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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (21 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—Por segunda vez esa noche, la librería estaba ocupada, cerradas a cal y canto sus pesadas puertas de madera. Sin embargo, esta vez Sabrina era la que ocupaba la mullida silla de detrás del gran escritorio de madera de cerezo. Había albergado la esperanza de adoptar un aire intimidatorio, o de parecer al menos segura de sí misma, pero en vez de eso parecía aún más una cría pequeña haciéndose la mayor.

Troy se colocó frente a ella y de vez en cuando se paseaba nervioso por la habitación, aunque la mayoría del tiempo estuvo gritando.

—Mi madre está durmiendo arriba —dijo Sabrina—. ¿No puedes bajar el volumen? ¡Apareces en este programa de televisión cuando deberías estar borrándote de mi vida!

—Estar en Comer, beber y ser no tiene nada que ver contigo —gritó él—. No…, espera. No pienso fingir. Sí, me gusta verte, Sabrina. Pero necesito mejorar los beneficios de mi empresa, y mucho, así que principalmente estoy tratando de promocionar mi negocio.

—¿Cómo?

—He llegado a un acuerdo con Porter para empezar a llevar camisetas con el logo de FarmFresh —le explicó—. Mi nuevo vestuario empieza en el próximo programa. Ve acostumbrándote.

—Oh. —Sabrina se encogió de hombros—. ¿Y no deberías pagar a cambio?

—Gus ha invertido en mi empresa, no sé si te acuerdas. —Lo dijo con acritud. La empresa estaba yendo bastante bien, pero conseguir un entrante de dinero le daría más tranquilidad. Montar su propio negocio le había generado más presión de lo que había imaginado. Resulta que hacer realidad un sueño puede crear la misma cantidad de nuevos problemas que problemas viejos resuelve.

—Por supuesto que sí —respondió Sabrina. Fingió exasperación, y hasta hizo como si bostezase de aburrimiento. Por dentro, sin embargo, su corazón latía a toda velocidad. Era excitante verle tan irritado: el enfado le había dado rubor a las mejillas y ello le recordó a cuando hacían el amor.

Y Troy era muy bueno en la cama.

Fuerte e intenso y aparentemente infatigable, se tomaba el estudio de su cuerpo con la misma seriedad con que se tomaba la gestión de su negocio. Era un hombre apasionado. Todos sus otros novios, incluido Billy, no le habían exigido demasiado. Ni en la cama ni fuera de ella.

«¿Qué quieres?», le había preguntado Troy una vez, de madrugada, invitándola a jugar. No era la primera vez que le hacían esa pregunta, un leve murmullo entre beso y beso, pero nadie antes había esperado realmente una respuesta. «¿Qué quieres?», le había preguntado, y había esperado a que ella articulase sus deseos. «Háblame», le había susurrado. Era espeluznante, terrorífico. Y fue una de las razones por las que había tenido que cortar con él.

Ahora, Sabrina miró fijamente el dedo con que la señalaba. El mismo dedo que la había acariciado sólo unos meses antes. Qué curioso, cómo cambiaban las cosas.

—¿Cuánto tiempo llevas saliendo con ese tío?

—Un tiempo —respondió ella—. No era mi intención hacerte daño.

Troy agitó las manos en dirección a ella, asqueado.

—No era mi intención. —Se preguntó si alguna vez se habrían dicho palabras más estúpidas que ésas. ¿Cuál había sido entonces su intención? ¿Tal vez, si hubiese habido más tiempo, le habría escrito una nota de su puño y letra en una hoja de papel de carta personal para darle la noticia de su boda, delicada y eufemísticamente? Quizá él habría doblado la carta y la habría guardado en un cajón, apenado, pero con un barniz de felicidad ante la buena fortuna de Sabrina… Ja! No, no había duda de que ella nunca le habría dicho nada; se habría enterado de que se casaba leyendo el anuncio en The New York Times. Antes de conocer a Sabrina, no sabía lo que eran los anuncios de boda, ni siquiera había leído la sección «Estilo» en toda su vida. Pero ella los leía cuidadosamente y muchas veces en voz alta, haciéndole partícipe de los detalles de la pareja nupcial, de la ocupación de sus compañeros y padres, tal vez la anécdota de cómo se habían conocido. En una época, a Troy la obsesión de Sabrina con las bodas le había resultado graciosa. Parte de su encanto. Como su carácter risueño y su predisposición a reír.

Supo que estaba enamorado hasta la médula cuando, mientras se daba una ducha o hacía ejercicio en la máquina de pesas del gimnasio, se sorprendió a sí mismo murmurando un anuncio imaginario que sería publicado el mismo día de su boda con Sabrina. Había planeado escribirlo y dárselo a Sabrina el día que le pidiera que se casara con él. Ahora, como si estuviese encendido el piloto automático, repasó mentalmente aquellas palabras:

Sabrina Simpson, diseñadora de interiores con un gran futuro e hija menor de la presentadora de Canal Cocina Gus Simpson y del difunto Christopher Simpson, ha contraído matrimonio hoy con Troy Park. El señor Park, que se licenció summa cum laude por la Universidad de Oregón, es un arrojado empresario y presidente director general de FarmFresh, el primer distribuidor nacional de máquinas expendedoras de fruta fresca en colegios, hospitales y aeropuertos. Sus padres, Jin y Soo Park, ambos nacidos en Corea, son los abnegados propietarios de una explotación frutícola en Hood River, Oregón. El señor Park, además, tiene una hermana, Alice.

La pareja se conoció cuando la señorita Simpson fue contratada para decorar las oficinas de FarmFresh, en el centro de la ciudad.

«Yo tenía una visión —declara el señor Park—. Pero ella tenía el estilo.»

—¿Troy?

—¿Sabes lo que me gustaría a mí? —preguntó, indignado ante su comportamiento y molesto porque le hubiese sacado de golpe de sus reflexiones—. Que me dieras una explicación.

—¿Qué?

—Quiero que me expliques, de la forma más breve que puedas, pues mañana tengo una reunión importante, qué fue exactamente lo que pasó. —Rodeó el escritorio y se apoyó de espaldas en él, con la cabeza girada de tal manera que Sabrina podía verle los músculos del cuello. A Troy le gustaba que le besase el cuello, recordó ahora.

Y a ella le gustaba besarle el cuello.

—Tenía que seguir adelante —dijo.

—¿Qué hice yo? —Troy estaba afligido.

Sabrina se había montado una explicación cuando rompió con su primer novio: le dijo que le olían los pies. Tiempo después se sintió culpable por haberle dicho aquella mentirijilla y se juró emplear frases sencillas con otros chicos: «No eres tú, soy yo», «Ojalá todo fuese diferente», «No es fácil de explicar».

El problema es que todas esas frases eran la pura verdad.

Troy no se parecía a ninguno de los hombres con los que había salido. Probó a tomar batidos cremosos de fruta para desayunar sólo porque le gustaba comer lo mismo que ella. Propuso quedar alguna noche a dormir en casa de uno o del otro, pero sin sexo, sólo para pasarse la noche viendo pelis de risa y comiendo palomitas. (Aunque, por supuesto, siempre terminaban en la cama de todos modos.) Empezó a leer «Querida Abby» cuando Sabrina le dijo que tenía la columna de consejos en su carpeta de Favoritos.

«Sólo quiero saber qué estás pensando —le había dicho—. ¿No está bien que un chico quiera conocer qué le interesa a su chica?»

Ella había intentado luchar contra el pánico que le daba, superar esa familiar sensación de haber sido cazada y acorralada.

Sabía, empero, con toda exactitud cuándo se había dado cuenta de que tenía que dejar a Troy. Una tarde de sábado, sentados en el sofá del apartamento que compartía con Aimee, mientras fingía que no le llegaba el sonido de los aplausos de su hermana, metida en su dormitorio viendo la tanda semanal de programas concurso. Sabrina le guardaba los secretos a Aimee igual que Aimee se los guardaba a ella.

Sabrina y Troy se habían dejado caer en el sofá y ella había apoyado las piernas en su regazo, exhaustos después de un paseo vespertino en bici por el parque. Simplemente estaban pasando el rato. Era lo que él había sugerido. Él, el consejero. El terapeuta. Podían ir solos y juntos, había dicho. En equipo y solos.

—Buceemos de verdad en nuestra alma —le dijo, y Sabrina se había echado a reír, convencida de que era una broma.

—Pensaba que el psicoanálisis era sólo para los neoyorquinos de pura cepa —le había chinchado—. Tú sólo eres un coreano de Oregón.

Troy la miró intensamente, tomó sus manos y le dijo con más cariño del que nadie había usado para hablar con ella hasta entonces o a partir de entonces:

—Déjame conocerte —había dicho.

Lo más alarmante de todo había sido la mentira que había generado a partir de su más apreciada creencia íntima sobre sí misma. La creencia de que lo único que ella quería era que alguien la comprendiera. Tener a alguien a su lado que «llegase» a lo más profundo de su ser y la amase igualmente.

Pero no era así. En realidad, no quería verse forzada a vivir esa clase de confianza. ¿Y si él no lograba seguir hasta el final? ¿Y si no podía amarla igualmente? Y en su corazón podía escuchar el retumbar de un tambor: la confianza provocará dolor; la confianza provocará dolor.

Sólo había una solución: el chico tenía que desaparecer. Todos los chicos tuvieron que desaparecer, por supuesto. Pero la ruptura con Troy estaba siendo la más dura.

Y si su madre no lo hubiese metido en el programa de televisión, habría sido igual que todos sus ex amantes anteriores. Se habrían limitado a enviarse un correo electrónico al año, de felicitación retrasada por alguna festividad, explicándose en tres parrafadas todas las novedades e informaciones fascinantes de su vida. Pero Gus se había metido en medio, como siempre, y ahí estaba Troy, paseándose por la biblioteca una fresca noche de domingo del mes de mayo.

—Sólo dime qué ves en él —dijo. A ella le gustaba su carácter de hombre reflexivo, metódico, interesado. Estaba disgustado, sin duda, pero no estaba lloriqueando.

—No lo sé —dijo. Mentir a Troy no era tarea fácil; tenía la sensación de que podía ver a través de ella—. Es un buen chico.

—Yo soy un buen chico. —Lo soltó con toda naturalidad.

—¡Tú sólo quieres ser mi dueño! —Sabrina se dio cuenta de lo chillona que le había salido la voz.

Él la miró de arriba abajo, calibrándola con la mirada.

—No —respondió en tono melodioso—. Yo sólo quiero amarte.

Rodeó el escritorio, apoyó una mano en cada reposabrazos de su silla y se inclinó hacia ella.

—Te amo, Sabrina Simpson —dijo.

—¿Por qué? —Empezó a sollozar, brotando de su interior la culpabilidad, el arrepentimiento y el miedo—. ¿Por qué? —Troy estaba demasiado cerca de ella; el aroma que desprendía era el que ella conocía tan bien, una mezcla embriagadora de champú de pomelo y colonia especiada. Sabrina respiró hondo, y volvió a inspirar profundamente otra vez. Le gustaba su olor.

—Eh, eh —dijo él en voz baja.

Tenía la cara muy cerca de ella.

Casi sin ser consciente de sus movimientos, Sabrina se inclinó hacia Troy.

—No tienes por qué llorar —dijo con los labios tan cerca de los de ella que casi podía rozarlos—. Entre los dos podemos arreglarlo.

Tenía el pecho en tensión, como si él estuviese sacándole el aire de los pulmones. Ella se movió un poco para alejarse de él y, al hacerlo, él la besó. Troy subió los brazos para asir el respaldo de la silla, formando una especie de caja alrededor de su cabeza.

Sabrina abrió la boca totalmente mientras Troy la saboreaba con la lengua, y, al poder probarla de nuevo, quiso más. Ella levantó los brazos y le rodeó el cuello, empujando el suelo con los pies para levantarse un poco mientras Troy la estrechaba hacia sí y llevaba su espalda hacia la mesa, pegándose a ella sin dejar de besarla. Tocar su cuerpo, fuerte y tenso, era una gozada. Sabrina se sintió segura, y poderosa, y bella, y bien. Muy bien.

Se deslizó sobre la mesa y tiró de la camisa de Troy hacia ella, para acercar su cuerpo al suyo, y empezó a desvestirle al mismo tiempo.

—Lo sabía —dijo él—. Lo sabía.

Su cuerpo estaba caliente al contacto con ella y le gustó la sensación de que la cubriera. Le gustó el movimiento de su mano subiendo por su muslo, y luego por su estómago. Lo deseaba, exactamente como lo había deseado antes.

Entonces Troy se detuvo.

—Espera —dijo. Sabrina, como si lo estuviera observando a cámara lenta, se sintió mareada al verle alargar el brazo hacia su mano izquierda y arrebatarle el rutilante diamante del dedo. Lo vio lanzarlo a la otra punta de la habitación, donde el anillo chocó con una de las butacas de piel y rebotó varias veces contra el suelo. Siguió su trayectoria con la mirada hasta que se detuvo, y a continuación Troy volvía a besarla, con urgencia, tocándola por todas partes, su falda muy arriba ahora, casi a la altura de la cadera.

—Vamos —dijo él, indicando la ropa de Sabrina.

Ella empezó a quitarse como pudo lo que llevaba puesto y, al hacerlo, se miró la mano izquierda y vio la marca en el dedo que señalaba el lugar en el que hacía tan sólo unos instantes había estado el anillo de pedida de Billy. Mentalmente se vio ya manteniendo una relación sexual con Troy y se imaginó cuánto iba a gozar con ello. Todo su cuerpo suspiraba por él.

Sabrina vaciló.

—Dime qué quieres —dijo él, y puso la palma de la mano de ella en su mejilla.

—No lo sé —susurró Sabrina antes de apartar la mano—. Pero estoy comprometida con Billy.

La mirada de Troy se heló. Una vena se destacó en su mandíbula.

—Por una vez quiero hacer las cosas bien —dijo ella, y se echó a llorar otra vez. Notaba algo de frío y, al mirarse a sí misma allí tendida sobre la mesa, se dio cuenta de su aspecto, con la falda subida y el suéter casi fuera. El sujetador estaba desabrochado y le colgaba de los hombros.

—Un poco tarde para empezar ahora, ¿no te parece? —replicó él mientras se remetía apresuradamente la camisa por la cintura de los pantalones.

Se dirigió a la puerta en un par de zancadas. Entonces giró sobre los talones y volvió hacia ella. Por un acto reflejo, Sabrina se encogió hacia atrás y llegó a pensar que nunca nadie la había pegado, ni él ni nadie. Troy se la quedó mirando con una mezcla de confusión y lástima. Luego, sacudiendo la cabeza, giró el cuerpo de Sabrina para poder llegar a su espalda y abrocharle el sujetador. Con cuidado, le metió el suéter por los brazos mientras ella sollozaba, la levantó de la mesa y la dejó de pie en el suelo, tras lo cual comprobó el estado de su falda.

Luego cogió una caja de pañuelos de papel de un estante próximo y le puso a Sabrina un buen montón en la mano. Sin decir ni una palabra, la besó en la coronilla y salió de la habitación.

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