Authors: Ken Follett
Una misión de alto riesgo protagonizada por seis valientes mujeres dan cuerpo a esta apasionante novela. En ella Ken Follett quiere rendir un homenaje a todas aquellas mujeres que arriesgaron sus vidas para realizar peligrosas operaciones como agentes encubiertos durante la Segunda Guerra Mundial. Una acción trepidante y unos personajes cautivadores son los principales ingredientes de esa historia destinada a convertirse en un clásico del género bélico.
Ken Follett
Alto riesgo
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ePUB v1.2
Piolín.3926.11.11
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Título original: JACKDAWS
Traducido de la edición original de Bantam Books, Nueva York
© 2001, Ken Follett
© 2001 de la edición en castellano para todo el mundo:
GRIJALBO MONDADORI, S.A. Aragó, 385, 08013 Barcelona www.grijalbo.com
© 2001, José Antonio Soriano, por la traducción Primera edición. Reservados todos los derechos
ISBN: 84─253─3628─0
Depósito legal: B. 41.394─2001
Impreso en BIGSA, Manuel Fernández Márquez, s/n, mód. 6─1 08930 Sant Adria del Besó
Durante la Segunda Guerra Mundial, el Ejecutivo de Operaciones Especiales envió a Francia un total de cincuenta mujeres. Treinta y seis sobrevivieron a la contienda. Las otras catorce perdieron la vida en acto de servicio.
Este libro está dedicado a todas ellas.
Las mujeres no solían llevar a cabo operaciones de sabotaje; pero Pearl Witherington, una experimentada correo británica, se hizo cargo de un activo maquis en Berry integrado por unos dos mil hombres y lo dirigió con gallardía e inteligencia después de que la Gestapo detuviera a su organizadora. Fue encarecidamente recomendada para una Cruz Militar, distinción que se consideraba inadecuada para las mujeres; en su lugar, recibió un MBE civil, que rechazó alegando no haber hecho nada civil.
M.R.D. Foot, «S.O.E. in France» (HMSO, Londres, 1966
Un minuto antes de la explosión, la plaza mayor de Sainte-Cécile estaba tranquila. La tarde era cálida, y una capa de aire inmóvil cubría la ciudad como una sábana. El perezoso repique de la campana convocó a los fieles a la iglesia con escaso entusiasmo. A Felicity Clairet le sonaba a cuenta atrás.
El edificio más sobresaliente de la plaza era el palacio del siglo XVII. Versión a escala reducida de Versalles, su majestuosa fachada principal estaba flanqueada por dos alas, que se prolongaban en ángulo recto hacia la parte posterior. El edificio constaba de sótano y dos plantas rematadas por un tejado alto con buhardillas.
A Felicity, más conocida como Flick, le encantaba Francia. Le gustaban sus hermosos edificios, su benigno clima, sus relajadas comidas y sus cultivadas gentes. Admiraba la pintura francesa, la literatura francesa y la moda francesa. Para muchos extranjeros, los franceses eran gente poco simpática, pero Flick hablaba el idioma del país desde los seis años y nadie habría adivinado que era inglesa.
Le dolía que la Francia que amaba hubiera dejado de existir. No había bastante comida para comer relajadamente, los nazis se habían llevado las pinturas y las únicas que vestían con elegancia eran las putas. Como la mayoría de las francesas, Felicity llevaba un vestido que había perdido la forma y el color de tanto lavarlo. Deseaba con todas sus fuerzas el retorno de la auténtica Francia, que tal vez se produjera pronto si ella y los suyos cumplían con su deber.
Aunque quizá no viviera para verlo; de hecho, puede que le quedaran unos minutos de vida. No era fatalista; deseaba vivir. Quería hacer cientos de cosas después de la guerra: acabar su tesis, tener un hijo, visitar Nueva York, comprarse un deportivo, beber champán en las playas de Cannes... No obstante, si estaba a punto de morir, celebraba pasar sus últimos instantes de vida en una plaza soleada, frente a un hermoso edificio antiguo, con las acariciantes cadencias del idioma francés en los oídos.
El cháteau había sido la residencia de la aristocracia local, pero el último conde de Sainte-Cécile había sido decapitado en la guillotina en 1793. Los jardines ornamentales se habían transformado en viñedos hacía mucho tiempo, pues aquélla era una comarca vinícola en el corazón de la Champaña. En la actualidad, el edificio alojaba una importante central telefónica por iniciativa de un ministro del ramo nacido en Sainte-Cécile.
A su llegada, los alemanes habían ampliado la central para establecer conexiones entre la red francesa y la nueva ruta de cable hacia Alemania. También habían instalado el cuartel general de la Gestapo para la región en el edificio, con oficinas en las dos plantas y celdas en el sótano.
Los aliados habían bombardeado el palacio hacía cuatro semanas. Los pesados cuatrimotores Lancaster y las Fortalezas Volantes que sobrevolaban Europa todas las noches eran poco precisos ─a veces no acertaban ni a toda una ciudad─, pero la última generación de cazabombarderos, los Lightning y los Thunderbolt, podían atacar en pleno día y alcanzar un blanco relativamente pequeño, un puente o una estación ferroviaria. La mayor parte del ala oeste del edificio había quedado reducida a un montón de irregulares ladrillos rojos y sillares de piedra blanca del siglo XVI.
Sin embargo, el bombardeo aéreo no había cumplido su objetivo. Los trabajos de reparación progresaban a buen ritmo, y el servicio telefónico sólo se había interrumpido el tiempo que tardaron los alemanes en reemplazar las centralitas. Todos los sistemas de telefonía automática y los imprescindibles amplificadores para las líneas de larga distancia se encontraban en el sótano, que apenas había sufrido daños.
Por eso estaba allí Flick.
El palacio, situado en el lado norte de la plaza, estaba rodeado por una alta verja de pilares de piedra y rejas de hierro forjado, vigilada por centinelas uniformados. En el lado este, la pequeña iglesia medieval abría sus vetustas puertas de madera al aire primaveral y a los fieles. Frente a ella, en el extremo oeste de la plaza, se alzaba la casa consistorial, por un alcalde ultraconservador que tenía pocas desavenencias con los mandos de las fuerzas de ocupación. El lado sur lo formaban una hilera de tiendas y un bar llamado Café des Sports. Sentada en la terraza, Flick esperaba a que la campana dejara de repicar. Sobre el velador había un vaso de vino blanco local, suave y de poco cuerpo. No lo había probado.
Felicity era mayor del ejército británico. Oficialmente, pertenecía al First Aid Nursing Yeomanry, cuerpo femenino inevitablemente conocido como FANY. Pero eso no era más que una tapadera. En realidad, trabajaba para una organización clandestina, el Ejecutivo de Operaciones Especiales, encargada de llevar a cabo acciones de sabotaje tras las líneas enemigas. A sus veintiocho años, era uno de los agentes más viejos. Aquélla no era la primera vez que se sentía a un paso de la muerte. Había aprendido a convivir con el peligro y a dominar el miedo, a pesar de lo cual, cada vez que miraba los cascos de acero y los potentes fusiles de los centinelas del palacio, sentía que una mano helada le oprimía el corazón.
Tres años antes, su mayor ambición era convertirse en profesora de literatura francesa en alguna universidad de Inglaterra y enseñar a sus alumnos a apreciar la fuerza de Víctor Hugo, la inteligencia de Flaubert y la pasión de Zola. Trabajaba en la Oficina de Guerra traduciendo documentos franceses, cuando la convocaron a una misteriosa entrevista en una habitación de hotel y le preguntaron si estaba dispuesta a aceptar una misión peligrosa.
Respondió que sí sin pensárselo mucho. El país estaba en guerra, y todos sus antiguos compañeros de Oxford arriesgaban la vida a diario. ¿Por qué no iba a hacerlo ella? Dos días después de la Navidad de 1941 había empezado su adiestramiento como agente del EOE.
Seis meses más tarde, convertida en correo, llevaba mensajes desde el cuartel general del Ejecutivo, en el 64 de Baker Street, Londres, a los grupos de la Resistencia en la Francia ocupada, en la época en que escaseaban las radios, por no hablar de los operadores. Saltaba en paracaídas, se movía por el país con documentos de identidad falsos, contactaba con la Resistencia, les entregaba las órdenes y tomaba nota de sus respuestas, quejas y peticiones de armas y munición. Para el viaje de regreso, acudía a la cita con el avión de recogida, generalmente un Westland Lysander de tres asientos, tan pequeño que podía aterrizar en seiscientos metros de hierba.
De correo había ascendido a organizadora de sabotajes. La mayoría de los agentes del Ejecutivo eran oficiales y en teoría estaban al mando de un grupo de la Resistencia. En la práctica, los partisanos no acataban la disciplina militar, y los agentes tenían que ganarse su cooperación mostrando firmeza, competencia y arrojo.
Era un trabajo peligroso. Flick había superado el curso de adiestramiento con seis hombres y tres mujeres; al cabo de dos años, ninguno de ellos seguía en activo. Dos habían muerto con toda certeza: uno por disparos de la Milicia, la odiada policía de seguridad francesa, y el otro, al no abrirse su paracaídas. Los demás habían sido capturados, interrogados, torturados y, posteriormente, enviados a campos de prisioneros en Alemania. Flick había sobrevivido porque era inflexible, reaccionaba con rapidez y su obsesión por la seguridad rayaba en la paranoia.
Junto a ella estaba sentado su marido, Michel, jefe del circuito de la Resistencia con nombre en clave «Bollinger» y base en la ciudad catedralicia de Reims, a dieciséis kilómetros de Sainte-Cécile. Aunque estaba a punto de jugarse la vida, Michel seguía arrellanado en su silla, con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda y un vaso largo de la pálida y aguada cerveza de tiempos de guerra en la mano. Su sonrisa despreocupada había conquistado el corazón de Felicity durante su estancia en la Sorbona, donde preparaba una tesis sobre la ética en la obra de Moliere, que había dejado a medias al estallar la guerra. Él era un joven y desaliñado profesor de Filosofía con una legión de alumnos entusiastas.
Seguía siendo el hombre más atractivo que había conocido. Era alto y llevaba trajes arrugados y descoloridas camisas azules con elegante descuido, y el pelo siempre un poco más largo de la cuenta. Tenía una voz ronca e insinuante, y la intensa mirada de sus ojos azules te hacía sentir que no había otra mujer en el mundo.
Aquella misión había proporcionado a Flick la anhelada oportunidad de pasar con él unos días, que sin embargo, no habían sido felices. No podía decirse que hubieran discutido, pero Michel la había tratado con un afecto tibio, como si hiciera las cosas con desgana, y Felicity se había sentido herida. Su instinto le decía que le interesaba otra. Sólo tenía treinta y cinco años, y su desaliñado encanto seguía funcionando con las jovencitas. El hecho de que, debido a la guerra, hubieran estado más tiempo separados que juntos desde poco después de la boda no contribuía a mejorar las cosas. Y había montones de chicas guapas y bien dispuestas, se dijo Flick amargamente, en la Resistencia y fuera de ella.