Alto Riesgo (48 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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Iba a darle un sorbo, cuando una luz roja empezó a soltar destellos sobre la puerta.

Nadie dijo nada, pero todos los presentes se pusieron en movimiento de inmediato. El crupier paró la ruleta y le dio la vuelta al tablero de forma que la mesa pareciera normal. Los jugadores de cartas recogieron sus posturas y se pusieron las chaquetas. Yvette recogió los vasos de la barra y los dejó en el fregadero. Mémé Régis apagó las luces, y la bombilla de encima de la puerta siguió lanzando destellos rojos en la oscuridad.

Flick recogió su bolso del suelo y buscó la pistola. ─¿Qué pasa? ─le preguntó a Yvette.

─Una redada de la policía ─respondió la mujer.

Flick maldijo entre dientes. Sería el colmo de la mala suerte que la detuvieran por estar en una timba ilegal.

─Alexandre nos avisa desde abajo ─le explicó─. ¡Vamos, deprisa! ─dijo señalando hacia el fondo de la habitación.

Flick miró en la dirección que le indicaba Yvette y vio a Mémé Régis metiéndose en una especie de armario. La mujer apartó un montón de abrigos viejos colgados de una barra y abrió una portezuela practicada en la pared del fondo. Los jugadores empezaron a desfilar. «Puede que aún salga de ésta», se dijo Flick.

La luz roja dejó de destellar, y los policías empezaron a aporrear la puerta. Flick cruzó la habitación a tientas y se unió a los jugadores agolpados ante el armario. Cuando llegó su turno, se introdujo por la portezuela y entró en un cuarto vacío. El suelo estaba unos treinta centímetros más bajo, y Flick supuso que se encontraba en el piso superior de la tienda contigua al bar. Echó a correr escaleras abajo detrás de la gente y, como había imaginado, vio el sucio mostrador de mármol y la polvorienta vitrina de la charcutería abandonada. La persiana metálica estaba bajada para que nadie pudiera ver el interior desde la calle.

Siguió a los otros hacia la parte posterior. Cruzaron la puerta trasera y salieron a un patio de tierra rodeado por una tapia alta. La puerta de la tapia daba a una calleja, y ésta a la calle de atrás. El grupo llegó a ella y se dispersó.

Flick hizo un alto para recobrar el aliento y orientarse, y echó a andar en dirección a la catedral, donde la esperaban Paul y las «grajillas».

─Dios mío ─murmuró─, me ha ido de poco.

A medida que se tranquilizaba, empezó a considerar la redada en la timba ilegal desde un punto de vista diferente. Se había producido apenas unos minutos después de que se marchara Michel. Flick no creía en las coincidencias.

Cuanto más lo pensaba más evidente le parecía que los hombres que aporreaban la puerta del garito la buscaban a ella. Sabían que el pequeño grupo de jugadores habituales acudía a la timba desde antes de la guerra. Por supuesto, la policía local estaba enterada de lo que pasaba en el piso superior de Chez Régis. ¿Por qué iban a decidir clausurarlo de buenas a primeras? Y, si no era la policía, tenía que ser la Gestapo. Pero a los alemanes no les interesaban los jugadores. Su objetivo eran los comunistas, los judíos, los homosexuales... y los espías.

La milagrosa huida de Michel había despertado sus sospechas desde el principio, pero la seguridad con que afirmaba que no lo habían seguido había acabado por tranquilizarla. Ahora veía las cosas de otro modo. La fuga de su marido parecía tan amañada como el «rescate» de Brian Standish. Flick veía el retorcido cerebro de Dieter Franck detrás de ambos. Alguien había seguido a Michel hasta el bar, descubierto la existencia de la sala de arriba y deducido que se encontraba en ella.

Si Flick estaba en lo cierto, cabía suponer que Michel seguía bajo vigilancia. Si no lo advertía por sí mismo, llevaría a sus perseguidores hasta la casa de Philippe Moulier y, por la mañana, cuando cogiera la furgoneta, hasta la bodega donde las «grajillas» habrían pasado la noche.

«Y ahora ─se dijo Flick─, ¿qué demonios voy a hacer?»

Noveno día:
lunes, 5 de junio de 1944

A Dieter empezó a dolerle la cabeza poco después de medianoche, en la suite del Hotel Frankfort, mientras permanecía de pie en mitad del dormitorio con los ojos clavados en la cama que no volvería a compartir con Stéphanie. Estaba convencido de que, si pudiera llorar, se le pasaría; pero las lágrimas no acudieron a sus ojos, y al cabo de un rato se puso una inyección de morfina y se derrumbó sobre la colcha.

El teléfono lo despertó antes del alba. Era Walter Godel, el ayudante de Rommel.

─¿Ha empezado la invasión? ─le preguntó Dieter aturdido.

─Hoy no hay nada que temer ─respondió Godel─. El Canal de la Mancha está revuelto.

Dieter se incorporó en la cama e intentó espabilarse sacudiendo la cabeza.

─Entonces, ¿qué ocurre?

─Está claro que la Resistencia esperaba algo. Esta noche ha habido una auténtica ola de sabotajes por todo el norte de Francia. ─La voz de Godel, fría de por sí, adquirió un tono glacial─. Si no me equivoco, su trabajo consiste en evitar que ocurran estas cosas. ¿Qué hace en la cama?

Dieter encajó el varapalo lo mejor que pudo y se esforzó por recobrar su habitual aplomo.

─Precisamente estoy siguiéndole el rastro a la organizadora más importante de la Resistencia ─aseguró procurando no dar la impresión de que intentaba excusar su fracaso─. Anoche estuve a punto de capturarla. La detendré hoy mismo. No se preocupe, mañana por la mañana estaremos cazando terroristas a cientos. Se lo prometo ─dijo, y lamentó de inmediato el tono suplicante de su última frase.

Godel no se dejó conmover.

─Pasado mañana puede ser demasiado tarde.

─Lo sé... ─empezó a decir Dieter, pero la comunicación se había cortado. Jodel le había colgado.

Con el auricular aún en la mano, Dieter consultó su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Saltó fuera de la cama.

Ya no le dolía la cabeza, pero, fuera por la morfina o por la desagradable conversación telefónica, se sentía mareado. Se tomó tres aspirinas con un vaso de agua y empezó a afeitarse. Mientras se enjabonaba el rostro, pasó revista a los acontecimientos de la tarde anterior, preguntándose nerviosamente si había hecho todo lo que estaba en su mano.

Dejando al teniente Hesse frente a Chez Régis, había seguido a Michel Clairet hasta el domicilio de Philippe Moulier, proveedor de carne de diversos restaurantes y cocinas militares. La vivienda ocupaba el piso de encima del negocio. Dieter había vigilado el edificio durante una hora, pero nadie lo había abandonado.

Dieter había supuesto que Clairet pasaría la noche en la casa, había buscado un bar y había telefoneado a Hesse. Hans había conseguido una motocicleta y se había reunido con él ante la vivienda de Moulier a las diez. Perplejo, el teniente le había explicado que no habían encontrado a nadie en el piso superior de Chez Régis.

─Deben de tener algún sistema de alarma ─había dicho Dieter─ Imagino que lo acciona el camarero a la menor sospecha.

─¿Cree usted que puede ser un escondrijo de la Resistencia?

─Es probable. Imagino que el Partido Comunista lo utilizaba para celebrar reuniones, y la Resistencia lo aprovecha para sus propios fines. ─Pero, ¿cómo han conseguido escapar?

─Habrá una trampilla debajo de la alfombra, o algo por el estilo. Los comunistas estarían preparados para las situaciones de emergencia. ¿Ha detenido al camarero?

─He detenido a todo el mundo. Ahora están en el palacio.

Dieter había dejado a Hesse vigilando la casa de Moulier y se había desplazado en coche a Sainte-Cécile. Una vez en el palacio, había interrogado a Alexandre Régis, el aterrorizado propietario del bar, y había averiguado en cuestión de minutos que su hipótesis era errónea. El piso de encima de Chez Régis no era ni un escondrijo de la Resistencia ni un lugar de reunión del Partido Comunista, sino una timba ilegal. No obstante, Alexandre le había confirmado que Michel Clairet había estado en ella esa tarde. Y ─había añadido─ se había encontrado allí con su mujer.

Era desesperante. Había vuelto a escapársele de las manos. Dieter había capturado a un miembro de la Resistencia tras otro, pero Flick lo eludía constantemente.

En la suite del hotel, Dieter acabó de afeitarse, llamó al palacio y ordenó que le enviaran un coche con un conductor y dos hombres de la Gestapo. A continuación, se vistió y bajó a la cocina del hotel para pedir media docena de cruasanes calientes, que envolvió en una servilleta de lino. Luego, salió al fresco de la madrugada. Las primeras luces teñían de plata las campanas de la catedral. Uno de los rápidos Citroen de la Gestapo lo esperaba ya ante el hotel.

Dieter dio al conductor la dirección del domicilio de Moulier. Encontró a Hans acurrucado en el hueco de la puerta de un almacén, a cincuenta metros de la casa. Nadie había entrado ni salido en toda la noche, le dijo el teniente, de modo que Michel tenía que seguir dentro. Dieter ordenó al conductor del Citroen que aparcara a la vuelta de la esquina y se quedó con Hesse, compartiendo los cruasanes y viendo alzarse el sol sobre los tejados de la ciudad.

La espera sería larga. Dieter se esforzó por dominar su impaciencia a medida que pasaban los minutos y las horas inútilmente. La pérdida de Stéphanie seguía doliéndole en el alma, pero se había recuperado de la conmoción inicial y volvía a estar preocupado por el curso de la guerra. Pensó en las fuerzas de invasión concentradas en algún lugar del sur o el este de Inglaterra, en los barcos cargados de tanques y hombres ansiosos por convertir los tranquilos pueblos costeros del norte de Francia en campos de batalla. Pensó en los saboteadores franceses, armados hasta los dientes gracias a las pistolas, municiones y explosivos que los aliados les lanzaban en paracaídas y listos para atacar la retaguardia de los defensores alemanes, para apuñalarlos por la espalda y entorpecer decisivamente la capacidad de maniobra de Rommel. Se sintió idiota e impotente agazapado en la puerta de un almacén de Reims, esperando a que un terrorista aficionado acabara de desayunar. «Hoy ─se dijo─, tal vez me conduzcan hasta el mismo corazón de la Resistencia.» Pero todo lo que tenía eran esperanzas.

Eran las nueve pasadas cuando se abrió la puerta de la casa.

─Al fin ─murmuró Dieter apretándose contra la pared mientras Hans lo imitaba y apagaba el cigarrillo.

Clairet salió del edificio acompañado por un muchacho de unos diecisiete años, hijo ─supuso Dieter─ de Moulier. El chico retiró el cerrojo del portón del garaje y abrió. Clairet entró en el garaje y al cabo de un momento salió al volante de una furgoneta negra con letreros blancos en los costados, en los que podía leerse: «Moulier et Fils─Viande». Detuvo el vehículo delante del garaje y se asomó a la ventanilla para hablar con el muchacho.

Dieter estaba electrizado. Clairet había pedido prestada una furgoneta de reparto. Tenía que ser para transportar a las «grajillas». ─¡Vamos! ─le dijo a Hans.

Hesse se acercó a la motocicleta, que tenía aparcada en el bordillo, y se agachó junto a ella dando la espalda a la calle, como si estuviera manipulando el motor. Dieter corrió hacia la esquina, ordenó al conductor del Citroen que lo pusiera en marcha y se volvió para observar a Clairet.

La furgoneta se había puesto en marcha y empezaba a alejarse en dirección opuesta.

Hesse arrancó la moto y la siguió. Dieter subió al Citroen y ordenó al conductor que siguiera al teniente.

Clairet iba en dirección este. En el asiento del acompañante del Citroen, Dieter clavaba la vista con ansiedad en la parte posterior de la furgoneta. El vehículo, alto y con un respiradero en el techo en forma de pequeña chimenea, era fácil de seguir. «Ese pequeño tubo va a llevarme hasta Flick Clairet», pensó Dieter con optimismo.

La furgoneta aflojó la marcha en el Chemin de la Carriére y torció hacia el patio de una cava de champán llamada Laperriére. Hans pasó de largo y giró en la primera esquina seguido por el Citroen negro de la Gestapo. Los dos vehículos se detuvieron, y Dieter se apeó a toda prisa.

─Me parece que las «grajillas» han pasado la noche ahí dentro ─le dijo al teniente.

─¿Vamos a detenerlas? ─preguntó Hans entusiasmado.

Dieter se quedó pensativo. Se enfrentaba al mismo dilema que la víspera, delante de Chez Régis. Flick podía estar allí dentro.

Pero, si no era así y actuaban precipitadamente, Clairet dejaría de serles útil para encontrarla.

─Todavía no ─respondió─. Esperaremos.

Dieter y Hans se apostaron en la esquina para vigilar la cava de Laperriére. Al fondo del patio, lleno de barriles vacíos, había un edificio alto y elegante y una nave de techo plano, que debía de albergar las bodegas. La furgoneta de Moulier estaba aparcada en el patio.

Dieter tenía el corazón en un puño. Era de suponer que Clairet aparecería de un momento a otro acompañado por Flick y el resto de las «grajillas». Subirían a la furgoneta dispuestos a dirigirse hacia su objetivo... y Dieter y la Gestapo entrarían en acción y los detendrían.

Al cabo de unos instantes, Clairet salió solo de la nave. Parecía perplejo e indeciso. Se detuvo en mitad del patio y miró a su alrededor con el ceño fruncido.

─Y ahora, ¿qué le pasa? ─murmuró Hans.

Dieter empezaba a temer que Flick hubiera vuelto a darle esquinazo. ─Algo no va como esperaba.

Un minuto después, Clairet subió el corto tramo de escaleras que conducía a la puerta de la casa y llamó con los nudillos. Una doncella con cofia blanca abrió y lo hizo pasar.

Volvió a salir minutos más tarde. Parecía tan perplejo como antes, pero ya no estaba indeciso. Fue hacia la furgoneta, subió y la puso en marcha.

Dieter soltó una maldición. Todo apuntaba a que las «grajillas» no estaban allí. Clairet parecía tan sorprendido como él, pero eso no le servía de consuelo.

Tenía que descubrir qué había ocurrido allí.

─Haremos lo mismo que ayer, pero esta vez usted seguirá a Michel y yo registraré el lugar.

Hans puso en marcha la motocicleta.

Dieter vio alejarse a Clairet en la furgoneta de reparto, seguido a prudente distancia por Hesse. Cuando los perdió de vista, llamó a los tres agentes de la Gestapo con un gesto y entró con ellos en la propiedad de Laperriére.

─Vigilen la casa y asegúrense de que no salga nadie ─ordenó a dos de los agentes; luego, se volvió hacia el tercero─. Usted y yo registraremos la bodega ─le dijo, y echó a andar hacia la nave.

En la planta baja de la bodega había una gran prensa y tres cubas enormes. La prensa estaba inmaculada: faltaban dos o tres meses para que empezara la recolección de la uva. No había nadie, aparte de un viejo que estaba barriendo el suelo. Dieter vio unas escaleras y bajó por ellas. En el fresco sótano había más actividad: un puñado de trabajadores vestidos con monos azules metían botellas en cajas. Los hombres dejaron de trabajar y se quedaron mirando a los dos desconocidos.

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