Ámbar y Hierro (39 page)

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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

BOOK: Ámbar y Hierro
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«Sólo hallé la fe cuando la perdí. ¿Cómo pudo ocurrir semejante milagro? Porque tú, mi dios, nunca perdiste la fe en mí. Camino por la oscuridad sin temor porque tengo tu luz dentro de mí...

Un frío y pálido resplandor alumbró la cueva, un fulgor semejante al que se conocía como «vela de muertos», la llama macilenta que a veces se veía arder encima de una tumba y que la gente supersticiosa interpretaba como un presagio de muerte.

Un hombre se materializó en la gruta. Era de tez pálida y de una belleza fría. Tenía el cabello largo y oscuro y vestía suntuosamente con terciopelo negro y camisa de fino lino con encaje en los puños. Miró a Rhys con unos ojos sin principio ni final.

—Soy Chemosh, el Señor de la Muerte. ¿Y tú quién eres? -añadió el dios, encolerizado.

Rhys se puso de pie e hizo una reverencia; las cadenas tintinearon a su alrededor. Que detestara a Chemosh por el mal que había llevado al mundo no quitaba que fuera un dios, un dios ante el que toda la humanidad había de presentarse algún día.

-Me llamo Rhys Alarife, mi señor.

-¡Me importa un bledo cómo te llamas! -repuso malévolamente—. ¡Eres el amante de Mina! ¡Eso es lo que eres!

El monje se quedó mirando a Chemosh tan pasmado que no se le ocurrió qué contestar a una acusación tan sorprendente.

El propio Chemosh parecía tener dudas. El Señor de la Muerte echó un vistazo a la oscura gruta y reparó en las cadenas y en los restos grasientos del cerdo salado, el agua fétida y el mal olor, porque Rhys no había podido hacer sus necesidades en otro sitio.

—Esto no es exactamente lo que yo llamaría un nido de amor -comentó el dios. Miró a Rhys con desagrado-. Ni tú tienes pinta de amante.

-Soy un monje de Majere, mi señor —aclaró Rhys.

-Eso ya lo veo —repuso Chemosh, que frunció los labios al echar un vil tazo a la túnica andrajosa de Rhys la cual había adquirido un matiz anaranjado con la luz espectral—. Entonces la cuestión que se plantea es: si no eres el amante de Mina, ¿qué significas para ella? Te trajo aquí, un monje larguirucho comido por las pulgas. -Chemosh se acercó más a él-. ¿Por qué?

-Tendrás que preguntárselo a ella, mi señor -dijo Rhys.

Habló con serenidad, aunque le costó esfuerzo. Asiendo firmemente el trozo de madera de su cayado, el monje le pidió en silencio a Majere que le diera valor. Su espíritu aceptaría la infalibilidad de la muerte, pero su carne mortal se estremecía y el estómago se le acalambraba.

-¿Por qué le eres leal? -demandó Chemosh, irritado—. ¿Por qué todo el mundo le es leal? ¡Juro por el Dios Supremo que nos creó y por Caos que nos destruirá que no lo entiendo!

Su ira se desató en la caverna como un viento tórrido. Sudoroso, Rhys se hincó la afilada punta de la astilla en la palma de la mano y se valió del dolor para evitar desmayarse.

-Te encadena a una pared y te atormenta... Veo la marca de su cólera en tu mejilla. O te ha abandonado aquí para que mueras de hambre o...

Chemosh hizo una pausa y miró al monje de hito en hito.

—Tiene pensado regresar. Para torturarte. ¿Por qué? Tienes algo que quiere, por eso lo hace. ¿Qué es, Rhys Alarife? Ha de tener un gran valor...

Rhys habría podido explicárselo, pero hacerlo iba en contra de sus convicciones. El alma de una persona era de su exclusiva propiedad, enseñaba Majere. Revelar o no sus misterios era decisión de cada cual. Mina, fuera por la razón que fuera, había decidido mantener su secreto, no se lo había contado a Chemosh. Aunque tuviera el alma negra por sus crímenes, le pertenecía a ella y a nadie más. Y revelar su secreto era cosa de ella.

Rhys guardó silencio. Un hilillo de sangre resbalaba por la palma de su mano y entre los dedos.

—Tu carne podrá desafiarme, pero tu espíritu no -dijo Chemosh con un timbre tan gélido como el aire de una tumba—. Los muertos no me pueden mentir. Cuanto tu espíritu se encuentre ante mí en la Sala del Tránsito de Almas me contarás todo lo que sabes.

«Y entonces os llevaréis una gran decepción, mi señor -pensó tristemente el monje-. Porque, a decir verdad, yo no sé nada.»

Chemosh se acercó más con la mano extendida hacia él.

-Te mataré rápidamente. No sufrirás, como te habría ocurrido en manos de Mina.

Rhys se dio por enterado con un leve asentimiento de cabeza. El corazón le latía de prisa y tenía la boca seca. Ya no podía hablar. Respiró hondo, sin duda lo que sería su última inhalación, y se preparó para lo que vendría a continuación. Cerró los ojos para no contemplar el horror del temible dios y encomendó su espíritu a Majere.

Sintió la bendición del dios fluir a través de él, y con su bendición llegó una serenidad sublime y un ladrido.

El ladrido de un perro. Justo fuera de la cueva. Y junto al ladrido de Atta sonó la voz aguda de Beleño.

-¡Rhys! ¡Hemos vuelto! ¡Eh, he conocido a tu dios! Me dio su bendición...

Rhys abrió los ojos, perdida por completo la serenidad. Chemosh se volvió a medias y miró hacia la boca de la gruta. -¿Qué es esto? ¿Un kender y un perro?

—Mis compañeros de viaje -contestó el monje—. Dejad que se vayan, señor. Son inocentes que se han visto envueltos en todo esto por casualidad.

—El kender afirma que ha conocido a tu dios... -Chemosh miraba a Beleño, intrigado.

—Es un kender, mi señor -adujo Rhys a la desesperada.

En ese inoportuno momento Beleño gritó...

—¡Eh, Rhys, he venido a negociar con esa tal Mina! —La voz y las pisadas del hombrecillo resonaron en la gruta-. ¡Atta, no tan rápido!

-¿Negociar con Mina? -repitió Chemosh-. No parece tan inocente. Me parece que ahora tendré dos almas a las que interrogar...

-¡Beleño, no entres aquí! -gritó Rhys-. ¡Huye! ¡Llévate Atta y...!

-Cállate, monje -ordenó el Chemosh, que le puso la mano sobre la boca.

El frío de la muerte penetró en los miembros del monje. El terrible frío era como agujas de hielo en el riego sanguíneo. Un dolor desgarrador, gélido, atormentó su cuerpo. Gimió y forcejeó.

El Señor de la Muerte lo sujetó firmemente, el tacto cruel le congelaba la sangre. Rhys cayó de rodillas.

Atta entró en la gruta a todo correr, vio a su amo arrodillado, obviamente atormentado por el dolor, y a un hombre inclinado sobre él.
A
Atta
no
le gustó ese hombre. Había en él algo cruel, algo que la asustaba. Para empezar, no tenía olor. Todas las cosas vivas y todas las cosas muertas tenían un olor, algunos agradables, y otros no tanto, pero ese hombre no, y eso la asustaba. En eso, el hombre era como esa mujer escandalosa y aborrecible del mar y como el monje que acababa de poner sobre ella las afables manos. Ninguno de los tres olía a nada, y para la perra eso era misterioso y aterrador.

Atta estaba asustada; el sencillo corazón se estremecía, el instinto la urgía a dar media vuelta y huir, pero ese hombre extraño le estaba haciendo daño a su amo y eso no podía permitirlo. La ira le hinchió el corazón y saltó para atacar. No se tiró a la garganta, porque el hombre estaba de espaldas a ella, inclinado sobre Rhys, así que en lugar de eso decidió lisiar a su enemigo. La sabiduría transmitida por su antiguo ancestro, el lobo, le indicó cómo derribar a un adversario más grande: tirarse a la pierna, romper el hueso o cortar un tendón.

La perra hincó los dientes en el tobillo de Chemosh.

La apariencia de un dios se formaba con la esencia de esa divinidad tejida en un avatar con aspecto mortal para las mentes humanas. Esa forma era visible para el ojo humano, era perceptible al tacto mortal. La imagen del dios podía hablarles a los mortales, oírlos y reaccionar ante ellos. Puesto que el avatar del dios estaba hecho de esencia inmortal no sentía el dolor ni el placer de la carne. A menudo el dios fingía que sí a fin de dar a los mortales una mayor impresión de estar vivo. En el caso de Chemosh y su amor por Mina, a veces el dios llegaba incluso a inducirse a sí mismo a creer esa mentira.

Era imposible que Chemosh hubiera sentido los afilados dientes de Atta hundirse en su pierna, pero los sintió. En realidad, los dientes que Chemosh notó no eran los de Atta, sino los de la ira de Majere. Así había sido como la Dragonlance de Huma, bendecida por todos los dioses del Bien, asestó un golpe al avatar de Takhisis que la diosa sintió y que la obligó a abandonar el mundo, escupiendo amenazas y desafíos. Los dioses tenían el poder de infligirse dolor unos a otros, aunque eran renuentes a hacerlo porque todos sabían las terribles consecuencias que podría tener semejante acción. Los dioses recurrían a medidas tan drásticas sólo cuando era evidente que el equilibrio estaba a punto de irse abajo, porque Caos se encontraba justo más allá y esperaba con ansia que la guerra estallara en los cielos. Si tal cosa ocurriera, los dioses se destruirían entre sí y darían a Caos la victoria largo tiempo pretendida: el fin de todas las cosas.

Un dios atacaba rara vez a otro dios de forma directa, y se circunscribía a actuar únicamente a través de los mortales. El ataque tenía un alcance limitado y no era probable que ocasionara a su avatar un daño grave, sólo lo suficiente para hacer que la otra deidad comprendiera que había cometido una transgresión, que había ido demasiado lejos, que había sobrepasado el límite.

La cólera de Majere mordió el tobillo de Chemosh con los dientes de Atta, y el Señor de la Muerte rugió de rabia. Le dio la espalda a Rhys y sacudió la pierna de forma que obligó a la perra a soltarlo. Alzando el pie sobre el animal, Chemosh iba a enseñarle a Majere lo que pensaba de él haciendo papilla a su chucho.

Rhys todavía sujetaba la astilla del bastón en la palma ensangrentada. Era su única arma y la clavó con todas sus fuerzas en la espalda del dios. La cólera de Majere hundió profundamente el afilado trozo de madera en el Señor de la Muerte. Chemosh dio un respingo; la pierna alzada para aplastar a la perra se sacudió violentamente, con descontrol. Atta se incorporó e interpuso el cuerpo entre él y Rhys. Enseñando los dientes, se enfrentó al dios, desafiante.

En ese momento Beleño entró corriendo en la gruta, prietos los puños.

-Rhys, aquí estoy... -El kender enmudeció y miró de hito en hito-. ¿Quién eres tú? ¡Espera! ¡Creo que te conozco! Me resultas muy familiar... ¡Oh, dioses! -Beleño se puso a temblar de pies a cabeza-. ¡Claro que te conozco! ¡Eres la muerte!

-Al menos, soy la tuya -repuso fríamente Chemosh, que alargó la mano parar estrangular al kender.

El suelo sufrió una repentina y violenta sacudida que tiró a Chemosh. Las paredes de la caverna se estremecieron y se resquebrajaron. Fragmentos de roca y polvo llovieron sobre ellos y entonces, con un ligero temblor, la tierra se asentó y volvió la tranquilidad.

Dios y mortales se miraron unos a otros. Chemosh estaba a gatas; Atta se había tumbado sobre la tripa y lloriqueaba.

El Señor de la Muerte se puso de pie y, haciendo caso omiso de mortales, alzó la vista hacia la oscuridad.

-¿Quién de vosotros sacude el mundo? -gritó, prietos los puños-. ¿Tú, Sargonnas? ¿Zeboim? ¿Tú, Majere?

Si hubo respuesta los mortales no la oyeron. Rhys estaba a punto de desmayarse, consumido por el dolor y apenas consciente de lo que ocurría a su alrededor. Beleño tenía los ojos cerrados, esperando que a la siguiente sacudida el suelo se abriera y se lo tragara; mejor eso que tener la fría mirada de la muerte clavada en él.

-Nos veremos en el Abismo, monje —prometió Chemosh y desapareció.

-Uf, chico -dijo Beleño, tembloroso-, me alegro de que se haya ido. Pero ya podría habernos dejado un poco de luz. Esto está más negro que las tripas de un gobblin. Rhys...

La tierra volvió a sacudirse.

Tapándose con un brazo la cabeza y con el otro alrededor de Atta, Beleño se tiró aplastado contra el suelo.

Las grietas en las paredes de la gruta se ensancharon. Rocas, piedrecillas, pegotes de tierra y unos pocos escarabajos llovieron sobre el kender. Entonces se produjo un estruendo horroroso, chirridos y rozamientos, y Beleño apretó los ojos con fuerza y esperó el fin.

Los violentos zarandeos del suelo cesaron y, de nuevo, todo volvió I quedarse silencioso, tranquilo. Sin embargo el kender no se fiaba y mantuvo cenados los ojos. Atta empezó a retorcerse y a culebrear debajo del bra
zo
con el que la ceñía prietamente. La soltó y la perra se zafó de él. Entonces Beleño sintió a uno de los escarabajos que le andaba por el pelo, y eso le hizo abrir los ojos. Atrapó al escarabajo y lo arrojó lejos.

Atta empezó a ladrar con fuerza y Beleño se limpió la arenilla de los párpados y miró a su alrededor; resultó que tanto daba si tenía los ojos abiertos o cerrados porque de una forma o de otra lo envolvía la oscuridad.

Atta seguía ladrando.

Al kender le daba miedo ponerse de pie por si se golpeaba la cabeza contra algo, así que fue tanteando con las manos y avanzó a gatas guiándose por los frenéticos ladridos de la perra.

-¿Atta?-Tendió la mano y tocó el cuerpo peludo del animal, que empujaba algo con la pata una y otra vez sin dejar de ladrar.

Beleño buscó a tientas y encontró los ojos y la nariz de su amigo; los ojos estaban cerrados, pero el antebrazo de Rhys tenía un tacto cálido. Respiraba, pero debía de estar inconsciente.

-¡Rhys! -exclamó el kender con alivio. La mano del kender tocó la cabeza de Rhys y notó algo cálido y suave.

La perra dejó de dar con la pata al monje y se puso a lamerle la mejilla.

—No creo que unos lametones le sirvan de mucho, Atta -comentó Beleño mientras la apartaba a un lado-. Tenemos que sacarlo de aquí.

Todavía percibía el aire con un leve olor a sal y confiaba en que eso significara que la gruta no se había derrumbado. Asió a su amigo por los hombros, dio un tirón de prueba y se animó al notar que el cuerpo del monje se deslizaba sobre el suelo. Le había preocupado que Rhys estuviera medio enterrado bajo cascotes.

Volvió a tirar y arrastró consigo a Rhys. El kender empezaba a pensar que conseguirían salir de allí vivos, cuando oyó un sonido que casi lo sumió en la desesperación.

Era el tintineo de las cadenas.

Beleño gimió. Se había olvidado de que Rhys estaba encadenado a la pared.

—A lo mejor el deslizamiento de rocas ha desencajado las argollas de hierro -musitó, esperanzado.

Tras encontrar el grillete que se cerraba en torno a la muñeca de Rhys, Beleño avanzó a lo largo de la cadena, de vuelta a donde estaba unida a la argolla de hierro, que seguía sujeta —y firmemente— a la pared.

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