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Authors: Kate Jacobs
Augusta Simpson, cariñosamente apodada «Gus», es una estrella de la televisión al mando de su programa gastronómico «¡Cocinar con Gusto!». A punto de cumplir los cincuenta años, se encuentra pensando en el pastel más apropiado para el cumpleaños que preferiría no celebrar. Viuda desde los treinta, tuvo que criar sola a sus dos hijas: Aimee, que trabaja como economista para la ONU, y Sabrina, decoradora de interiores y rompecorazones profesional. Para subir la audiencia, el productor del programa le impone copresentar el programa con una exmiss joven, deslumbrante y con aires de diva, que le hace todavía más patente su edad. Tras los primeros programas con la nueva colaboradora en los que participan también sus hijas y un antiguo novio de Sabrina, además de Hannah, su enigmática vecina; el éxito es tal que el productor del canal los envía a todos a pasar un fin de semana juntos para conocerse mejor.
Kate Jacobs
Amigas entre fogones
ePUB v1.2
jubosu08.02.12
Autor: Kate Jacobs
Título: Amigas entre fogones
Febrero de 2.006
A Gus Simpson le chiflaban las tartas de cumpleaños.
De chocolate, de coco, de limón, de fresa, de vainilla; le gustaban especialmente las clásicas. Aunque experimentaba con nuevos sabores y coberturas, salpicándolas con una lluvia fina de siropes o colocando artísticamente pétalos de hibisco, lo más habitual era que Gus adoptase el estilo retro, con flores decorativas conseguidas a base de manga pastelera o con un arco iris de virutas dulces por encima de la cobertura glaseada. Porque las tartas de cumpleaños tenían que ver precisamente con la nostalgia, bien lo sabía; con buscar dentro y con utilizar los sentidos para rememorar un instante de infancia perfecta.
Al cabo de doce años ejerciendo de presentadora de Canal Cocina —y con tres exitosos programas como aval—, Gus había elaborado gran cantidad de postres en su cocina del plato: desde su cremosa espuma de chocolate blanco a su exquisita tarta de melocotón, su pastel de manzana y caramelo denso o su decadente tarta de pacanas al whisky. Siendo una «cocinera casera» carente de formación oficial en restauración, Gus aspiraba a ser cálida a la par que elegante, sin caer en la sencillez de andar por casa: se esforzaba por conseguir que sus platos resultasen completos sin ser complicados.
Con todo, las tartas de cumpleaños eran otro cantar: una sola porción servía para alimentar el espíritu además del estómago. Y a ella le entusiasmaba pensar en ese triunfo perfecto.
Tanto le gustaban las celebraciones que organizaba fiestas de cumpleaños para sus hijas, ya adultas, Aimee y Sabrina, para su vecina y buena amiga Hannah, para su productor ejecutivo (y vicepresidente de Canal Cocina) Forter y para su asistente culinaria de tantos años que se había jubilado recientemente y se había mudado a California.
Pero Gus no se detenía ahí. Siempre celebraba por todo lo alto el aniversario del país, lo cual para una americana tampoco es que fuese nada extraordinario. Y lo mismo hacía cada 25 de diciembre, lo que, asimismo, no tenía nada de raro en el caso de una persona que había sido educada en el catolicismo. Aparte, celebraba también San Valentín y San Patricio, el aniversario del nacimiento de Lincoln, el de Julia Child (genio de la cocina; el 15 de agosto), el de Henry Folw Durant (fundador de la universidad en la que había estudiado, Wellesley; el 22 de febrero) y el de Isabella Mary Beeton (autora del famoso El manual de gestión de tareas domésticas de la señora Beeton; cada 12 de marzo). Daba igual que estos invitados de honor no estuviesen precisamente disponibles para asistir a la fiesta, al estar muertos y eso…
Hay anfitrionas a las que les encantan las fiestas porque disfrutan mucho siendo el centro de atención. Por el contrario, a Gus lo que más placer le proporcionaba era crear un mundo de fiesta en el que cada persona tuviera su lugar, donde estaba convencida de que cada cual podía sentirse especial.
«Dejadme que prepare una cosilla», le decía Gus a sus hijas, a sus amigos, a sus compañeros, a sus espectadores. Verdaderamente, le encantaba la idea de ocuparse de otros, de alimentar y mimar, y sobre todo de aquellos invitados a los que les costaba abrirse paso entre la multitud era de quienes más pendiente estaba Gus.
Sólo había un cumpleaños del que ya empezaba a estar cansada de organizar. O, mejor dicho, de celebrar. El suyo propio. Porque en breve (el 25 de marzo) Augusta Adelaide Simpson cumpliría cincuenta años.
Desde luego, el problema residía en que ella no se sentía para nada tan mayor. No, más bien se sentía como una joven de veinticinco (obviando, como solía hacer, el problema logístico de que su hija mayor, Aimee, tenía ya veintisiete y su hija menor, Sabrina, veinticinco). Y en este sentido, si se paraba a pensar en que había alcanzado la marca del medio siglo, se encontraba completamente pillada por sorpresa; genuinamente sorprendida ante la suma de todos esos años.
Medio siglo de Gus.
—A la hora de preparar una vinagreta, os convendrá utilizar el mejor jerez que pueda permitirse vuestro bolsillo —había dicho en una edición reciente del programa, y entonces se había dado cuenta de que el jerez era casi tan añejo como ella—. Podría estar embotellada y puesta en la balda —había apuntillado riéndose.
Pero un molesto terror había ido acrecentándose en su interior, y le fastidiaba enormemente. La de los cuarenta y seis, la de los cuarenta y siete, la de los cuarenta y ocho y hasta la de los cuarenta y nueve habían sido fiestas geniales. Cuando sopló las velas de la tarta del último año —de zanahoria y jengibre, con cobertura de queso cremoso y canela— y Porter, su productor, había exclamado «¡El próximo año toca la grande!», ella se había reído al igual que todos los demás. Y se había sentido bien al respecto. De verdad que sí, de verdad. En serio. De verdad. No había previsto ninguna sesión de bótox, no había empezado a ponerse fulares para ocultar el cuello. Cumplir cincuenta años —se decía— no era para tanto. Hasta que una mañana se despertó y se dio cuenta de que no había planificado absolutamente nada. Ella, que nunca desaprovechaba la menor oportunidad para organizar una fiesta. Y fue entonces cuando había caído en que tampoco quería hacer ningún tipo de celebración.
El problema —reflexionó una mañana mientras se lavaba el cabello castaño de reflejos rojizos con un champú intensificador del color— empezó a cobrar forma en algún punto entre su labor de organizar el plan del programa del año siguiente y la noticia de que Canal Cocina recortaba drásticamente el presupuesto e iba a emitir menos programas de lo habitual.
—Y la televisión por cable está perdiendo cuota de pantalla —le había explicado Porter—. No nos queda más remedio que aguantar el temporal. —Llevaba mucho tiempo en el negocio de la tele, más que Gus, y su éxito provocaba envidias: un hombre negro en el blanquísimo mundo de la televisión especializada en cocina. Se rumoreaba incluso que iban a nombrarle director de programación. La confianza de Gus en Porter era absoluta.
Entonces Canal Cocina había contratado a un estilista que informó a Gus de que «pasada cierta edad» algunas señoras hacen bien en coger unos kilitos para tener la tez más tersa. «Tú eres maravillosamente esbelta, pero no te haría ningún daño rellenar esas arruguitas, ya me entiendes —le había dicho el estilista, en absoluto descortés con ella—. Una buena iluminación sólo puede dar resultado hasta cierto punto.»
Por último, una noche que cenaba con Sabrina en un restaurante, se había quedado admirando a dos mujeres que ocupaban la mesa que tenían justo delante: una joven morena imponente, con un vestido color rosa chicle, acompañada de una mujer de más edad, con el ceño fruncido, la media melena en tono caramelo y de bonito movimiento, enfundada en un traje pantalón crudo de lino. Y, con un sobresalto, descubrió que la pared que tenía delante estaba cubierta de espejo y que la dienta de expresión malhumorada era ella misma.
—¿Te encuentras bien, mamá? —le había preguntado Sabrina, quien hizo una seña al camarero para que trajera más agua—. No tienes buena cara.
Gus ya no era joven.
En un primer momento se había guardado esta revelación igual que guardaba los zapatos de verano el primer lunes de septiembre. Pero la verdad se resistía a permanecer oculta, y se manifestaba cuando reparaba en una arruga que no había visto hasta entonces u oía un chasquido en sus rodillas cuando se agachaba para sacar una olla. O cuando su segundo de cocina de tantos años anunció, prácticamente de sopetón —como quien dice—, que se jubilaba. Lo cual quería decir que ella también había alcanzado la edad de jubilarse. Algo alarmante si te parabas a pensar que eso significaba que habían transcurrido doce largos años desde que Gus había estrenado su primer programa con Canal Cocina, La bolsa del almuerzo, en 1994. Y que la joven madre que se recogía los brillantes bucles color caramelo en un moño suelto del que se soltaba algún que otro mechón, la joven madre que había rehuido los delantales y que había creado en un periquete platos sencillos y deliciosos, era ahora una señora con dos hijas con sus respectivos empleos, vida y cocina propias. Dos niñas que se habían —digamos— hecho mujeres.
Realmente no eran adultas. No en el verdadero sentido de la palabra. Ella, era verdad, había tenido dos hijas a la edad de Sabrina, además de un marido y un año de aventura en el Cuerpo de Paz. Pero Aimee y Sabrina, por el contrario, estaban lejos de ser autosuficientes. Aimee parecía no tener nunca a nadie serio en su vida y Sabrina cambiaba de novio con las estaciones. Resultaba curioso que las niñas de doce años de hoy en día fuesen mucho más sofisticadas que cualquier adolescente que Gus pudiera recordar y que, por otro lado, las chicas de veinticinco años vivieran en un estado de adolescencia postergada. Seguramente, dedicaba ahora más tiempo a preocuparse por ellas que en toda su vida.
Por eso resultaba fácil seguir adelante con el día a día sin pararse a pensar de verdad en el envejecimiento como algo que la afectase personalmente. Pero, entonces, un pequeño detalle le desbarataba su imagen de fantasía (una palabra dicha por un desconocido, una mirada en el espejo). De pronto, a su pesar, se hacía evidente un dato.
Gus Simpson iba a cumplir cincuenta años.
No es que, en sí y de por sí, ello constituyese un acontecimiento extraordinario. Les pasaba a otras personas todos los días. Sin duda. Pero Gus había asumido alegremente que a ella en el fondo nunca le iba a pasar eso de envejecer. Al fin y al cabo, estaba delgada (por no decir que era una devota del ejercicio físico), tenía una carrera profesional en ascenso, un pellizco de dinero en el banco (bien gestionado por David Fazio, un súper asesor financiero que Alan Holt le había recomendado hacía unos años), un armario ropero a reventar de prendas caritas (el atuendo distintivo de Gus era un guardapolvo de seda sin cuello, cómodo a la par que elegante, puesto sobre una suave prenda de punto, combinado con pantalones anchos de crepé de seda), y un descapotable en el garaje, maldita sea. Oía los 40 Principales. Usaba cámara digital. Tenía un móvil increíblemente pequeño. Sabía enviar mensajes de texto. Seguía disfrazándose por Halloween para repartir chucherías. ¿Acaso todo eso no bastaba para mantener a raya su madurez?
Cumplir cuarenta y nueve años había tenido su toque de gracia; cumplir cincuenta le parecía como si fuese a tener que comprarse unos zapatos ortopédicos.