Alto Riesgo (27 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Paul miró a Flíck. También los había visto. Siguió observándolos durante un instante, con una expresión de sorpresa y de algo más. Luego, dio media vuelta y se alejó a buen paso. Paul la siguió, y juntos desanduvieron el camino que los había llevado allí, procurando no hacer ruido.

─Lo siento mucho ─dijo Paul al cabo de un rato.

─No ha sido culpa tuya ─respondió Flick.

─Aun así, siento haberte llevado por ahí.

─No tiene importancia. Nunca había visto a nadie haciendo... eso. Ha sido bastante tierno.

─¿Tierno? ─dijo Paul, que hubiera utilizado otro calificativo─. Eres una mujer impredecible, ¿sabes?

─¿Cómo lo has notado?

─No seas irónica, intentaba hacerte un cumplido ─dijo Paul repitiendo sus palabras exactas.

─Entonces, me retiraré ahora que voy ganando ─replicó Flick riendo.

Salieron del bosque y avanzaron por el jardín. Apenas quedaba luz, y en la casa habían corrido las cortinas antiaéreas. Maude y Diana habían abandonado el banco bajo el haya roja.

─Sentémonos unos minutos ─propuso Paul, que se resistía a entrar en la casa.

Flick lo complació sin decir palabra.

Paul se sentó de lado para poder mirarla. Ella soportó el examen sin protestar, pero se quedó pensativa. Paul le cogió la mano y le acarició las yemas de los dedos. Flick lo miró con una expresión inescrutable, pero no retiró la mano.

─Sé que no debería ─dijo Paul─, pero tengo muchas ganas de besarte.

Flick siguió mirándolo sin responder, con una expresión a medias divertida, a medias triste. Paul tomó la callada por respuesta y la besó.

Sus labios eran suaves y cálidos. Paul cerró los ojos y se concentró en la sensación. Para su sorpresa, la chica los separó, y Paul sintió la punta de su lengua, primero a lo largo del labio superior y, luego, del inferior, y abrió la boca.

La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí, pero ella lo rechazó y se puso en pie.

─Basta ─murmuró y, dando media vuelta, se alejó hacia la casa.

Paul se quedó mirándola alejarse en la penumbra. De repente, su cuerpo, menudo y armonioso, le pareció la cosa más deseable del mundo. Flick echó a correr, y sus atléticas zancadas lo hicieron sonreír.

─Felicity ─murmuró─, eres absolutamente adorable.

Cuando desapareció en el interior de la casa, Paul se puso en pie y siguió sus pasos. En la sala de estar, Diana, que fumaba con aire pensativo, se había quedado sola. Paul se sentó a su lado obedeciendo a un impulso.

─Usted y Flick se conocen desde que eran niñas... Diana le sonrió con inesperada calidez.

─Es un encanto, ¿verdad?

Paul no quería delatarse.

─Me cae muy bien y me gustaría saber más cosas sobre ella.

─Siempre le ha gustado la aventura ─dijo Diana─. Le encantaban los largos viajes a Francia que hacíamos en febrero. Pasábamos una noche en París y luego cogíamos el Tren Azul hasta Niza. Uno de esos inviernos, mi padre decidió visitar Marruecos. Creo que Flick nunca se lo ha pasado mejor. Aprendió cuatro palabras árabes y no perdía ocasión de practicarlas con los mercaderes de los zocos. Nos pasábamos las horas muertas leyendo las memorias de las aguerridas viajeras victorianas que habían recorrido Oriente Medio disfrazadas de hombre.

─Se entendía bien con su padre?

─Mucho mejor que yo.

─¿Cómo es su marido?

─Todos los hombres de Flick tienen algo de exóticos. En Oxford, su mejor amigo era un chico nepalí, Rajendra, lo que causó auténtica consternación en la sala de alumnas veteranas de St Hilda, se lo aseguro, aunque no sé si llegó a... ya sabe, a cometer alguna inconveniencia con el chico. Otro alumno, un tal Charlie Standish, bebía los vientos por ella, pero era demasiado aburrido para Flick. Se enamoró de Michel porque es encantador, extranjero y listo, como a ella le gustan.

─Exóticos ─murmuró Paul.

Diana se echó a reír.

─No se preocupe, encaja en el tipo. Es estadounidense, le falta media oreja y es más listo que el hambre. Sólo tiene que jugar sus bazas.

Paul se puso en pie. La conversación empezaba a tomar unos derroteros demasiados íntimos.

─Lo tomaré como un cumplido ─dijo sonriendo─. Buenas noches. Camino de su habitación, pasó ante la de Flick. Había luz bajo la puerta.

Se puso el pijama y se acostó, pero no tenía sueño. Estaba demasiado nervioso y contento para dormir. Le habría gustado que Flick y él pudieran hacer como Ruby y Jim: ceder a sus deseos sin sentirse culpables. ¿Por qué no?, se preguntó. ¿Por qué demonios no?

La casa estaba en silencio.

Unos minutos después de medianoche, saltó fuera de la cama y se deslizó por el pasillo hasta la habitación de Flick. Llamó suavemente a la puerta y entró sin esperar respuesta.

─Hola ─musitó Flíck.

─Soy yo.

─Ya.

Estaba acostada boca arriba en la estrecha cama, con la cabeza recostada sobre dos almohadones. Tenía las cortinas descorridas, y la luz de la luna se filtraba por la pequeña ventana. Paul veía con claridad la línea recta de su nariz y el óvalo de su barbilla, que al principio no había acabado de gustarle. Ahora le parecía angelical.

Paul se arrodilló junto a la cama.

─La respuesta es no ─le susurró Flick.

Él le cogió la mano y le besó la palma.

─Por favor ─murmuró.

─No.

Se inclinó para besarla, pero ella volvió la cara. ─Sólo un beso.

─Si te beso, estoy lista.

El corazón le dio un vuelco. Eso quería decir que Flick sentía lo mismo que él. La besó en el pelo, luego en la frente y en la mejilla, pero ella mantuvo vuelta la cabeza. La besó en el hombro, sobre el tirante del camisón, y le rozó el pecho con los labios. Tenía el pezón erecto.

─Lo deseas ─le dijo Paul.

─Fuera ─ordenó Flick.

─No me digas eso.

La chica se volvió hacia él. Paul inclinó la cara para besarla, pero ella le puso un dedo en los labios como si quisiera silenciarlo. ─Vete ─repitió─. Lo digo en serio.

Paul contempló su hermoso rostro a la luz de la luna. Su expresión no dejaba lugar a dudas. Aunque apenas la conocía, comprendió que no conseguiría convencerla. Se levantó de mala gana.

Ante la puerta, lo intentó por última vez.

─Mujer, no seas así...

─Basta de charla. Vete.

Paul dio media vuelta y salió.

Quinto día:
jueves, 1 de junio de 1944

Dieter durmió unas horas en el hotel Frankfort y se levantó a las dos de la madrugada. Estaba solo: Stéphanie seguía en la casa de la calle du Bois con el agente británico Helicóptero. Esa mañana, Helicóptero saldría en busca del jefe del circuito Bollinger, y Dieter tenía que seguirlo. Sabía que empezaría por la casa de Michel Clairet, de modo que había decidido poner un equipo de vigilancia allí antes del alba.

Viajó hasta Sainte-Cécile en plena noche, zigzagueando en el Hispano-Suiza entre viñedos iluminados por la luna, y aparcó frente al palacio. Fue directamente al laboratorio fotográfico del sótano. No había nadie en el cuarto oscuro, pero allí estaban sus fotos, puestas a secar en una cuerda, como prendas de ropa. Había pedido que le hicieran dos copias de la fotografía de Flick Clairet que le había cogido prestada a Helicóptero. Las descolgó y observó una de ellas, al tiempo que recordaba a la chica corriendo por la plaza bajo el fuego cruzado para salvar a su marido. Intentó descubrir algún signo de aquellos nervios de acero en la expresión despreocupada de la atractiva bañista, pero no vio ninguno. Sin duda, los había adquirido con la guerra.

Se guardó las copias en un bolsillo y recogió la foto original, que tendría que devolver subrepticiamente a la cartera de Helicóptero. Buscó una hoja de papel y un sobre, se quedó pensando un instante y escribió:

Cariño: Mientras Helicóptero se afeita, por favor, pon esto en el bolsillo interior de su chaqueta, para que parezca que se ha salido de la cartera, Gracias.

Metió la foto y la nota en el sobre, lo cerró y escribió «Mlle. Lemas» en el anverso. Lo entregaría más tarde.

Al pasar por delante de las celdas, se detuvo a echar un vistazo por la mirilla de la de Marie, la chica que le había dado un susto de muerte el día anterior presentándose en casa de mademoiselle Lemas con comida para sus «invitados». Tumbada en una sábana manchada de sangre, miraba fijamente la pared con ojos desorbitados por el terror y emitía un gemido bajo y continuo, como un aparato roto pero no apagado.

Dieter la había interrogado esa misma noche. No tenía información de utilidad. Aseguraba no conocer a nadie de la Resistencia, aparte de mademoiselle Lemas. Aunque inclinado a creerla, Dieter la había puesto en manos del sargento Becker para asegurarse. Sin embargo, la chica no había cambiado su historia, y Dieter estaba convencido de que su desaparición no alertaría a la Resistencia sobre la impostora de la calle du Bois.

La imagen de aquel cuerpo destrozado lo deprimió fugazmente. Recordó a la chica la mañana de la víspera, empujando la bicicleta hacia el patio de la casa, toda juventud y vigor. Parecía feliz, aunque un tanto estúpida. Había cometido un simple error, y ahora su vida tocaba a un final siniestro. Desde luego, merecía su suerte; había ayudado a unos terroristas. Aun así, era un destino espantoso.

Procuró quitársela de la cabeza y subió a la planta baja. Las telefonistas del turno de noche seguían de guardia ante sus centralitas. Sobre sus cabezas, en lo que antaño había sido una sucesión de dormitorios de un lujo exquisito, estaban las dependencias de la Gestapo.

Dieter, que no había visto a Weber desde el incidente en la catedral, lo imaginaba lamiéndose las heridas en algún rincón. No obstante, había hablado con su segundo para pedirle que tuviera preparados a cuatro hombres a las tres de la mañana para un día de vigilancia. También esperaba al teniente Hesse. Dieter apartó una cortina antiaérea y miró afuera. La luna bañaba la explanada, y Hans avanzaba hacia la entrada del palacio en ese preciso momento, pero no había ni rastro de los hombres de la Gestapo.

Dieter entró en el despacho de Weber y se llevó una sorpresa al verlo tras el escritorio, fingiendo revisar documentos a la luz de la lámpara de tulipa verde.

─¿Dónde están los hombres que os pedí? ─le preguntó Dieter. Weber se puso en pie.

─Ayer me apuntaste con una pistola ─farfulló─. ¿Quién coño te crees que eres para amenazar a un oficial?

Dieter no se esperaba aquello. Weber se estaba poniendo agresivo a propósito de un incidente en el que había hecho el ridículo. ¿Acaso no entendía que había cometido un error mayúsculo?

─Tú te lo buscaste, maldito idiota ─replicó Dieter exasperado─. ¿Quién te mandaba detener al agente?

─Puedes acabar ante un consejo de guerra por lo que hiciste.

Dieter iba a echarse a reír, pero se lo pensó mejor. Weber estaba en lo cierto. Sólo había hecho lo necesario para salvar la situación, pero, en el burocrático Tercer Reich, no era imposible que un oficial fuera condenado por tener iniciativa. Tragó saliva y fingió seguridad:

─Adelante, denúnciame. Creo que podré justificar lo que hice ante un tribunal.

─¡Llegaste a disparar el arma!

─Algo que has visto pocas veces en tu carrera militar ─dijo Dieter sin poder resistirse.

Weber se puso rojo. Nunca había entrado en acción.

─Las armas son para usarlas contra el enemigo, no contra los camaradas.

─Disparé al aire. Siento haberte asustado. Estabas a punto de arruinar una delicada operación de contraespionaje. ¿No te parece que un tribunal militar lo tendría muy en cuenta? ¿Qué órdenes seguías tú? Si alguien faltó a la disciplina militar, no fui yo.

─Detuve a un británico espía y terrorista.

─¿Y de qué habría servido? Sólo era uno. Tienen muchos más. En cambio, estando libre, nos llevará a otros, puede que a muchos otros. Tu insubordinación estuvo a punto de frustrar esa posibilidad. Afortunadamente para ti, te impedí cometer un error fatal.

Weber le lanzó una mirada maliciosa.

─Ciertas personas con autoridad podrían encontrar sospechoso que tengas tantas ganas de liberar a un agente aliado. Dieter soltó un suspiro.

─No seas estúpido, Willi. Yo no soy un pobre tendero judío, no conseguirás asustarme amenazándome con difundir falsedades. No puedes hacerme pasar por traidor, porque nadie te creería. Y ahora, ¿dónde están mis hombres?

─El espía debe ser detenido inmediatamente.

─No, no debe, y si lo intentas te pegaré un tiro. ¿Dónde están los hombres?

─Me niego a destinar hombres que necesito a una operación tan irresponsable.

─¿Que te niegas?

─Sí.

Dieter lo miró fijamente. No esperaba que fuera lo bastante valiente o lo bastante estúpido como para hacer aquello.

─¿Qué crees que te ocurrirá cuando el mariscal de campo se entere de esto?

Weber parecía asustado pero resuelto.

─Yo no pertenezco al ejército ─respondió─. Soy de la Gestapo.

Desgraciadamente, tenía razón, se dijo Dieter descorazonado. Walter Godel podía ordenar a Dieter que usara personal de la Gestapo en lugar de privarlo de hombres que necesitaba para defender la costa, pero la Gestapo no tenía ninguna obligación de obedecer a Dieter. El nombre de Rommel había inquietado a Weber durante unos instantes, pero el efecto había sido pasajero.

Ahora el personal a su disposición se reducía al teniente Hesse. ¿Podrían vigilar a Helicóptero ellos dos solos? Sería difícil, pero no había alternativa.

Dieter probó a reiterar la amenaza:

─¿Estás seguro de que quieres cargar con las consecuencias de tu negativa, Willi? Te vas a meter en un lío monumental...

─A mí, en cambio, tengo la sensación de que quien está metido en un lío eres tú.

Dieter meneó la cabeza con desesperación. No había más que decir. Ya había malgastado bastante tiempo discutiendo con aquel idiota. Dio media vuelta y se fue.

Se encontró con Hans en el vestíbulo y le explicó la situación. Fueron a la parte posterior del edificio, donde se encontraba la sección técnica, que ocupaba las antiguas dependencias de la servidumbre. La noche anterior, Hans había pedido prestados una furgoneta del PTT y un ciclomotor, en realidad una bicicleta con un pequeño motor que se ponía en marcha al pedalear.

Dieter temía que Weber se hubiera enterado y hubiera ordenado a los técnicos que no les prestaran los vehículos. Esperaba que no fuera así: faltaba media hora para el amanecer, y no tenía tiempo para más discusiones. Pero no hubo problemas. Dieter y Hans se pusieron sendos monos y abandonaron el palacio, con el ciclomotor en la caja de la furgoneta.

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