Alto Riesgo (42 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Abandonaron el coche en la calle de la Chapelle. Ruby y ella no corrían un peligro inmediato. Apretaron el paso hacia la calle de la Charbonniére. Una vez en la pensión, Ruby fue a buscar a Greta y a Jelly y las llevó a la habitación de Flick. Flick les contó lo ocurrido.

─Diana y Maude serán interrogadas de inmediato ─les dijo─. Dieter Franck es un interrogador hábil y despiadado, así que tenemos que dar por supuesto que contarán todo lo que saben, incluida la dirección de este hotel. Eso significa que la Gestapo podría llegar de un momento a otro. Tenemos que marcharnos ahora mismo.

Jelly tenía los ojos arrasados en lágrimas.

─Pobre Maude ─murmuró─. Tenía menos cerebro que un mosquito, pero no se merecía que la torturaran.

Greta fue más práctica.

─¿Y adónde vamos?

─Nos esconderemos en el convento de al lado. Admiten a todo el mundo. Ya he ocultado en él a prisioneros de guerra evadidos otras veces. Dejarán que nos quedemos hasta el amanecer.

─¿Y después?

─Iremos a la estación como teníamos previsto. Diana le dará a Dieter Franck nuestros nombres auténticos, nuestros nombres en clave y nuestras identidades falsas. Los alemanes darán la alerta general respecto a cualquiera que viaje con nuestros alias. Afortunadamente, tengo un segundo juego de documentaciones para cada una, con las mismas fotografías pero diferentes identidades. La Gestapo no tiene fotografías vuestras, y yo he cambiado mi aspecto lo mejor que he podido, así que los guardias de los puestos de control no tienen ninguna pista para reconocernos. Sin embargo, para mayor seguridad, no iremos a la estación a primera hora. Esperaremos hasta las diez, cuando esté llena.

─Diana también les dirá cuál es nuestra misión ─apuntó Greta.

─Les contará que vamos a volar el túnel ferroviario de Marles. Afortunadamente, ésa no es nuestra auténtica misión. Sólo es lo que os conté para curarme en salud.

─Piensas en todo, Flick ─dijo Jelly con admiración.

─Sí ─respondió Flick, sombría─. Por eso sigo viva.

Paul llevaba más de una hora sentado en la deprimente cantina de Grendon Underwood, pensando angustiado en Flick. Empezaba a creer que Brian Standish había sido capturado. El incidente de la catedral, el hecho de que Chatelle estuviera completamente a oscuras y la excesiva corrección del tercer mensaje de radio apuntaban en la misma dirección.

En el plan original, el equipo habría saltado sobre Chatelle y se habría encontrado con un comité de recepción compuesto por Monet y los restos del circuito Bollinger. Michel Clairet las habría mantenido escondidas durante unas horas, mientras buscaba un medio de transporte a Sainte-Cécile. Cuando hubieran entrado en el palacio y volado la central telefónica, las habría llevado de vuelta a Chatelle para que las recogiera el avión. Ahora, todo eso había cambiado, pero, cuando llegara a Reims, Flick seguiría necesitando tanto un medio de transporte como un escondite, que confiaría en obtener del circuito Bollinger. Sin embargo, si Brian había sido capturado, ¿quedaría algún miembro del circuito? ¿Sería segura la casa de seguridad? ¿Estaría también Monet en poder de la Gestapo?

En ese momento, Lucy Briggs entró en la cantina y se acercó a su mesa.

─Jean me ha pedido que le diga que están descodificando la respuesta de Helicóptero ─dijo la chica─. Si quiere acompañarme...

Paul siguió a la operadora hasta el diminuto cuarto ─una antigua despensa, supuso Paul─ que servía de despacho a Jean Bevins. La supervisora, que tenía una hoja de papel en la mano, parecía desconcertada.

─No puedo entenderlo ─dijo. Paul leyó el papel rápidamente:

NOMBRE CLAVE HLCP (HELICÓPTERO) CONTRASEÑA PRESENTE

3 JUNIO 1944 CONTENIDO MENSAJE:

DOS STENS CON SEIS CARGADORES CADA UNA STOP UN RIFLE LEE ENFELD CON DIEZ CARGADORES STOP SEIS COLT AUTOMÁTICAS CON UNAS CIEN BALAS STOP NINGUNA GRANADA CIERRO

Paul miró el mensaje como esperando que las palabras formaran una frase menos aterradora, pero no fue así.

─Suponía que se pondría furioso ─dijo la señora Bevins─. Ni siquiera se queja. Contesta a sus preguntas y se queda tan ancho.

─Exactamente ─dijo Paul─. Eso demuestra que no es él.

Aquel mensaje no provenía de un agente acosado en territorio enemigo que acababa de recibir una petición absurda de sus burocráticos superiores. La respuesta había sido redactada por un oficial de la Gestapo desesperado por mantener la apariencia de absoluta normalidad. Lo único raro era «Enfeld» en lugar de «Enfield», un lapsus muy propio de un alemán, pues feld era la traducción a su lengua del inglés field.

Ya no había duda posible. Flick corría un peligro enorme.

Paul se frotó las sienes. Sólo quedaba una solución. La operación se estaba yendo al garete, y tenía que salvarla... y salvar a Flick.

Alzó la vista hacia la supervisora y la sorprendió mirándolo con expresión apenada.

─¿Puedo usar su teléfono?

─Por supuesto.

Paul marcó Baker Street. Percy estaba en su despacho. 

─Soy Paul. Estoy convencido de que Brian ha sido capturado. Su radio está siendo utilizada por la Gestapo. En la antigua despensa, la señora Bevins ahogó un grito. 

─¡Dios mío! ─exclamó Percy─. Y no hay modo de advertir a Flick. 

─Sí, sí lo hay. ─¿Cuál?

─Consígame un avión. Me voy a Reims. Esta noche.

Octavo día:
domingo, 4 de junio de 1944

La avenida Foch parecía construida para la gente más rica del mundo. El amplio paseo, que unía el Arco de Triunfo con el Bois de Boulogne, discurría entre dos hileras de jardines ornamentales, flanqueados por calles laterales que daban acceso a las principescas mansiones. El número 84 era una residencia magnífica cuya amplia escalinata conducía a cinco plantas de elegantes habitaciones. La Gestapo la había convertido en una casa de tortura.

Sentado en una sala de estar de exquisitas proporciones, Dieter contempló la intrincada decoración del techo durante unos instantes; luego, cerró los ojos y se preparó para el interrogatorio. Tenía que aguzar el ingenio y embotar la compasión.

Algunos hombres disfrutaban torturando a los prisioneros. El sargento Becker, de Reims, era uno de ellos. Los gritos de sus víctimas los hacían sonreír, la sangre de sus heridas les provocaba erecciones y sus ansias de agonía los llevaban al orgasmo. Pero no eran buenos interrogadores, porque se concentraban en el dolor más que en la información. Los mejores torturadores eran hombres que, como Dieter, aborrecían el proceso de todo corazón.

Dieter se imaginó cerrando puertas en su alma, guardando las emociones en sus armarios. Pensó en las dos mujeres como en dos máquinas que le proporcionarían información en cuanto descubriera cómo ponerlas en funcionamiento. Sintió una frialdad peculiar, que lo cubrió como un manto de nieve, y supo que estaba listo.

─Traiga a la mayor ─dijo.

El teniente Hesse fue en su busca.

Dieter la observó atentamente mientras entraba y se sentaba en la silla. Llevaba el pelo corto y un traje de corte masculino, y tenía las espaldas anchas. La mano derecha le colgaba floja, y se sujetaba el hinchado antebrazo con la izquierda: Dieter le había fracturado la muñeca. No cabía duda de que le dolía; estaba pálida y tenía la frente perlada de sudor. Pero sus labios apretados esbozaban un rictus de firme determinación.

Dieter le habló en francés:

─Todo lo que ocurra en este cuarto está bajo su control ─dijo─. Las decisiones que tome y las cosas que diga le causarán un dolor insoportable o le procurarán alivio. Depende enteramente de usted. ─La mujer no dijo nada. Estaba asustada, pero no se dejó llevar por el pánico. Iba a ser difícil de doblegar; Dieter lo comprendió de inmediato─. Para empezar, dígame dónde se encuentra el cuartel general en Londres del Ejecutivo de Operaciones Especiales.

─En el ochenta y uno de Regent Street ─respondió la mujer. Dieter asintió.

─Déjeme explicarle algo. Sé que el Ejecutivo dice a sus agentes que no permanezcan en silencio durante los interrogatorios; pero también que den respuestas falsas difíciles de comprobar. Y, porque lo sé, le haré muchas preguntas cuyas respuestas que conozco. De ese modo, sabré si me está mintiendo. ¿Dónde está el cuartel general del EOE?

─En Carlton House Terrace.

Dieter se acercó a ella y la abofeteó con todas sus fuerzas. La mujer soltó un grito de dolor. La mejilla se le congestionó. A menudo resultaba útil empezar con un guantazo. El dolor era mínimo, pero el golpe era una humillante demostración del desamparo del prisionero y socavaba efectivamente su decisión de resistir.

Sin embargo, la mujer le lanzó una mirada desafiante.

─¿Así es como tratan los oficiales alemanes a las damas?

Tenía un aire distinguido y hablaba francés con acento de clase alta.

Debía de ser aristócrata, supuso Dieter.

─¿Damas? ─dijo Dieter con desprecio─. Acaba de atacar y matar a dos policías que estaban haciendo su trabajo. La muchacha con la que acababa de casarse Specht se ha quedado viuda y los padres de Rolfe han perdido a su único hijo. Usted no es un soldado de uniforme, no tiene excusa. En respuesta a su pregunta... no, los oficiales alemanes no tratamos así a las damas, tratamos así a las asesinas. ─La mujer desvió la mirada. Con aquel comentario, comprendió Dieter, acababa de marcarse un tanto. Estaba empezando a minar los cimientos de su moral. ─ Dígame otra cosa. ¿Qué tal conoce a Flick Clairet?

Los ojos de la prisionera se dilataron en una involuntaria expresión de sorpresa. Dieter supo que no se había equivocado. Aquellas dos formaban parte del equipo de la mayor Clairet. Había vuelto a descolocarla.

Sin embargo, la mujer recobró la compostura y respondió:

─No conozco a nadie con ese nombre.

Dieter le golpeó la mano izquierda y la obligó a soltarse el antebrazo. La muñeca fracturada quedó colgando, y la mujer soltó un grito de dolor. Dieter le agarró la mano derecha y le dio un tirón. La mujer lanzó un alarido.

─¿Por qué han ido a cenar al Ritz, por amor de Dios? ─le preguntó Dieter soltándole la mano.

La mujer dejó de chillar. Dieter le repitió la pregunta. Ella respiró hondo y respondió:

─La cocina es excelente.

Era todavía más dura de lo que había pensado. 

─Llévesela ─ dijo Dieter─. Y traiga a la otra.

La más joven era realmente bonita. No había ofrecido resistencia en el momento de la detención, de modo que conservaba un aspecto presentable: el vestido sin una arruga y el maquillaje intacto. Parecía mucho más asustada que su compinche. Le hizo la misma pregunta que a la mayor:

─¿Por qué estaban cenando en el Ritz?

─Siempre había querido ir ─respondió la chica. Dieter no daba crédito a sus oídos.

─¿No se les ocurrió que podía ser peligroso? 

─Pensé que Diana cuidaría de mí.

Así pues, la otra se llamaba Diana.

─¿Cómo se llama usted?

─Maude.

Aquello estaba resultando sospechosamente fácil. ─¿Y qué está haciendo en Francia, Maude?

─Teníamos que volar algo.

─¿El qué?

─No me acuerdo. ¿Podría tener algo que ver con los trenes? Dieter empezaba a preguntarse si lo estaba tomando por el pito del sereno, pero decidió intentarlo de nuevo:

─¿Cuánto hace que conoce a Felicity Clairet?

─¿Se refiere a Flick? Sólo unos días. Es una sargenta de aquí te espero ─dijo la chica, y se quedó pensativa─. Pero tenía razón. No debíamos haber ido al Ritz ─admitió, y rompió a llorar─.Yo no quería hacer nada malo. Sólo pasármelo bien y ver sitios bonitos, que es lo que siempre he querido.

─¿Cuál es el nombre en clave de su equipo? 

─Las abubillas ─ dijo la chica en inglés.

Dieter frunció el ceño. El mensaje de radio de Helicóptero las llamaba «grajillas».

─¿Está segura?

─Sí. Está sacado de un poema, «La abubilla de Reims», creo. No, «La grajilla de Reims», eso es.

Si no era tonta de remate, estaba haciendo una interpretación magistral.

─¿Dónde cree que puede estar Flick en estos momentos? Maude se tomó su tiempo para pensarlo.

─De verdad que no lo sé ─dijo al fin.

Dieter soltó un suspiro de exasperación. Una era demasiado dura para sacarle nada y la otra, demasiado estúpida para contar algo útil. Aquello iba a ser más largo de lo que había imaginado.

Tal vez hubiera un modo de acortar el proceso. Sentía curiosidad sobre la relación de aquellas dos. ¿Por qué habría arriesgado su vida la mayor, con tanto carácter y más bien masculina, para llevar a aquella monada sin cerebro a cenar al Ritz? «Puede que sea un morboso ─se dijo Dieter─. Pero...»

─Llévesela ─ordenó en alemán─. Enciérrela con la otra. Asegúrese de que la celda tiene mirilla.

Al cabo de un rato, el teniente Hesse lo acompañó a una pequeña habitación del ático. Dieter miró por un agujero de la pared. En la habitación contigua, las dos mujeres permanecían sentadas en el borde de la cama. Maude estaba llorando y Diana la consolaba. Dieter las observó con atención. Diana tenía la muñeca derecha en el regazo y le acariciaba el pelo a Maude con la izquierda. Le hablaba en voz baja, pero Dieter no pudo entender lo que decía.

¿Hasta dónde llegaba aquella relación? ¿Eran camaradas de armas, amigas del alma o... algo más? Diana se inclinó hacia delante y besó a Maude en la frente. Eso no significaba nada. A continuación, le cogió la barbilla, le hizo volver la cabeza y la besó en los labios. Era un gesto de consuelo, pero tal vez demasiado íntimo para dos simples amigas.

De pronto, la lengua de Diana asomó entre sus labios y empezó a lamer las lágrimas de Maude. No era una caricia erótica ─nadie habría tenido ganas de sexo en semejantes circunstancias─, pero sí una muestra de afecto que sólo se habría permitido una amante, nunca una simple amiga. Diana y Maude eran lesbianas. Y eso solucionaba el problema.

─Vuelva a bajar a la mayor ─ordenó Dieter a Hesse, y regresó a la sala de entrevistas.

Cuando Diana entró en la sala por segunda vez, Dieter hizo que el teniente la atara a la silla.

─Prepare la máquina eléctrica ─ordenó a continuación.

Dieter esperó con impaciencia a que Hesse arrastrara el carrito hasta la sala y enchufara el aparato de electroshocks. Cada minuto que pasaba alejaba un poco más a Flick Clairet de él.

Cuando todo estuvo listo, agarró a Diana del pelo con la mano izquierda. Obligándola a mantener inmóvil la cabeza, le aplicó dos pinzas de contacto en el labio inferior. Luego, encendió el aparato.

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