Aníbal. Enemigo de Roma (64 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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Estaban en guerra.

Ya no había sitio en su corazón para la amistad con un cartaginés.

Transcurrieron varios días y las condiciones meteorológicas empeoraron de forma considerable. El viento gélido del norte traía consigo tormentas de nieve y aguanieve que, combinadas con las pocas horas de luz del día, amargaban su existencia. Hanno veía a su padre o sus hermanos. Los soldados cartagineses se acurrucaban en sus tiendas temblando e intentando mantenerse calientes. Incluso salir afuera para hacer sus necesidades implicaba quedar empapado o calado hasta los huesos. Por ello le sorprendieron tanto las noticias que le comunicó Safo una tarde.

—¡Aníbal ha decidido que nos vamos esta noche!

—¿Con este tiempo? —preguntó Hanno—. ¿Estás loco?

—Quizá —sonrió Safo—. Pero si yo lo estoy, también lo está Aníbal. Ha ordenado al propio Mago que nos lidere.

—¿A ti y a Bostar?

Safo asintió con gesto grave.

—Más quinientos escaramuzadores y mil jinetes númidas.

Hanno sonrió para no mostrar su decepción por no haber sido elegido.

—¿Adónde vais?

—Mientras nosotros nos escondíamos en las tiendas, Aníbal ha estado explorando toda la zona y ha descubierto un estrecho río que cruza la llanura con una espesa vegetación en ambas orillas —reveló Safo—. Debemos esperar allí hasta que surja la oportunidad, si surge, de atacar a los romanos por la retaguardia.

—¿Y qué le hace pensar que cruzarán el río?

El rostro de Safo se tornó serio.

—Quiere incordiarles de modo que lo crucen.

—Eso implica usar a los númidas —supuso Hanno.

—Así es. Atacarán el campamento enemigo al amanecer. Les provocarán y después se retirarán, así una y otra vez. Ya sabes cómo lo hacen.

—¿Pero conseguirán sacar a todo el ejército romano del campamento?

—Ya veremos.

—Ojalá me hubiera elegido a mí también —deseó Hanno fervientemente.

Safo se rio.

—Ahórrate tus lamentos. Quizá sea una pérdida de tiempo. Mientras a Bostar y a mí se nos congelan las pelotas en una hondonada, el resto del ejército permaneceréis muy calientes bajo las mantas. Y si al final entramos en combate, ¡no te lo vas a perder! ¡Todos tendremos que luchar!

Poco a poco, Hanno esbozó una lenta sonrisa.

—Es cierto.

—¡Nos veremos en medio de las filas romanas! —declaró Safo—. Piensa en ese momento.

Hanno asintió. Era una perspectiva atractiva.

—Que los dioses os protejan.

«Debo ir a ver a Bostar y despedirme de él», pensó.

—Y a ti también, hermanito —dijo Safo, y le despeinó el pelo, un gesto que no hacía desde hacía años.

Quintus estaba soñando con Elira cuando alguien le sacudió para que se despertara. Intentó seguir durmiendo, pero las continuas sacudidas se lo impidieron. Irritado, abrió los ojos y, en lugar de ver a Elira, vio a Calatinus. Antes de poder reprenderle, oyó las trompetas de alarma y se incorporó de inmediato.

—¿Qué sucede?

—Están atacando los puestos de guardia fuera del perímetro del campamento. ¡Levántate!

Quintus se despejó de repente.

—¿Eh? ¿Qué hora es?

—Acaba de amanecer. Los guardias empezaron a dar la voz de alarma mientras estaba en las letrinas —protestó Calatinus—. El susto no le ha sentado muy bien a mi diarrea.

Quintus sonrió ante la imagen, se levantó del lecho y empezó a vestirse.

—¿Hemos recibido alguna orden?

Longo quiere que todos estemos preparados hace un cuarto de hora —contestó Calatinus, que ya estaba vestido—. Hace rato que intento despertarte. El resto ya está preparando los caballos.

—Bueno, ahora ya estoy listo —murmuró Quintus agachándose para abrocharse las sandalias.

No tardaron en reunirse con el resto de sus compañeros junto a los caballos.

Hacía mucho frío y el viento del norte estaba cubriendo de nieve los tejados de las tiendas. El campamento estaba en plena ebullición. No solo la caballería había recibido órdenes de prepararse para la batalla. Grandes grupos de
velites
recibían órdenes de sus oficiales, mientras que los
hastati
y
principes
—los hombres que ocupaban las dos primeras filas de cada legión—tuvieron que abandonar sus desayunos en las hogueras e ir corriendo a buscar los equipos. Los mensajeros corrían de un lado para otro transmitiendo información entre las unidades y las trompetas no dejaban de sonar la alarma en las almenas. Quintus tragó saliva nervioso. ¿Era este el momento que tanto había estado esperando? Así lo parecía. Al poco tiempo distinguió a su padre caminando hacia ellos desde el cuartel general. Los soldados de caballería murmuraban excitados, pero se pusieron firmes al verle.

—Descansen —dijo Fabricius con un gesto de la mano—. Tenemos que salir de inmediato. Longo ha decidido desplegar a toda la caballería y a seis mil
velites
. Quiere repeler este ataque ahora mismo y obligar a los cartagineses a retirarse al otro lado del río. ¡No va a tolerar más tonterías de Aníbal!

—¿Y qué va a hacer el resto del ejército, señor? —preguntó una voz.

Fabricius hizo una mueca.

—Pronto estarán listos para seguirnos.

Sus palabras fueron aclamadas con vítores de alegría. Quintus estaba exultante. Quería la victoria tanto como el resto. El hecho de que su padre no hubiera mencionado a Publio significaba que el cónsul estaba de acuerdo con la decisión de su colega o que no había tenido más remedio que aceptarla. Sea como fuere, lo importante es que iban a entrar en acción.

Fabricius esperó a que acallaran los gritos.

—Recordad todo lo que os he enseñado. Comprobad que tenéis la silla bien ajustada. No olvidéis mear antes de montar. No hay nada peor que estar orinándose en medio de una batalla. —Sus comentarios fueron recibidos con carcajadas nerviosas y Fabricius sonrió—. Comprobad que la punta de la lanza está afilada. Ataos bien los cascos y cubríos las espaldas mutuamente. —Fabricius escudriñó sus rostros con la mirada seria—. Que los dioses os acompañen.

—¡Y a usted, señor! —gritó Calatinus.

Fabricius asintió en señal de reconocimiento, lanzó una mirada tranquilizadora a Quintus y se dirigió a su caballo.

Por tercera vez desde el amanecer, Bostar volvió a ascender por la pendiente que conducía hasta el puesto de guardia. Ante todo deseaba poder calentarse el cuerpo, pero el ascenso no era lo bastante largo para contrarrestar el frío de sus músculos. Miró la pendiente que descendía hasta la orilla y que estaba repleta de los hombres de Mago: mil númidas con sus caballos y mil hombres de infantería que eran una mezcla de lanceros y escaramuzadores libios. Los soldados, que vestían ropa abrigada y estaban tan juntos como las manzanas en un barril, parecían llevar una eternidad allí, pero apenas eran cinco horas. Los hombres no deberían pasar una noche de invierno a la intemperie en esta tierra olvidada de la mano de los dioses, pensó Bostar con amargura. Sus huesos añoraban la calidez del sol de Cartago.

Bostar alcanzó la parte superior de la orilla y se agazapó detrás de un arbusto. Aguzó la vista, pero no vio nada. No había habido ningún movimiento desde que la caballería númida pasó sigilosamente por allí en dirección al lado romano del río. Bostar suspiró. Pasarían horas antes de que sucediera algo importante, pero no podía bajar la guardia. Aníbal les había encomendado la tarea más importante del ejército. Por enésima vez, Bostar escudriñó el horizonte con ojos de halcón.

Se habían escondido junto a un pequeño afluente del río Trebia que recorría de norte a sur la llanura que se extendía ante el campamento cartaginés. Siguiendo las instrucciones de Aníbal, se habían ocultado a un kilómetro al sur de la zona donde deseaba entrar en batalla. El general había elegido ese lugar por un sencillo motivo: detrás de ellos el terreno ascendía hacia unas pequeñas colinas y, si los romanos mordían el anzuelo, no tomarían esa dirección, por lo que era un buen escondrijo. Bostar esperaba que el plan de Aníbal funcionara y que no se encontraran demasiado lejos del campo de batalla cuando llegara el momento de entrar en acción.

Mago estaba tumbado junto a un puesto de guardia en una pequeña hondonada sin que el frío pareciera molestarle. A Bostar le caía bien el joven hermano de Aníbal. Al igual que el general, era valiente y carismático. Además, siempre estaba alegre, por lo que era un buen contrapunto al carácter más serio de Aníbal. Más bajo que su hermano, Mago parecía un perro de caza: delgado y musculoso y siempre dispuesto a salir en pos de la presa.

—¿Ha visto algo, señor? —susurró Bostar.

Mago se volvió hacia él.

—Estás nervioso, ¿eh?

Bostar se encogió de hombros.

—Como todos, señor. Es difícil estar esperando allá abajo sin saber lo que pasa.

Mago sonrió.

—Paciencia —dijo—. Los romanos vendrán.

—¿Cómo puede estar tan seguro, señor?

—Porque Aníbal cree que vendrán, y yo confío en él.

Bostar asintió. Era la buena respuesta.

—Estaremos listos, señor.

—Sé que lo estaréis. Por eso Aníbal os ha elegido a ti y a tu hermano —respondió Mago.

—Estamos muy agradecidos por esta oportunidad, señor —dijo Bostar pensando con amargura en su hermano, con el que no había hablado desde la reprimenda de Aníbal. A Bostar le supo mal no haber hablado más con Hanno antes de marcharse. Le molestaba que su hermano pequeño se hubiera congraciado con Safo, pero no era asunto suyo.

Mago se levantó.

—¿Los hombres han comido?

—No, señor.

—Pues yo estoy muerto de hambre, así que ellos también lo deben de estar —manifestó Mago—. Repartamos las provisiones. No podrán tomar un desayuno caliente como los cabrones afortunados que siguen en el campamento, pero será mejor que nada. Todo parece mejor con el estómago lleno, ¿verdad? —Mago miró al centinela—: No te preocupes, no te quedarás sin comer. Enviaré al relevo enseguida.

El hombre sonrió.

—Gracias, señor.

—¡Tú primero! —dijo Mago a Bostar.

Bostar obedeció y empezó a bajar. La mención del campamento le hizo pensar en su padre y Hanno. Si entraban en combate, estarían en primera línea. Aunque no estarían en el centro —Aníbal había reservado ese honor para sus nuevos reclutas galos—, se encontrarían en una posición peligrosa. De todos modos, la lucha sería feroz en todos los puntos. Bostar suspiró. «Que los dioses nos protejan y, llegada nuestra hora, que muramos bien», suplicó.

Entre sus jinetes y los escasos efectivos de Publio, Sempronio contaba con unos cuatro mil soldados de caballería que abandonaron el campamento por detrás. Fabricius y sus hombres fueron de los primeros en salir.

Una vez fuera, a Quintus le sorprendió ver que el territorio normalmente vacío que se extendía por detrás de los puestos de guardia hacia el río había sido invadido por miles de númidas que galopaban en círculos concéntricos lanzando sus jabalinas. No había tregua para los pobres centinelas, unos cuatro o cinco por puesto de guardia. En el momento en que se alejaba uno de los grupos de jinetes, se acercaba otro dando grandes aullidos.

—¡En formación! —gritó Fabricius, así como el resto de los oficiales que salían del campamento.

Quintus obedeció con el corazón en un puño, al igual que Calatinus, Cincius y sus compañeros. Cada
turma
se desplegó en seis filas de cinco jinetes.

Una vez preparados, Fabricius dio la orden.

—¡A la carga!

Sus hombres pasaron del trote al galope para causar el máximo daño a los númidas. «Eso será si se quedan a luchar», pensó Quintus suspicaz basándose en su experiencia previa con estos feroces jinetes. En cualquier caso, Longo estaba haciendo lo correcto. No podía dejar que sus centinelas fueran masacrados por los númidas tan cerca del campamento. Tenía que alejar de allí a los hombres de Aníbal, para lo cual contaba con la ayuda de los seis mil
velites
que seguían a la caballería.

El ruido de centenares de caballos al galope ahogaba cualquier otro sonido, excepto las órdenes ocasionales de Fabricius.

—¡Adelante! —gritó.

Cuando sus hombres se acercaron al enemigo soltaron las riendas de los caballos y pasaron la lanza de la mano izquierda, que también aguantaba el escudo, a la derecha. A partir de ese momento solo guiaban a los caballos con las rodillas. Había llegado el momento de poner en práctica lo aprendido después de varios meses de instrucción. Pese a la gran habilidad de sus compañeros, Quintus sentía un gran temor de los númidas, que aprendían a montar a caballo casi antes de aprender a andar, pero le consoló saber que contaban con el apoyo de los
velites.

Ellos marcarían la diferencia.

—¡Mira! ¡Nos han visto! —gritó Calatinus señalando a los aterrorizados centinelas, que sintieron un enorme alivio al verles—. ¡Aguantad!

—¡Pobres diablos! ¡Deben de haberse asustado mucho al ver aparecer a los númidas de la nada! —comentó Quintus.

—Llegamos justo a tiempo —añadió Calatinus—. Muchos de los puestos de guardia se han quedado vacíos.

Los équites se encontraban a cincuenta pasos del enemigo.

—¡Ha llegado el momento de la venganza! —gritó Quintus tras elegir como primer objetivo a un delgado númida con el cabello trenzado.

Cincius frunció los labios.

—Seguro que dan media vuelta en cualquier momento, como siempre.

Sin embargo, para gran sorpresa suya, los jinetes enemigos comenzaron a cabalgar directamente hacia los romanos.

—No van a huir, van a luchar —dijo Quintus un tanto ansioso, pero sin quitar ojo al númida que cabalgaba directamente hacia él como si también le hubiera elegido como objetivo.

—¡Elegid vuestros objetivos! —gritó Fabricius con la esperanza de que el resultado de esta refriega fuera muy distinto al que sufrieron en el Ticinus—. ¡Cada lanza cuenta!

Quintus se asustó al ver que el númida lanzaba una jabalina en su dirección, que por fortuna pasó entre él y Calatinus sin alcanzarle. Quintus soltó una maldición. Al númida todavía le quedaban dos jabalinas. Quintus se agachó y la primera de ellas le sobrevoló la cabeza. Estaba desesperado. ¿Hasta cuándo podría aguantar sin resultar herido? Estaba a menos de veinte pasos del enemigo que, a esa distancia, era imposible que fallara.

El númida esperó a lanzar la última jabalina cuando tuvo a Quintus casi encima, por lo que consiguió frenarla con el escudo y clavarle la lanza en el estómago del númida al pasar. Cabalgando juntos, Quintus y Calatinus atacaron a la formación enemiga. De pronto, el mundo pareció quedar reducido al espacio que les rodeaba. La cacofonía ensordecedora del sonido de las armas y los gritos de los hombres aumentaba la confusión. El hecho de que hubiera jinetes empujando desde todos los lados significaba que solo intercambiaba un par de golpes con cada oponente. Su primer contrincante fue un joven númida que casi le arrancó un ojo con la jabalina. Quintus le atacó con la lanza, pero falló y, al ser arrastrado hacia el otro lado por la avalancha de soldados, no lo volvió a ver.

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