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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (62 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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—Vamos —susurró a Quintus.

Sin saber qué decir, Quintus miró a Hanno, pero el cartaginés mantuvo la vista al frente y no le devolvió la mirada. No habría ninguna despedida.

Quintus apretó los dientes y siguió a su padre. Acto seguido, llegaron hasta él los alaridos de los cinco desafortunados jinetes, que fueron rodeados y aniquilados por los libios al instante.

Padre e hijo alcanzaron el vado sin problemas y entraron en el río.

No fueron conscientes de que habían escapado hasta que llegaron a la otra orilla.

Quintus soltó un largo suspiro tembloroso. «Por favor, no dejéis que vuelva a encontrarme con Hanno», suplicó a los dioses. No le cabía la menor duda de que la próxima vez su antiguo amigo le mataría, y Quintus se dio cuenta de que él haría lo mismo. Una fría tristeza se apoderó de su corazón al volver la vista hacia la otra orilla. Los libios habían emprendido la retirada y dejado tras de sí los cuerpos de los romanos muertos. Quintus se sintió avergonzado. Todo el mundo merecía ser enterrado o incinerado en una pira.

—Quizá podamos recuperar los cadáveres mañana —murmuró.

—Deberemos intentarlo o jamás podré volver a mirar a Aurelia a los ojos. —«Y en cuanto los dichosos prestamistas se enteren de que Flaccus ha muerto, se me echarán encima»—. Todo esto es culpa mía. Flaccus y treinta soldados han muerto porque yo acepté el mando de esta maldita misión. Debería haberla rechazado.

—Tú no eres responsable de las decisiones tácticas, padre —protestó Quintus—. Si te hubieras negado, Publio te habría degradado a soldado raso, o peor.

Fabricius miró a su hijo agradecido.

—Si estoy vivo es gracias a ti. Ayudar al cartaginés a escapar y liberarlo resultaron ser buenas decisiones. Te lo agradezco.

Quintus asintió con tristeza. Su amistad con Hanno les había salvado la vida, pero no era así como le hubiera gustado que acabara. No obstante, no podía hacer nada por cambiar la situación. Quintus endureció su corazón. Ahora Hanno formaba parte del enemigo.

Fabricius se dirigió al campamento y, de allí, al cuartel general del cónsul. Saltó del caballo y entregó las riendas a uno de los centinelas que vigilaban el pabellón. Quintus le observó compungido desde su caballo. Publio no querría hablar con un équite de bajo rango como él.

Su padre se detuvo ante la entrada de la tienda.

—¿No vienes?

—¿Quieres que te acompañe?

Fabricius rio.

—Claro. Tú eres el único motivo por el cual todavía estoy respirando y Publio querrá saber por qué.

Emocionado, Quintus saltó del caballo y acompañó a su padre. Los centinelas de la entrada, cuatro fornidos
triarii
—o veteranos— que lucían unos cascos y cotas de malla brillantes, se pusieron firmes. Quintus hinchó el pecho orgulloso. ¡Estaba a punto de conocer al cónsul! Hasta la fecha solo había intercambiado algún saludo ocasional con Publio.

Un joven oficial les guio por las diversas secciones de la tienda hasta llegar a una cómoda zona forrada de alfombras e iluminada por grandes lámparas de bronce que contenía una mesa cubierta de papiros, tinteros y plumas, varios baúles y unos lujosos sofás. Publio estaba recostado en el sofá más grande apoyado sobre unos cojines. Su rostro seguía presentando una poco saludable tonalidad gris y las voluminosas vendas de la pierna resultaban claramente visibles. Su hijo, solícito, estaba detrás del sofá leyéndole un manuscrito.

Al acercarse, Publio abrió los ojos.

—Dichosos los ojos, Fabricius —murmuró—. ¿Es este tu hijo?

—Sí, señor.

—¿Cómo me dijiste que se llama?

—Quintus, señor.

—¡Ah, sí! Bien, habéis regresado de la patrulla. ¿Habéis tenido éxito?

—No, señor —respondió Fabricius bruscamente—. De hecho, todo lo contrario. Antes de poder acercarnos al campamento cartaginés, un ejército enemigo muy superior en número nos tendió una emboscada. Nos persiguieron hasta la orilla del río, donde esperaba una tropa de lanceros. Somos los únicos supervivientes —dijo, indicando a Quintus.

—Ya veo —tamborileó los dedos en el brazo del sofá—. ¿Cómo es posible que no os mataran también a vosotros?

Fabricius miró fijamente al cónsul a los ojos.

—Gracias a Quintus.

Publio enarcó las cejas.

—Explícate.

En respuesta al codazo de su padre, Quintus explicó cómo había sido reconocido por un antiguo esclavo de la familia con el que había entablado amistad. Titubeó antes de relatar el modo en que Hanno había sido liberado, pero Publio le instó a continuar con una inclinación de cabeza. Quintus lo explicó todo.

—Es una historia increíble —reconoció Publio—. Los dioses han mostrado gran compasión.

—Sí, señor —asintió Quintus con vehemencia.

El cónsul levantó la mirada hacia su hijo.

—No eres el único que ha rescatado a su padre —bromeó.

El joven Publio se sonrojó profundamente.

El rostro de Publio se tornó serio.

—En conclusión, después de haber perdido una
turma
completa, no sabemos más sobre el estado de las tropas de Aníbal que ayer.

—Así es, señor —reconoció Fabricius.

—Por lo tanto, no tiene sentido enviar a más patrullas al otro lado del Trebia, puesto que correrían la misma suerte, y nuestra caballería ya está lo bastante diezmada —declaró Publio. Pensativo, se presionó los labios con el dedo y, acto seguido, sacudió la cabeza—. Nuestra prioridad debe ser bloquear el paso al sur tal y como ya estamos haciendo. Los cartagineses no nos atacarán allí porque el terreno es irregular. Nada ha cambiado. Esperaremos a que llegue Longo.

—Sí, señor —asintió Fabricius.

—Muy bien. Ya os podéis ir —dijo Publio despachándolos con un gesto de la mano.

Padre e hijo salieron con discreción.

Quintus logró contener su frustración hasta que estuvieron fuera y nadie podía oírles.

—¿Por qué Publio no hace nada? —murmuró.

—Quieres venganza por lo que ha pasado en el vado, ¿verdad? —preguntó Fabricius con una sonrisa amarga—. Yo también —dijo acercándose al oído de Quintus—: estoy seguro de que Publio habría atacado a Aníbal de nuevo si no estuviera… incapacitado. Evidentemente, no es algo que vaya a reconocer ante nosotros. Por el momento tendremos que dejar las cosas tal y como están.

—¿Querrá Longo luchar contra Aníbal?

—Yo diría que sí —respondió su padre con una sonrisa—. Una victoria antes de finalizar el año demostraría a las tribus que Aníbal es vulnerable y reduciría el número de guerreros que tienen previsto unirse a él. Derrotarle pronto será mucho mejor que esperar hasta la primavera.

Quintus deseó fervientemente que su padre tuviera razón. Después de todos los contratiempos que habían sufrido, había llegado el momento de que cambiaran las tornas, y cuanto antes mejor.

23

Comienza la batalla

Bostar esperó a que hubieran regresado al campamento y dejado a sus hombres para lanzar su diatriba contra Hanno.

—¿Qué demonios has hecho? —gritó—. ¿No recuerdas cuáles eran las órdenes? ¡Se suponía que teníamos que matarlos a todos!

—Ya lo sé —murmuró Hanno. En su mente todavía estaba vívida la triste imagen de Quintus y su padre cabalgando hacia el río Trebia—. ¿Pero cómo puedo matar a alguien que me ha salvado la vida no una sino dos veces?

—¿Tu sentido del honor es más importante que una orden directa del mismísimo Aníbal? —replicó Safo con desdén.

—Sí. No. No lo sé —respondió Hanno—. ¡Dejadme en paz!

—¡Safo! —exclamó Bostar.

Safo alzó las manos y dio un paso atrás.

—Ya veremos lo que dice el general cuando le informemos —dijo con una mueca—. Supongo que se lo vas a explicar todo, ¿no?

Hanno sintió que la ira se apoderaba de él.

—¡Claro que sí! —gritó—. No tengo nada que ocultar. ¿Qué pasa? ¿Acaso se lo ibas a contar tú si yo no lo hacía?

Safo se sonrojó y Hanno lo miró boquiabierto.

—¡Por Tanit! ¡Eso es precisamente lo que ibas a hacer! ¿Desde cuándo te has vuelto tan odioso? ¡No me extraña que Bostar ya no te aguante!

Hanno vio la expresión de horror que cruzó el rostro de Safo al oír sus palabras y se avergonzó de inmediato de lo que acababa de decir.

—Perdona, no debería haber dicho eso.

—Demasiado tarde —espetó Safo—. ¿Por qué iba a sorprenderme que hayáis estado hablando de mí a mis espaldas? ¡Sois como la escoria!

Hanno se sonrojó y bajó la cabeza.

—Nos vemos en la tienda del general —declaró Safo con amargura—. Ya veremos lo que piensa Aníbal de tus acciones.

Safo se envolvió en la capa y se marchó.

—¡Safo! ¡Vuelve! —gritó Hanno.

—Deja que se vaya —le recomendó Bostar.

—¿Por qué se comporta así?

—No lo sé —contestó Bostar rehuyendo su mirada.

Estaba claro que Bostar mentía, pero Hanno no tenía ánimos para interrogarle. Pronto debería explicar sus acciones ante Aníbal.

—Vamos —dijo angustiado—. Será mejor que acabemos con esto lo antes posible.

A Hanno le alivió ver que Safo no había entrado en la tienda todavía y que les esperaba fuera. Zamar, el oficial númida, también estaba allí. Informaron de su presencia a los guardias y fueron conducidos al interior.

Hanno se acercó a Safo.

—Gracias.

—¿Por qué? —preguntó sorprendido.

—Por no intentar explicar tu versión de los hechos antes que yo.

—Aunque no esté de acuerdo con lo que has hecho, no soy un chivato —susurró Safo enfadado.

—Lo sé —dijo Hanno—. Veamos lo que tiene que decirnos Aníbal, ¿de acuerdo? Y después podemos olvidarnos de este asunto.

—No quiero que volváis a hablar de mí a mis espaldas —le advirtió Safo.

—Bostar tampoco habló mucho. Simplemente me comentó que, tras el episodio de los piratas, habías cambiado.

—¿Cambiado?

—Te habías vuelto más duro.

—¿No te dijo nada más? —inquirió Safo.

—Nada más.

Hanno se preguntó qué habría pasado entre sus hermanos, pero no estaba seguro de querer saberlo.

Safo guardó silencio durante un instante.

—Muy bien. Olvidaremos el asunto una vez que hayamos informado a Aníbal, pero quiero que tengas una cosa bien clara: si pregunta mi opinión sobre la liberación de los dos romanos, no pienso mentir.

—Me parece muy bien —dijo Hanno con vehemencia—. Tampoco querría que lo hicieras.

Su conversación finalizó de golpe al entrar en la estancia principal de la tienda de Aníbal.

El general les recibió con una amplia sonrisa.

—Ya me han llegado noticias del éxito de vuestra misión —declaró alzando una copa—. Venid, probad este vino. No está mal si se tiene en cuenta que es de cosecha romana.

Cuando todos tuvieron una copa en la mano, Aníbal los miró.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Quién me lo va a contar todo?

Hanno dio un paso adelante.

—Yo lo haré, señor —dijo tragando saliva.

Aníbal arqueó las cejas sorprendido, pero indicó a Hanno que continuara.

Hanno controló su nerviosismo y explicó su marcha hasta el río y la larga espera en la hondonada. Cuando llegó al punto en que la patrulla romana cruzó el río, se volvió hacia Zamar, que relató cómo sus mensajeros le comunicaron la llegada del enemigo y la manera en que uno de los jefes de sección se había precipitado y había lanzado la emboscada antes de tiempo.

—Ya le he degradado a soldado raso, señor —dijo—. Por su culpa la misión podría haber sido un fracaso.

—Pero afortunadamente no lo ha sido —dijo Aníbal—. ¿Llegó algún jinete al río?

—Sí, señor —respondió Zamar—. Ocho.

—¡No es demasiado trabajo para novecientos lanceros! —exclamó Aníbal guiñando el ojo.

Todos rieron.

—¿El comandante romano llevaba algún documento encima?

Hanno no supo qué contestar.

—No, señor —murmuró, y vio con el rabillo del ojo que Safo se enfurecía.

Aníbal no se percató de la reticencia de Hanno.

—¡Qué lástima! En fin, no pasa nada. No es demasiado probable que lleven documentos importantes cuando salen en una misión de este tipo.

Hanno carraspeó incómodo.

—Lo cierto es que no pude registrarle, señor.

—¿Por qué? —preguntó Aníbal con el ceño fruncido.

—Porque le dejé marchar, señor, junto con otro romano.

El general lo miró incrédulo.

—Será mejor que te expliques, hijo de Malchus. ¡Ahora mismo!

La intensa mirada de Aníbal resultaba perturbadora.

—Sí, señor —dijo Hanno, y comenzó a explicar su historia rápidamente. En cuanto hubo acabado su relato, se produjo un silencio incómodo y Hanno tuvo la sensación de que iba a vomitar.

Aníbal lanzó una mirada a Safo y Bostar.

—Me imagino que consultó su decisión con vosotros —espetó.

—Sí, señor —murmuraron.

—¿Cuál fue tu respuesta, Bostar?

—Aunque iba en contra de sus órdenes, señor, respeté sus motivos.

A continuación, Aníbal miró a Safo.

—Yo estuve totalmente en desacuerdo, pero estaba en minoría.

Aníbal miró después a Zamar.

—¿Y tú?

—No tuve nada que ver con esa decisión —respondió el númida en tono neutro—. Yo me encontraba a unos cien pasos del lugar con mis hombres.

—Interesante —comentó Aníbal a Hanno—. Un hermano te apoyó y el otro no.

—Así es, señor.

—¿Es esto lo que debo esperar en el futuro cuando os emita una orden? —preguntó Aníbal furioso.

—No, señor —protestaron Bostar y Hanno.

—Por supuesto que no —insistió Hanno.

Aníbal no dijo nada.

—Deduzco que hubo un alto grado de desacuerdo.

Hanno se sonrojó.

—Así fue, señor.

—¿Por qué?

—¡Porque teníamos órdenes de no dejar a nadie con vida, señor! —gritó Safo.

—Por fin hemos llegado al meollo de la cuestión —dijo Aníbal. Safo sonrió triunfante—. En circunstancias normales, si hubierais desobedecido mis órdenes como lo habéis hecho, os habría mandado crucificar.

Sus palabras resonaron con fuerza y Safo torció el gesto temeroso.

—Señor, yo…—empezó a decir.

—¿Te he dado permiso para hablar? —inquirió Aníbal.

—No, señor.

—¡Pues cierra el pico!

Humillado, Safo obedeció.

Hanno se secó la frente perlada de sudor. «Pase lo que pase, tomé la decisión correcta —pensó—, Quintus me salvó la vida.» Hanno sabía que recibiría un duro castigo y se resignó a ello. A su lado, Bostar apretaba la mandíbula.

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