hubiera sabido que..., qué más da.
—Tengo que irme —digo. No tenía ni idea de que iba a decir una cosa así, pero cuando oigo lo que acabo de decir, me parece que encaja perfectamente. ¡Por supuesto! ¡Qué fantástica idea! ¡Vete a casa, Rob! No tienes que montarte una historia de cama con Marie si de verdad no te apetece. ¡Qué maduro por tu parte!
Marie se me queda mirando.
—Antes, cuando te dije que esperaba que no fuera ése el final de la noche, quería decir, ya sabes..., que desayunaríamos juntos y todo eso. No me refería a otro whisky y a otros diez minutos de cháchara. Me encantaría que te quedases a pasar la noche.
—Oh, claro —digo sin ninguna convicción—. Claro.
—Joder con la delicadeza. La próxima vez que le diga a un tío que se quede a pasar la noche conmigo, mientras siga estando en este país, lo pienso hacer a la americana. Joder, yo creía que los ingleses erais los maestros de la discreción, el comedimiento y la sutileza, de andarse con rodeos a todas horas y toda esa milonga.
—Sí, es una cosa que solemos utilizar, pero que no entendemos cuando la utilizan los demás.
—¿Ahora me entiendes? ¿Hablo claro? Preferiría dejarlo aquí, antes de tener que decir algo hiriente.
—No, por mí está claro. Lo que pasa es que pensé, bueno, ya sabes, que convendría aclarar las cosas.
—¿Y está todo claro?
—Sí.
—¿Y te quedas?
—Sí.
—Bien.
Hace falta verdadero genio para hacer lo que acabo de hacer. Tuve la oportunidad de largarme sin más complicaciones y la desaproveché; entretanto, me he revelado como un individuo incapaz de llevar adelante eso del cortejo con una mínima elegancia y con la debida sofisticación. Ella echa mano de una forma simpática y muy sexy de pedirme que me quede a dormir con ella, y yo le hago creer que su lazo me ha pasado por encima de la cabeza sin acertarme, convirtiéndome así en el tipo de persona con el que ella, para empezar, nunca hubiese querido acostarse. Soy la pera.
Milagrosamente, sin embargo, ya no hay más hipidos. Sostenemos la conversación Durex de turno, es decir, que le digo que no he traído nada, y ella se echa a reír y apunta que le parecería de mal gusto que viniese dispuesto a todo, preparado, pero añade que lleva algo en el bolso. Los dos sabemos perfectamente de qué estamos hablando y por qué hablamos de esto, pero no le damos más vueltas. (No suele hacer falta, ¿a que no? Si pides un rollo de papel higiénico, no sueles mantener una conversación después sobre el uso que piensas darle.) Total, que ella coge su copa, me coge a mí de la mano y me lleva al dormitorio.
Malas noticias: hay un intermedio para el lavabo. Odio esos intermedios de lavabo, todo ese rollo, «si quieres puedes usar el cepillo de dientes verde y la toalla rosa». Que nadie me entienda mal: la higiene personal tiene la mayor importancia, y los que no se lavan los dientes terminan por ser cortos de vista y tontos de remate, y yo no consentiría que un hijo mío, etc., etc. Lo que quiero decir es que ¿no podemos encontrar un momento libre más indicado? Se supone que estamos arrebatados por una pasión que ninguno de los dos puede controlar cuando hemos llegado a este punto, así que ¿cómo coño encuentra el tiempo indispensable para pensar en sus Neutrogena, en su hidratante de caroteno, en sus bolas de algodón y en todo lo demás? En líneas generales, prefiero a las mujeres que están dispuestas a saltarse a la torera las costumbres de toda una vida en tu honor; en todo caso, los intermedios de lavabo no son nada buenos para los nervios de un tío, ni tampoco son beneficiosos para su entusiasmo, y creo que me explico. Me decepciona sobre todo enterarme de que Marie es amiga de los intermedios, porque pensé que sería un poco más bohemia, teniendo en cuenta su contrato de grabación y todo lo demás; pensé que el sexo sería con ella un poco más guarro, en sentido literal y en sentido figurado. En cuanto llegamos al dormitorio, desaparece sin decir más, y me quedo plantado, enfriado, preocupado por una cuestión tan baladí como es si debo desnudarme o no.
Es que si me desnudo y entonces viene ella y me ofrece el cepillo de dientes verde, estoy hundido: eso supone o bien dar el largo paseo hasta el cuarto de baño en pelotas, y para eso de momento no estoy preparado, o bien ir vestido del todo, con el riesgo de que después se me atasque el jersey al quitármelo. (Declinar el ofrecimiento del cepillo verde ni se considera, por razones obvias.) Para ella no hay problema, por supuesto: todo esto es algo que se puede ahorrar tranquilamente. Puede volver del cuarto de baño con una camiseta talla supergrande, con una foto de Sting, que después se quitará sin que me dé cuenta, o bien cuando yo esté en el cuarto de baño; así no habrá tenido que enseñar nada, mientras que yo seré un despojo de pura humillación. Me acuerdo entonces de que casualmente llevo puestos unos calzoncillos muy molones (regalo de Laura) y una camiseta blanca bastante limpia, así que puedo elegir la opción «ropa interior en la cama», que es una solución de compromiso no del todo inaceptable. Cuando vuelve Marie, estoy hojeando el libro de John Irving que estaba en la mesilla, con el aire más compuesto y más ancho que logro adoptar.
Y me toca a mí el turno de ir al baño a lavarme los dientes; vuelvo, hacemos el amor, charlamos un rato, apagamos la luz y eso es todo. No pienso dejarme llevar a la otra historia, al «quién le hizo qué a quién». ¿No conoces «Behind Closed Doors», de Charlie Rich? Es una de mis canciones preferidas.
Tienes todo el derecho a enterarte de algunos detalles, digo yo. Tienes todo el derecho a saber que no me vine abajo, que no me afectó ninguno de los grandes problemas, que no cumplí como se suponía que debía, es verdad, aunque Marie dijo que de todos modos había estado muy bien, y yo la creí; tienes todo el derecho a enterarte de que yo también me lo pasé en grande, y que en un momento u otro, a mitad de la historia, recordé qué es lo que de veras me gusta del sexo: lo que más me gusta del sexo es que me puedo soltar, me puedo perder por completo. El sexo, a decir verdad, es la actividad más absorbente que he descubierto desde que soy adulto. Cuando era niño, sentía eso mismo al pensar en otras cosas, cosas de lo más diverso: los mecanos,
El libro de la selva, Biggles, The Man from U.N.C.L.E.,
los dibujos animados de los sábados por la mañana... Era capaz de olvidar dónde estaba, qué hora era, con quién estaba. El sexo es la única actividad semejante que he descubierto de adulto, quitando alguna que otra película muy de vez en cuando: los libros dejan de ser así cuando uno deja de ser adolescente, y esa sensación es algo que no he encontrado nunca, la verdad sea dicha, en mi trabajo. Todo ese horroroso envaramiento previo al sexo deja de atenazarme, y me olvido de dónde estoy, de qué hora es... Y sí, qué coño, me olvido también de con quién estoy, al menos por un momento. El sexo es la única actividad propia de un adulto que sé cómo se hace. Es raro, entonces, que sea lo único que me hace sentirme como si tuviese diez años.