Authors: Ken Follett
El mayor se quedó de una pieza. La Gestapo solía intimidar a los paisanos.
─¿Cómo dice? ─preguntó el mayor en un tono menos agresivo. Diether consultó su reloj.
─Llevo aquí treinta y dos minutos. Podía haber hecho una docena de fotos y haberme marchado hace rato. ¿Es usted el responsable de la seguridad?
─¿Con quién hablo?
─Mayor Diether Franck, a las órdenes directas del mariscal de campo Rommel.
─¡Franck! ─exclamó el oficial de la Gestapo─. ¿No me reconoces? Diether lo miró detenidamente.
─¡Dios santo! ─exclamó Diether─. ¡Willi Weber! ─ SturmbannführerWeber, a tu servicio.
Como la mayoría de los oficiales de la Gestapo, Weber ostentaba una graduación en las SS, que consideraba más prestigiosa que su rango en la policía.
─Qué casualidad... ─murmuró Diether.
Ahora se explicaba los fallos de seguridad.
En su juventud, Willi y Diether habían sido colegas de la policía en la Colonia de los años veinte. Diether destacó enseguida; Willi era una nulidad. A Weber le molestaba el éxito de su antiguo compañero, que atribuía a sus orígenes familiares. (Los orígenes de Diether no tenían nada de extraordinario, pero Weber, hijo de un estibador, no opinaba lo mismo.)
A la postre, Weber había perdido su puesto. Diether empezó a acordarse de los detalles: se había producido un accidente de tráfico, la gente se había agolpado a mirar y Weber, presa del pánico, había disparado el arma y matado a un curioso.
Hacía quince años que no lo veía, pero se imaginaba los episodios fundamentales de la carrera de Weber: se había afiliado al partido nazi, se había convertido en organizador de voluntarios, había pedido trabajo en la Gestapo alegando su experiencia policial y había ascendido como la espuma en aquella comunidad de inútiles y amargados.
─¿Qué te trae por aquí? ─preguntó Weber.
─Comprobar vuestra seguridad para el mariscal de campo. Weber se puso en guardia.
─Nuestra seguridad es buena.
─Buena para una fábrica de salchichas. Mira a tu alrededor. ─ Diether abarcó la plaza del pueblo con un gesto de la mano─. ¿Y si esa gente perteneciera a la Resistencia? Liquidarían a tus centinelas en cuestión de segundos. ─Señaló a una joven alta con una chaqueta fina sobre el vestido─. ¿Y si llevara un arma bajo la chaqueta? ¿Y si...?
Se interrumpió.
De repente, comprendió que aquello no era una simple fantasía tejida para reforzar su argumento. Su inconsciente había visto a la gente de la plaza desplegándose en orden de batalla. La rubita y su marido se habían puesto a cubierto en la puerta del bar. Los dos hombres que remoloneaban en el atrio de la iglesia habían buscado el amparo de sendas columnas. La chica alta de la chaqueta fina, que hacía unos instantes miraba un escaparate, había retrocedido y se había parapetado detrás de su coche. Mientras la observaba, la joven se desabrochó la chaqueta y Diether, mudo de asombro, comprobó que su fantasía había resultado profética: bajo la chaqueta ocultaba una metralleta con culata de esqueleto, el arma favorita de la Resistencia.
─¡Dios mío! ─exclamó.
Se llevó la mano a la chaqueta, pero recordó que no llevaba pistola.
¿Dónde estaba Stéphanie? Miró alrededor, momentáneamente presa de algo muy parecido al pánico, pero comprobó que la chica estaba a sus espaldas, esperando pacientemente a que acabara de hablar con Weber.
─¡Al suelo! ─gritó.
Al tiempo que lo decía, oyó una explosión.
En el umbral del Café des Sports, Flick se alzó de puntillas para mirar por encima del hombro de su marido. Permanecía alerta, con el corazón palpitante y los músculos en tensión; pero la sangre fluía por su cerebro como agua helada, y observaba y calculaba con fría objetividad.
Había ocho centinelas a la vista: dos en la entrada, para verificar los pases; otros dos tras ellos, ante la verja; dos más patrullando por la explanada, y los dos últimos en lo alto del corto tramo de escaleras que conducía a la imponente puerta del palacio. Pero el grueso de los hombres de Michel no entraría por la verja.
La larga fachada norte de la iglesia formaba parte del muro que rodeaba la explanada del palacio. El extremo norte del crucero penetraba unos metros en la zona de aparcamiento que ocupaba parte del antiguo jardín ornamental. En la época del Ancien Regime, el conde disponía de una entrada particular al templo, una portezuela en el muro del transepto. El vano había sido tapiado con tablones cubiertos con yeso hacía más de un siglo, y seguía en el mismo estado.
Hacía una hora, un cantero jubilado llamado Gaston había entrado en la iglesia vacía y colocado cuidadosamente cuatro cargas de explosivo plástico amarillo de veintidós gramos al pie de la puerta tapiada. Había insertado los detonadores, los había conectado entre sí para que actuaran simultáneamente y había añadido una mecha de cinco segundos conectada a un émbolo. A continuación, había esparcido ceniza del hogar de su casa para ocultar la mecha y arrimado un viejo banco de madera a la puerta para acabar de disimularla. Satisfecho de su trabajo, se había arrodillado y se había puesto a rezar.
Hacía unos segundos, al cesar las campanadas, Gaston se había levantado del banco, había recorrido los pocos metros que lo separaban del crucero, había presionado el émbolo y había corrido a ponerse a cubierto tras una esquina. La explosión había sacudido siglos de polvo de los arcos góticos, pero el transepto permanecía vacío durante los servicios, por lo que nadie había resultado herido.
Tras el estampido, un silencio sepulcral se abatió sobre la plaza. Todo el mundo se quedó petrificado: los centinelas de la entrada del palacio, los que patrullaban por la explanada, el mayor de la Gestapo, el alemán elegante y su atractiva querida. Llena de aprensión, Flick volvió la cabeza hacia la verja y clavó los ojos en la explanada. En la zona de aparcamiento quedaba una reliquia del jardín del siglo XVII, una fuente de piedra con tres querubines retozones y musgosos de los que antaño brotaban los chorros de agua. En torno a la pila seca había aparcados un camión, un coche blindado, un Mercedes sedán pintado del color verde grisáceo del ejército alemán y dos Citroen negros «traction avant» de los que la Gestapo solía usar en Francia. Hacía un instante, un soldado estaba llenando el depósito de uno de los Citroen usando una bomba de gasolina grotescamente recortada contra una de las altas ventanas del palacio. Durante unos segundos, nada se movió. Flick contuvo la respiración y esperó.
En el interior de la iglesia, entre los fieles que asistían a misa, había diez hombres armados. El párroco, que no simpatizaba con la causa y, en consecuencia, no estaba sobre aviso, debía de haberse felicitado por la insólita asistencia al servicio vespertino, que no solía tener tanto éxito de convocatoria. Tal vez le habría extrañado que algunos de los fieles llevaran gabardina a pesar del calor; pero, tras cuatro años de penuria, mucha gente vestía ropa vieja, y no era raro que alguien se pusiera una prenda de abrigo para asistir a misa porque no tenía chaqueta. A esas alturas, esperaba Flick, el cura lo habría comprendido todo. Los diez guerrilleros se habrían levantado de los bancos, habrían sacado sus armas y habrían desaparecido por el flamante agujero del muro.
Flick los vio aparecer al final de la iglesia, y el corazón le dio un vuelco de orgullo y miedo mientras el abigarrado grupo, tocado con raídas gorras y calzado con gastados zapatos, atravesaba el aparcamiento a la carrera en dirección a la magnífica puerta del palacio levantando una nube de polvo y aferrando su variopinto armamento: pistolas, revólveres, escopetas y una metralleta. Aún no las habían utilizado: querían acercarse todo lo posible al edificio antes de que empezara el tiroteo.
Michel los vio al mismo tiempo que su mujer. Hizo un ruido que era tanto un gruñido como un suspiro, y Flick supo que sentía la misma mezcla de orgullo ante la valentía de sus hombres y miedo por sus vidas. Era el momento de atraer la atención de los centinelas. Michel levantó su rifle, un Lee─ Enfield n° 4 Mark I, un «canadiense», como lo llamaban en la Resistencia, porque la mayoría procedían de Canadá. Eligió un blanco, apretó el gatillo de dos tiempos y disparó. Accionando el cerrojo con un rápido gesto, dejó el arma lista para volver a usarla de inmediato.
El estallido del rifle puso fin al tenso silencio de la plaza. En la verja, uno de los centinelas soltó un grito y cayó al suelo, y Flick sintió una satisfacción tan intensa como breve: había un enemigo menos para disparar a sus camaradas. El tiro de Michel era la señal para que los demás abrieran fuego. En el atrio de la iglesia, el joven Bertrand hizo dos disparos que sonaron como petardos. Estaba demasiado lejos para que la pistola fuera efectiva, y no alcanzó a ningún centinela. A su lado, Albert le arrancó la anilla a una granada y la lanzó con todas sus fuerzas; el proyectil pasó por encima de la verja y cayó en la explanada, pero explotó entre las viñas y no produjo más efecto que levantar un remolino de hojas. Colérica, Flick estuvo a punto de gritarles: «¡No se trata de hacer ruido para descubrir vuestra posición!». Pero sólo una fuerza bien adiestrada habría podido mantener la sangre fría en pleno tiroteo. Genevieve abrió fuego desde detrás del Hispano-Suiza, y el brusco tableteo de su Sten ensordeció a Flick. La ráfaga fue más efectiva: el segundo centinela mordió el polvo.
Los alemanes reaccionaron al fin. Los soldados se pusieron a cubierto tras los pilares de piedra o se arrojaron al suelo y apuntaron sus fusiles. El mayor de la Gestapo se llevó la mano a la funda de la pistola. La pelirroja dio media vuelta y echó a correr, pero sus elegantes zapatos resbalaron en el empedrado y la hicieron caer. Su amante se arrojó sobre ella para protegerla con el cuerpo, y Flick comprendió que había acertado al suponer que era militar, pues a un civil no se le habría ocurrido que era más seguro arrojarse al suelo que huir.
Los centinelas respondieron al fuego. Una bala alcanzó a Albert casi de inmediato. Flick lo vio tambalearse y llevarse las manos a la garganta. La granada que estaba a punto de lanzar se le escapó de la mano y cayó al suelo un instante antes de que recibiera un segundo disparo, esta vez en la frente. Se derrumbó como un pelele, y Flick sintió un dolor inmenso al pensar en la niña que había nacido esa misma mañana y acababa de quedarse sin padre. Junto a Albert, Bertrand se quedó mirando la granada, que seguía rodando sobre el gastado peldaño del atrio. Se lanzó de cabeza al interior de la iglesia al tiempo que el proyectil estallaba. Flick confiaba en que reaparecería, pero al ver que no lo hacía, pensó angustiada que podía estar muerto, herido o sólo conmocionado.
El grupo procedente de la iglesia tomó posiciones en el aparcamiento y abrió fuego contra los seis centinelas que seguían con vida. Cogidos entre dos fuegos, el proveniente de la explanada y el de la plaza, los soldados de la verja perecieron en cuestión de segundos. Sólo quedaban los dos de la escalinata. El plan de Michel estaba funcionando, se dijo Flick, que sintió renacer sus esperanzas.
Pero las tropas del interior del edificio habían tenido tiempo de armarse y correr a puertas y ventanas, y empezaron a disparar en ese momento. El resultado de la lucha seguía en el aire. Todo dependía del número de los defensores.
El tiroteo arreció y Flick dejó de contar. Al cabo de unos instantes, comprendió angustiada que en el palacio había más hombres de lo que habían supuesto. Les disparaban desde al menos doce puertas y ventanas. El grupo de la iglesia, que a esas alturas debería haber entrado en el edificio, retrocedió y se parapetó tras los vehículos del aparcamiento. La impresión de Antoinette respecto a la guarnición de la central era acertada. Según la información del M16 constaba de doce hombres, pero los guerrilleros habían abatido a seis con toda certeza y al menos otros catorce seguían disparando.
Flick maldijo para sus adentros. En un golpe de mano como aquél, las únicas bazas de la Resistencia eran la sorpresa y la rapidez. Si no aplastaban al enemigo de inmediato, estarían en un aprieto. Conforme transcurrieran los segundos, la preparación militar y la disciplina de los alemanes prevalecerían sobre el arrojo de los guerrilleros. A la postre, las tropas regulares siempre tenían las de ganar en un combate prolongado.
Una de las ventanas del piso superior del palacio se abrió de golpe, y una ametralladora empezó a batir la explanada. Debido a su elevada posición, produjo una auténtica carnicería entre los guerrilleros parapetados tras los coches. Horrorizada e impotente, Flick vio cómo sus camaradas caían uno tras otro y se desangraban alrededor de la fuente de piedra, hasta que sólo quedaron dos o tres para seguir disparando. Habían fracasado, se dijo Flick con desesperación. Los superaban en número y los habían barrido. El amargo sabor de la derrota brotó de su garganta.
Michel seguía disparando contra los hombres que manejaban la ametralladora.
─¡No podremos acabar con ese tirador desde el suelo! ─ exclamó, y recorrió con la mirada los aleros de la plaza, los tejados de las casas, la torre de la iglesia y el último piso del ayuntamiento─. Si consiguiera llegar al despacho del alcalde, tendría una posición perfecta.
─Espera ─dijo Flick con la boca seca. Por mucho que lo deseara, no podía impedirle que se jugara la vida, pero sí aumentar sus posibilidades de sobrevivir y cumplir su objetivo─. ¡Genevieve! ─gritó a voz en cuello. La chica se volvió hacia ellos─. ¡Cubre a Michel!
Genevieve asintió con energía, salió de detrás del deportivo y echó a correr disparando ráfagas de metralleta hacia las ventanas del palacio.
─Gracias ─le dijo Michel a Flick antes de salir al descubierto y lanzarse a la carrera hacia el ayuntamiento.
Genevieve seguía corriendo hacia el atrio de la iglesia. Las ráfagas de la Sten mantuvieron ocupados a los alemanes mientras Michel intentaba llegar ileso al ayuntamiento. De pronto, Flick percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Miró a su izquierda y vio que, arrimado al muro del ayuntamiento, el mayor de la Gestapo apuntaba a Michel con la pistola.
Era difícil acertar a un blanco móvil con un arma corta salvo disparándole a bocajarro, pero el mayor podía tener suerte, pensó Flick con el corazón en un puño. Sus órdenes eran observar, redactar un informe y abstenerse rigurosamente de participar en la acción, pero en ese momento pensó: «¡Y un cuerno!». Llevaba en el bolso su arma personal, una Browning automática de nueve milímetros, que prefería al Colt estándar del Ejecutivo porque tenía un cargador de trece balas en vez de siete y podía usar los mismos proyectiles de nueve milímetros Parabellum que la metralleta Sten. La sacó del bolso, quitó el seguro, amartilló, estiró el brazo y disparó dos veces al oficial alemán.