—Mamá, esta tarde pasan
Genoveva
por la tele.
—Ya lo sé. La vamos a grabar.
—Caramba, ¿desde cuándo tenéis vídeo?
—Desde hace varios meses.
—Pues no me lo habíais dicho.
—Tampoco lo habías preguntado.
—A ver, ¿se supone que he de preguntaros todas las semanas si habéis comprado algún electrodoméstico nuevo?
Una señora inmensa, que lleva algo parecido a un caftán amarillo chillón, avanza hacia nosotros.
—Hola. Tú debes de ser Robert, ¿verdad?
—Sí, soy Rob. Encantado.
—Yo soy Yvonne, la dueña de la casa, la anfitriona. —Y suelta una risa demencial que no viene a cuento. Me apetece ver a Kenneth More—. Oye, tú eres el que trabajas en la industria de la música, ¿no es cierto?
Miro a mi madre, y ella mira a otro lado.
—No, la verdad es que no. Tengo una tienda de discos, ¿sabe?
—Ah, bueno. Da lo mismo. En fin, más o menos, ¿verdad? —Vuelve a reír, y aunque sería un consuelo pensar que está algo achispada, mucho me temo que no es eso.
—Bueno, supongo que sí, pero es como si la dependienta que revela las fotos en Boots trabajase en la industria del cine, claro.
—Rob, ¿te presto mis llaves? Si quieres, puedes ir a casa y preparar el té...
—Claro. No sea que me quede aquí y lo pase bien...
Yvonne farfulla algo que no entiendo y se va como ha venido. En el fondo, mi madre se alegra tanto de verme por aquí que no me lo va a poner crudo, pese a lo cual me avergüenzo un poco de mis palabras.
—Puede que ya sea hora de tomar el té, ¿verdad? —Se aleja para despedirse de Yvonne y darle las gracias; Yvonne me mira, ladea la cabeza y pone cara de pena; está claro que mamá le está contando lo de Laura para explicar y disculpar mi brusquedad. Me da lo mismo. Quién sabe, a lo mejor Yvonne me invita a la siguiente sesión de cata.
Nos vamos a casa y vemos el final de
Genoveva.
Mi padre vuelve una hora después. Está borracho.
—Nos vamos todos al cine —dice.
Esto ya es demasiado.
—Papá, pero si a ti no te gusta el cine.
—Ojo, no me gusta la basura que tú vas a ver al cine, pero sí me gustan las películas bien hechas, las películas británicas.
—¿Y qué ponen en el cine? —le pregunta mi madre.
—Regreso a Howard's End.
Es la continuación de
Una habitación con vistas.
—Ah, pues qué bien —dice mi madre—. ¿Viene alguien más de los de la fiesta?
—Sólo les apetece a Yvonne y a Brian. Venga, hay que moverse, que empieza dentro de media hora.
—Mejor será que me marche —digo. Apenas he cruzado palabra con ellos dos en lo que va de tarde.
—Tú no te vas a ninguna parte —dice mi padre—. Vienes con nosotros. Venga, invito yo.
—Que no es por el dinero, papá. —¿Cómo voy a explicarle que es por Merchant y por el pesado de Ivory?—. Es por la hora. Mañana tengo que trabajar.
—No te me rajes, chico. Estarás en la cama antes de las once. Además, te vendrá bien distraerte, dejar de pensar en tus cosas.
Es la primera referencia al hecho de que hay cosas que más me valdría quitarme de la cabeza.
Además, se equivoca. Cuando tienes treinta y cinco años, ir al cine con tu madre, tu padre y los chiflados de sus amigos no te sirve para quitarte cosas de la cabeza, según descubro sobre la marcha. Si acaso, sirve para meterte a fondo en unas cuantas cosas. Así, mientras esperamos a que Yvonne y Brian se compren prácticamente todas las existencias del tenderete de palomitas, vivo una experiencia terrible, demoledora: el individuo más patético del mundo me sonríe de lejos, dándome a entender que me ha reconocido. El Individuo Más Patético del Mundo lleva unas inmensas gafas al estilo de Dennis Taylor y encima aparato dental; lleva un sucio anorak pardo y unos pantalones marrones de pana desgastados en las rodillas; también él viene a ver
Regreso a Howard's End
con sus padres, a pesar de que tiene veintimuchos años. Y para colmo me dedica esa sonrisilla terrible, porque piensa que acaba de descubrir a un espíritu gemelo. Me perturba tantísimo que no puedo concentrarme en Emma Thompson, Vanessa y todos los demás; cuando por fin me centro un poco ya es demasiado tarde, y la película ha avanzado un trecho tan largo que ya no pesco nada. Al final, a uno de los personajes le cae encima una estantería llena de libros.
Llegaría al extremo de afirmar que la sonrisa del Individuo Más Patético del Mundo se ha convertido en uno de mis cinco momentos más terribles de todos los tiempos, aunque los otros cuatro ahora mismo se me escapan. Ya sé que no soy tan patético como el Individuo Más Patético del Mundo (por ejemplo, me permito dudar que haya pasado esta noche durmiendo con una cantante americana que ya tiene dos discos en la calle); lo que importa es que la diferencia que pueda haber entre nosotros a él no le resulta obviamente inmediata, y entiendo bien por qué. A decir verdad, éste es el no va más, el atractivo máximo que puede tener el sexo opuesto para cualquiera de nosotros, jóvenes y viejos, hombres y mujeres por igual: necesitamos que alguien nos salve de esas sonrisas de simpatía que destellan en la cola del cine un domingo por la noche; necesitamos que alguien nos impida caer en el pozo en el que los solteros empedernidos viven con sus padres. Yo no pienso volver a caer en ese pozo; prefiero quedarme en casa durante el resto de mi vida antes que arriesgarme a suscitar esa clase de atención.
A lo largo de la semana pienso bastante en Marie, pero también pienso en el Individuo Más Patético del Mundo, y pienso, por indicación de Barry, en mis cinco episodios preferidos de
Cheers:
1) aquel en el que Cliff encuentra una patata que se parece a Richard Nixon como dos gotas de agua; 2) otro en el que aparece John Cleese dando consejos de terapia de pareja a Sam y Diane; 3) aquel en el que todos creen que el jefe del estado mayor de las fuerzas armadas de Estados Unidos, personaje que interpreta un tío que es almirante en la vida real, le ha robado los pendientes a Rebecca; 4) otro en que Sam consigue un trabajo como presentador de un programa de deportes en televisión; 5) aquel en el que Woody cantaba una ridícula canción sobre Kelly. (Barry comenta que me he equivocado en cuatro de los cinco, insiste en que no tengo ningún sentido del humor, y termina diciendo que piensa pedir a los responsables de Channel 4 que los viernes, entre las nueve y media y las diez, anulen la recepción de la señal en mi piso, porque soy un espectador que no se merece
Cheers
, que no sabe apreciarlo.) En cambio, no pienso para nada en lo que dijo Laura el sábado por la noche; mejor dicho, no pienso en eso hasta el miércoles, porque llego a casa y me encuentro con un mensaje suyo. Es poca cosa; sólo me pide la copia de una factura que debe de estar en el archivador de los asuntos domésticos, pero por el tono de su voz comprendo que parte de lo que hablamos el sábado debería haberme alterado, aunque no es así.
En primer lugar —a decir verdad, en primer y último lugar—, eso de que no se haya acostado con Ian... ¿Cómo tener la seguridad de que me está diciendo la verdad? Por lo que yo sé, podría llevar semanas, incluso meses acostándose con él. En cualquier caso, sólo dijo que no se ha acostado con él de momento, y eso lo dijo el sábado, es decir, hace ya cinco días. ¡Cinco días! ¡Desde entonces puede haberse acostado cinco veces con él! (Desde entonces, podría haberse acostado veinte veces con él, pero yo ya me entiendo.) Y aunque todavía no lo haya hecho, es indudable que amenazaba con hacerlo. ¿Qué quiere decir «de momento»? Por ejemplo, «De momento no he visto
Reservoir Dogs».
¿Qué significa eso? Está claro: significa que piensas ir a verla un día de éstos, ¿no?
—Oye, Barry, si yo te dijera que de momento no he visto
Reservoir Dogs,
¿tú qué entenderías?
Barry se me queda mirando.
—Venga, ¿tú qué entenderías? Piensa bien en esa frase: de momento no he visto
Reservoir Dogs.
—Pues que eres un mentiroso. Una de dos: o me estás mintiendo o te has vuelto majara, porque la has visto dos veces. Una con Laura, otra conmigo y con Dick. ¿No te acuerdas? Luego estuvimos hablando un buen rato sobre quién mata al señor Rosa, o al color que fuera, joder.
—Sí, sí, ya lo sé. Pero imaginemos que no la he visto, y que te digo entonces: de momento no he visto
Reservoir Dogs.
¿Tú qué pensarías?
—Pensaría que estás enfermo y me darías lástima.
—No, lo que quiero que me digas, cuando oyes esa frase, es si piensas que tengo la intención de ir a verla.
—Pues espero que sí, claro, porque si no tendría que pensar que no eres amigo mío.
—No, espera. Es que...
—Perdona, Rob, pero no me entero de nada. No entiendo adónde quieres llegar con esta conversación. Me estás preguntando qué pensaría si tú me dijeras que no has visto una película que sí has visto. ¿Qué se supone que tengo que decir?
—Tú escúchame bien. Si yo te dijera...
—... que de momento no has visto
Reservoir Dogs,
ya lo sé, ya lo has dicho antes...
—¿Tendrías..., tendrías la sensación de que me apetece ir a verla?
—Bueno... Puede que sí, pero tampoco pensaría que te mueres de ganas de verla, porque en ese caso ya habrías ido antes, ¿no?
—Exacto. Fuimos la noche del estreno, ¿verdad?
—Pero al decir de momento... Sí, yo diría que sí te apetece ir a verla. Si no, dirías que no te tienta demasiado.
—En tu opinión, ¿está claro que iría a verla un día de éstos?
—¿Y cómo quieres que lo sepa, tío? Quién sabe, a lo mejor te atropella un autobús, o te quedas ciego, o te pasa otra calamidad. A lo mejor te quitas la idea de la cabeza; a lo mejor te quedas sin blanca, o puede que te hartes de que todo el mundo te vaya diciendo que la tienes que ver, que no te la pierdas.
Eso no me gusta nada.
—¿Y por qué iban a decírmelo? ¿Qué le importa a la gente que la vea o que no?
—Tío, claro que importa: es una película acojonante. Es divertida, es violenta, salen Harvey Keitel y Tim Roth, tiene de todo. Y encima, tiene una banda sonora que te cagas.
A fin de cuentas, puede que no sea posible comparar
Reservoir Dogs
con el hecho de que Ian se acueste con Laura. Ian no tiene ni punto de comparación con Harvey Keitel y Tim Roth. No es ni mucho menos divertido, ni violento, y tiene una banda sonora que da asco, al menos a juzgar por lo que a veces nos llegaba del otro lado del techo. Bueno, ya basta.
De todos modos, no deja de preocuparme ese «de momento».
Llamo a Laura al trabajo.
—Ah, hola, Rob —dice como si yo fuese un amigo cuya llamada le diera una alegría: en primer lugar, no soy un amigo; además, no se alegra de que la llame. Aparte de eso...—. ¿Qué tal va todo?
No pienso dejar que se salga por la tangente con ese tono que hace pensar que sí, que antes salíamos juntos, pero que ahora todo va bien.
—Bastante mal, gracias —digo. Ella suspira—. Oye, ¿podemos vernos un rato? La otra noche dijiste algunas cosas de las que me gustaría hablar contigo.
—No quiero... No, es que todavía no estoy preparada para hablar otra vez de todo aquello.
—Vaya, ¿y qué quieres que haga yo mientras tanto?
Me doy cuenta de que me estoy poniendo quejica, agrio y desabrido, pero no creo que pueda contenerme.
—Vive tu vida, chico. No puedes esperar a que yo te diga por qué no quiero verte nunca más.
—¿Y qué ha sido de la posibilidad de que volviéramos a estar juntos?
—No lo sé.
—Lo digo porque la otra noche tú dijiste que cabía esa posibilidad.
Por este camino no llegaré a ninguna parte, está claro; además, entiendo que ella no está de humor para hacer concesiones de ninguna clase, pero a pesar de todo insisto.
—Yo no dije nada de eso.
—¡Sí que lo dijiste! ¡Lo dijiste, vaya que sí! ¡Dijiste que había una posibilidad de volver a estar juntos! ¡Dijiste que sí, que aún podíamos...!
Joder. Esto es realmente lamentable.
—Rob, estoy trabajando. Ya hablaremos...
—Oye, si no quieres que te llame al trabajo, a lo mejor deberías darme tu nuevo número de teléfono particular. Lo siento mucho, Laura, pero no pienso colgar ni pienso dejar de llamarte hasta que me digas que estás dispuesta a tomarte una copa conmigo. No entiendo por qué coño ha de ser todo esto como tú digas, así que ya vale.
Se le escapa una risita un tanto agria.
—Vale, vale, vale. Está bien. ¿Nos vemos mañana por la noche? Ven a recogerme a la salida del trabajo, ¿te parece bien?
Lo dice como si estuviera totalmente derrotada.
—¿Mañana por la noche? ¿El viernes? ¿Seguro que no estás ocupada? Estupendo, fenomenal. Me encantará verte.
No estoy muy seguro de que haya oído el tono positivo, conciliatorio y sincero que cuelo al final, porque me ha colgado.
Estamos los tres haciendo el vago en la tienda, a punto de cerrar e irnos a casa, repasando los cinco mejores temas de un single, solamente la primera cara, de todos los tiempos. Los míos son «Janie Jones», de los Clash, tomado de
The Clash
, el primer disco del grupo; «Thunder Road», de Bruce Springsteen, tomado de
Born to Run;
«Smells Like Teen Spirit», de Nirvana, tomado de
Nevermind;
«Let's Get It On», de Marvin Gaye, tomado de
Let's Get It On;
«Return of the Grievous Angel», de Gram Parsons, tomado de
Grievous Angel.
—¿No se te ocurre nada más típico, tío? —me suelta Barry—. ¿Qué pasa con los Beatles? ¿Y dónde te dejas a los Rolling Stones? ¿Qué fue del cabrón ese... de ese cabrón de Beethoven? ¿No te gusta el primer corte de la cara uno de la
Quinta Sinfonía?
Coño, tendrían que quitarte la licencia para ser dueño de una tienda de discos.
Luego nos enzarzaremos en la discusión de siempre, a saber, si Barry es en el fondo un esnob y un oscurantista (los Fire Engines, que salen en la lista de Barry, ¿realmente son mejores que Marvin Gaye, que no aparece?), o si yo soy un aburrido, un carroza mediocre. Y Dick dice de pronto, por vez primera desde que trabaja en Championship Vinyl, si descontamos las veces que ha tenido que irse a sitios lejanísimos para ver actuar a uno de esos grupos absurdos, que esta noche, chicos, lo siente mucho, no puede venir al pub.
Se hace un silencio de asombro en buena parte fingido.