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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

Ángel caído (16 page)

BOOK: Ángel caído
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Nova cogió el autobús 401 que iba de Hellasgården a Slussen. Después, el metro de la línea roja tardaba cinco minutos hasta Hornstull. Miró el reloj de la estación. Dentro de poco saldría el avión y no quería perderlo. Subió por la escalera mecánica y pasó por delante de una vendedora del diario
Situation Stockholm.
Era una mujer de unos treinta años que llevaba gorra. Hacía un mes Nova había leído un reportaje sobre ella en el que se explicaba que la mujer consiguió un piso y dejó de drogarse. «Esto tengo que patrocinarlo», pensó Nova y compró un ejemplar.

Una vez en la calle Långholm, giró a la izquierda y pasó por delante de uno de los muchos modernos que deambulaban por allí: un hombre con el pelo amarillo y que apuntaba hacia todos lados, grandes auriculares y un perro igual de amarillo con rastas. Nova entró en el Seven-Eleven de la esquina, pidió un helado de yogur con sabor a fresa y una hora de conexión a internet. No necesitaba más. Sonrió cuando oyó
The Final Countdown
detrás de ella en la cola, con el bip-bip del estribillo.

Subió de prisa la escalera hasta los ordenadores y se sentó en un lugar que había libre. Con una mano tecleó hasta llegar a la web del aeropuerto de Arlanda. El helado se deshacía con el calor y constantemente tenía que chuparlo para que no le goteara encima. Nova se olvidó de disfrutar del sabor y del frío.

Al cabo de dos minutos encontró lo que buscaba: las cámaras de la web. Una de ellas vigilaba la terminal cinco y fuera vio un coche de la policía y un Golf rojo. Nova se echó a reír. Nadie miró hacia ella, pero todos los de Seven-Eleven la oyeron. Comía el helado con rápidos lametones y finalmente mordisqueó el cucurucho. El estómago estaba fresco y tranquilo, pero en la pantalla no pasaba nada extraño. Al cabo de veinte minutos ocurrió algo inesperado.

Apareció una ambulancia.

Dos personas entraron con una camilla en el recinto de salidas.

Pasaron cinco minutos.

Una mujer rubia estaba tumbada en la camilla que salía a través de las puertas e iba rodeada de policías. Nova sintió una punzada de remordimiento en el estómago. Después apareció el miedo; podría haber sido ella la que estuviera tumbada allí. Más aún: debería haber sido ella.

Cuando había comprado el viaje a Londres estuvo a punto de romper la tarjeta Visa y tirarla a la papelera. Bajando por la escalera mecánica hacia la plaza Sergel había visto a una chica rubia de unos veinte años que subía. Nova le había gritado:

—Cógelo —le había dicho a la vez que le tiraba la bolsa con el billete y el folleto.

De forma instintiva, la joven cazó sorprendida la bolsa.

—Mira dentro de la bolsa. Es un regalo —le había dicho Nova cuando la escalera mecánica ya se la llevaba.

«Esto debería tener entretenida a la policía un rato», pensó. Una vez en la taquilla del metro, compró una tarjeta multiviajes de los transportes municipales.

Entonces Nova desconocía las consecuencias que comportaría haber involucrado a una persona inocente. Aquella joven estaba ahora en una camilla.

Había geranios blancos y rosados en las cajas de la floristería La Paz Áurea. Los brotes se abrían, uno tras otro, con el calor del verano. Las hojas y los tallos, firmes, parecían sentirse a gusto. Eran la guinda para que el restaurante tuviera aquel aspecto cuidado y resultara tan atractivo. Un farol de hierro forjado lucía sobre la puerta y disipaba la oscuridad cada vez más intensa de agosto. Podría haber sido perfectamente tanto del siglo XVIII como de principios del XXI. Poco había cambiado desde el tiempo gustaviano en el que Bellman y sus amigos visitaban y cantaban en aquel bar. Era en aquellos ambientes donde Peter Dagon estaba más a gusto. Le gustaba oír el aletazo de la Historia.

Dentro de poco, también él formaría parte de ella.

Peter Dagon abrió la pesada puerta de madera y entró. El calor del verano hacía que la ropa de abrigo fuera inútil, así que sin quitarse nada se dirigió directamente a la escalera que bajaba al sótano abovedado. Las paredes estaban cubiertas de masilla blanca y el suelo era de piedra tallada burdamente. Mientras bajaba pasó por delante de un cuadro que representaba a Zorn vestido con un gran abrigo de piel y con un cigarrillo cogido descuidadamente entre dos dedos. «En aquellos tiempos había hombres de verdad», pensó Peter Dagon y le envió al artista un agradecimiento por haber salvado el bar, tanto de la quiebra como de la demolición.

En la bóveda de abajo estaba Moses Hammar esperando. La chimenea no estaba prendida, pero había una vela encendida sobre la mesa. En aquella sala no había ni un solo ángulo recto; el techo se arqueaba como una media luna hacia los ladrillos que formaban el suelo. Sobre las mesas había manteles blancos y Moses se estaba tomando un whisky con calma en aquel ambiente agradable. La gente había empezado a entrar, pero el sótano abovedado aún no estaba lleno. Podrían hablar sin ser molestados.

Los hombres hicieron un gesto de saludo con la cabeza y Peter Dagon se sentó. Como si hubieran recibido una señal, los dos cogieron la carta. En realidad era inútil porque ambos sabían lo que había, pero formaba parte del ritual.

—El gallo joven parece ser bueno —sugirió Moses.

Peter Dagon asintió con la cabeza y después dijo:

—El sábado, el caviar de alburno estaba delicioso.

Después pidieron, como siempre, caviar de alburno de la zona de Kalix, gallo joven sueco asado y tarrina de chocolate de cuatro matices con avellanas. Dejaron que el camarero eligiera el vino.

—¿Y bien? —dijo Peter Dagon después, como pidiendo explicaciones.

—Hice lo que decidimos.

—¿Y?

—Salió bien.

Peter Dagon marcó mentalmente como realizada una parte del plan. No esperaba otra cosa, Moses Hammar pertenecía a una familia digna de crédito.

Tenía la misma motivación y fuerza que Peter Dagon. Unidos en su lucha contra el tiempo, hacían todo lo que podían.

Sobrevivirían a cualquier precio.

En la parte exterior de la tienda, Nova había puesto el infiernillo Primus y empezaban a formarse burbujas en el agua que había en el cazo. En la mochila había varias bolsas de comida deshidratada: macarrones con salsa de plantas aromáticas, guiso de verduras y postres de vainilla y frambuesa. Había dejado sin existencias de alternativa vegetariana la despensa de Playground, pero no dedicó mucho tiempo a elegir lo que iba a comer. Haría cuscús, pero acabaría comiéndoselo todo. Nova echó agua caliente en el envase. Según las instrucciones, tardaría cinco minutos.

Mientras esperaba a que la comida estuviera lista su pensamiento fue hacia algo completamente distinto. «¿Qué voy a hacer ahora?» Su plan no llegaba más allá de desaparecer sin dejar rastro y, mientras tanto, darle pistas falsas a la policía. Ahora se encontraba sola en el bosque sin que nadie supiera dónde estaba. Pero a la larga aquello no iba a funcionar. Una vida en la reserva natural de Nacka en tienda de campaña era, cuando menos, limitada, y tarde o temprano la policía daría con ella. Entonces no tendría ninguna posibilidad de aclarar lo que había ocurrido. «Tengo que saber la verdad antes de que sea demasiado tarde», decidió.

«¿La verdad sobre qué?», se preguntó después.

Aquella cuestión no se la había querido plantear hasta entonces porque la obligaba a poner las cartas sobre la mesa. En su interior sabía hacia dónde señalarían. Ahora estaba forzada a coger el toro por los cuernos y analizar para sí misma lo que había ocurrido:

En casa del presidente de Vattenfall había visto parte de un verso del Génesis escrito encima de la cama. Al diario
Aftonbladet
alguien le había soplado que el mismo escrito lo habían encontrado grabado en la espalda del presidente de SAS cuando lo encontraron muerto. Suponía que también era sospechosa de aquel asesinato, pero no entendía cómo la policía la había relacionado con el primero. Además, seguro que habían encontrado el mono de trabajo. «Joder, qué patosa», pensó Nova de sí misma.

En el último segundo consiguió defenderse de un ataque de culpabilidad. Se quitó de encima aquellos pensamientos de su poca habilidad, cogió una cucharada grande de cuscús y continuó elucubrando:

En su pared había un cuadro colgado con una cita de la Biblia de pasajes relativos al Génesis. Todos eran de la narración sobre Noé y el Diluvio Universal. Por si eso no fuera suficiente, su madre había hecho un testamento en el que la mitad de su riqueza la donaba a
Friends of Nephilim
.
Nefilim
, que era una mezcla entre ángeles caídos y hombres a los que el diluvio se llevó. «No puede ser una casualidad —pensó—. De alguna manera mi madre tiene que estar involucrada. Quizá fue asesinada por la misma persona.»

Nova tenía ahora una tesis con la que trabajar, aunque lucra algo rebuscada. Reconoció que era como buscar una aguja en un pajar, pero algo tenía que hacer. Debía salir de aquel lío en el que, de alguna manera, se había metido. ¿Cómo? No tenía ni idea. Por primera vez desde que murió su madre, deseaba que estuviera con vida. Había muchas preguntas para las que necesitaba respuesta.

Al acabar la comida, Nova se sintió saciada. Antes de acostarse se miró las heridas. Tenía unas líneas blancas en los brazos y en las piernas, pero las heridas estaban cerradas y curadas. Aún le quedaba alguna que otra costra, pero al día siguiente ya se habrían caído. Incluso el corte del muslo estaba casi curado. Sólo le quedaba una costra seca y la piel rosada alrededor.

Aquello le suponía un problema menos. No iba a necesitar ir al médico. «Por lo menos en mi cuerpo sí que puedo confiar», pensó.

Amanda no pudo dormir a pesar de que ya no le quedaba energía para nada. La sábana estaba caliente y húmeda. Sentía la cama dura y sin muelles, pero no eran sólo las circunstancias físicas lo que la mantenían despierta: su cerebro iba a toda máquina. Daba vueltas y más vueltas a los pensamientos una y otra vez e intentaba construir una defensa sobre por qué un policía del grupo que ella llevaba había disparado a una joven inocente. Cierto que la herida de la mujer era sólo superficial, pero se había desmayado del shock y se había puesto muy nerviosa. El vespertino
Expressen
había aprovechado la ocasión y la reproducción de los hechos salía en primera plana.

Amanda estaba convocada a las siete y media de la mañana a una reunión con la jefa provincial de la policía, y echarle la culpa a la incompetencia de sus colaboradores no le parecía correcto. La acusación contra los compañeros recaería en ella misma. Decidió que no podía hacer otra cosa más que explicar lo sucedido: Morgan se había equivocado. Lo que la mujer estaba buscando en el bolsillo no era un arma, sino un cepillo de pelo y sólo intentaba cambiar el nombre del billete y que pusieran el suyo. La presión por atrapar al asesino había hecho perder los nervios a Morgan.

Era humano. A partir de ahora siempre trabajarían en pareja para evitar este tipo de incidentes. Amanda se repetía aquello una y otra vez. Al final hasta ella misma se lo creyó.

En lugar de quedarse dormida tranquilamente, cuando estuvo lista con la táctica para la reunión del día siguiente, se puso a pensar en unas oscuras imágenes. En el cine y en la televisión los policías eran tipos duros, héroes de la acción, que lo dejaban todo atrás en cuanto acababan el trabajo. Era mentira. Los policías eran personas como las demás. Amanda se sintió muy pequeña y humana allí en la cama donde estaba tumbada. Un animal asesino de masas estaba libre y ella era la responsable de detenerlo. Pensó en los familiares de las víctimas y su necesidad de que aquello acabara para poderles dar una explicación. Pensó en el riesgo de que más personas vieran a sus seres queridos brutalmente asesinados y descuartizados. Sería culpa suya. Las imágenes de los lugares de los crímenes pasaban sin parar por su cabeza: intestinos, sangre y excrementos. ¿Alguien más tendría que experimentar el miedo antes de su propia mutilación? ¿Aparecería algún otro cuerpo ultrajado?

La respuesta era demasiado incómoda.

Amanda se echó a llorar por primera vez desde hacía mucho tiempo.

Estaba completamente sola con la oscuridad.

Sonó el móvil.

El reloj de la pantalla indicaba que eran las doce y media y que había recibido un nuevo mensaje de Moses. Sí, contestó ella a la pregunta de si podía pasar a verla. Quizá aquello disipara sus pensamientos. Dormir no era una alternativa.

Y no quería estar sola ni un segundo más.

Encendió la lamparilla de noche y entró desnuda en el baño, con cuidado, como si alguien la pudiera oír. Se pasó el cepillo por el pelo y luego se lo revolvió de nuevo. Sustituyó las huellas saladas de las lágrimas con un discreto colorete, se retocó las pestañas con rímel marrón y se cepilló ligeramente los dientes con algo de pasta.

En el cajón de arriba estaba su ropa interior más cara, marca Agent Provocateur. Amanda se puso unas bragas negras y un sujetador con puntillas a la vez que le pasaba una revisión ocular al pisito. Puso en el cesto de ropa sucia la del día, que estaba tirada en el suelo, y después se metió en la cama, se tapó con el edredón hasta la nariz y apagó la lamparilla.

Allí estaba quieta como un palo mirando hacia arriba en la oscuridad. Los oídos registraban los ruidos de la noche; el suave pshhh de un autobús que se había parado; un hombre que había bebido de más y que cantaba una interminable interpretación del
Sing it, Hallelujah, sing it, Hallelujah,
de Dr. Alban; un barco que tocaba la sirena en la ría de Riddarfjärden. Amanda oyó que abrían la puerta de abajo. Unos pasos pesados pero rápidos subían la escalera. La señal del timbre atravesó el piso.

Esperó dos segundos y, despacio, se levantó de la cama. Arrastró los pies por el suelo. Abrió la puerta y se restregó los ojos. El sabor a café y licor aparecieron en la boca de Amanda cuando Moses la besó. El traje le olía a aroma de puro. La puerta se cerró de golpe a su espalda y la oscuridad escondió su figura. La ropa de Moses se sentía áspera contra la piel desnuda de Amanda. La corbata estorbaba allí en medio.

Tenía que hacer algo al respecto.

La reunión con la jefa provincial de la policía resultó mucho mejor de lo esperado. Amanda respiró tranquila cuando cerró la puerta de la sala de reuniones al salir. La jefa provincial se quedó dentro. La reunión había sido la primera de unas cuantas. Admiraba la efectividad de su jefa y le agradeció el agradable recibimiento. «Más jefes deberían ser como ella», pensó Amanda.

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