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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (69 page)

BOOK: Aníbal. Enemigo de Roma
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—Muy bien.

Aurelia salió de la cocina. Necesitaba intimidad para llorar. ¡Le daba igual estar muerta como Suniaton y su padre! Ahora lo único que le quedaba era su matrimonio con Flaccus.

De pronto le vino una imagen extravagante a la mente: se vio a sí misma en la cubierta de un barco que partía de la costa italiana hacía Cartago.

«Podría escaparme —pensó—. Encontrar a Hanno. Él… ¿Cómo dejar tu vida atrás para buscar a un enemigo? —gritó su corazón—. Eso es una locura.»

No era más que una idea, pero se sintió mucho mejor al pensarlo.

Le daría fuerzas para seguir viviendo.

Quintus no se percató de la presencia de Fabricius a su lado. Simplemente notó que le arrancaban las riendas de la mano y giraban la cabeza de su caballo a un lado. Fabricius controló su propia montura con las rodillas y se dirigió al este. El caballo de Quintus estuvo encantado de seguirle. A pesar de haber sido entrenado para la caballería militar, el campo de batalla no era su entorno natural. La alegría inicial de Quintus de ver a su padre vivo superó por un momento su deseo de luchar, pero de pronto cambió de opinión.

—¿Qué haces?

—¡Salvarte la vida! —replicó su padre—. ¿No te alegras?

Quintus miró por encima del hombro: no había ni un romano a la vista, solo una masa ingente de caballos sin jinete y soldados enemigos. Por suerte, los galos que iban a atacarle habían cambiado de idea y habían decidido desmontar en busca de trofeos con sus compañeros. Quintus sintió un tremendo alivio. A pesar de su decisión de luchar y plantar cara, estaba muy contento de estar vivo, a diferencia de Calatinus, Cincius y el resto de sus compañeros, que seguramente estaban muertos. De pronto se sintió avergonzado por su pensamiento. Agarró las riendas del caballo y se concentró en el camino. A ambos lados pudo ver a otros compañeros que huían para salvarse.

Su destino común parecía ser el Trebia.

En uno de los flancos, ambas infanterías libraban una batalla feroz, cuyo resultado todavía estaba por ver. Vio a los elefantes del enemigo machacando a los soldados aliados de a pie. Las enormes bestias estaban rodeadas de jinetes, que Quintus supuso que serían númidas. Solo era una cuestión de tiempo hasta que los flancos romanos se replegaran. Si eso ocurría, los soldados de Aníbal podrían dar media vuelta y atacar a la retaguardia, y eso antes de que la caballería cartaginesa regresara al conflicto. Quintus parpadeó con fuerza para cortar las lágrimas de rabia y frustración. ¿Cómo podía haber sucedido esto? Hacía apenas dos horas que habían perseguido a un enemigo desorganizado hasta el otro lado del río.

Unos gritos roncos obligaron a Quintus a regresar a la realidad. Para su gran horror, los galos que tenían detrás habían reanudado la persecución. En cuanto hubieron hecho acopio de los trofeos, regresó su sed de sangre. Se le hizo un nudo en el estómago. Los soldados que cabalgaban junto a él no estaban en situación de luchar, ni tampoco lo estaba él, reconoció avergonzado. Quintus se preguntó si las cosas estarían igual en el otro flanco donde se hallaba la caballería aliada. ¿También habría roto filas y huido?

Fabricius vio a sus nuevos perseguidores.

—Vayamos en esa dirección.

Para gran sorpresa de Quintus, Fabricius señaló al norte. Al ver la mirada inquisitiva de su hijo, Fabricius comentó:

—Habrá demasiados soldados tratando de vadear el río por el mismo punto que lo cruzamos antes. Será una carnicería.

Quintus recordó el paso estrecho que conducía al vado y sintió un escalofrío.

—¿Adónde deberíamos ir?

—Placentia —respondió su padre en tono inquietante—. No tiene sentido regresar al campamento. Aníbal podrá hacerse con él sin problemas. Necesitamos la protección de unas murallas de piedra.

Abatido, Quintus asintió.

Reunieron al máximo número de hombres posible y tomaron rumbo a Placentia, donde quizás encontrarían refugio.

Resultaba irónico que Hanno debiera su vida a la eficiencia romana y no al hecho de que él y sus hombres se hubieran alzado victoriosos. Ni mucho menos. La posición de lo libios junto a los galos significó que muchos compartieron el destino de los aliados locales. Cuando los galos finalmente sucumbieron ante la masa de legionarios muy bien armados, algunas de las falanges fueron arrastradas por la lucha y todos los lanceros acabaron aniquilados. Fue una cuestión de pura suerte que las unidades de Malchus y Hanno no se vieran afectadas. Exhaustos y ensangrentados, continuaron luchando pese a ser empujados a un lado por la gran mole de soldados romanos.

De algún modo, Hanno logró aprovechar las pausas naturales de la lucha para recobrar el control de su falange. Ordenó a los lanceros de la retaguardia que pasaran los escudos y las lanzas hacia delante de modo que la unidad tuviera un aspecto más normal, al menos al frente. Malchus emuló a Hanno. Una vez restaurada la pantalla defensiva de las falanges, estas fueron más difíciles de batir. Sin sus
pila
, los romanos no tenían más remedio que usar los
gladii
, que eran más cortos que las lanzas libias, tal y como pronto descubrieron los legionarios que se enfrentaron a la unidad de Hanno. Por lo tanto, al ver que los
hastati
y
principes
a su derecha avanzaban sin dificultad a través de los remanentes de las filas galas, decidieron marcharse y seguir a sus compañeros.

Exhaustos, los hombres de Hanno les contemplaron entre sorprendidos y aliviados.

Los romanos habían desaparecido y, curiosamente, no se giraron para atacar la retaguardia de los cartagineses. Hanno no se lo podía creer. Todavía quedaban algunos pequeños grupos de legionarios aislados que seguían luchando, pero la mayor parte de la infantería enemiga había cruzado las filas de Aníbal por el centro y solo parecía interesada en dirigirse al norte. Por la cuenta que le traía a Hanno, podían largarse tranquilamente. Sus hombres no estaban en situación de iniciar una persecución. Y la falange de su padre tampoco. Además, los músicos apostados junto a Aníbal no hicieron sonar la orden de persecución, lo que significaba que su general compartía su opinión. Después de haber dispuesto a los soldados de a pie en una única fila, ya no le quedaban reservas para perseguir a los legionarios que se batían en retirada.

Con el corazón palpitante, Hanno analizó la situación. No había señal alguna de la infantería enemiga. La combinación de elefantes, númidas y escaramuzadores había hecho huir a los romanos. A su derecha, donde había estado el frente de la falange hasta que los romanos la desplazaron a un lado, no se veía ni un alma en el campo de batalla. De pronto a Hanno le asaltó una combinación de exultación y temor. Habían ganado, ¿pero a qué precio? Alzó la mirada al cielo y ofreció una sentida plegaria a los dioses: «Gracias, gran Melcart, Tanit omnipresente y Baal Safón todopoderoso por vuestra ayuda en esta victoria. Gracias por vuestra misericordia y por perdonarnos la vida a mi padre y a mí. También os imploro humildemente que salvéis la vida de mis hermanos —Hanno suspiró hondo—, y si no puede ser, que todas sus heridas sean en el frente.»

Al poco rato tuvo un encuentro conmovedor con su padre. Cubierto de sangre y con mirada dura, Malchus no dijo nada, pero atrajo hacia a sí a su hijo y le dio un abrazo que hablaba por sí solo. Cuando se separaron, Hanno se emocionó al ver que también los ojos de su padre estaban bañados en lágrimas. Malchus había dado más muestras de emoción en las últimas semanas que desde que había muerto su madre.

—Ha sido una batalla dura, pero has sabido mantener tu falange en posición —murmuró Malchus—. Aníbal será informado de ello.

Hanno pensó que iba a estallar de orgullo. La aprobación de su padre era diez veces más importante para él que la del general.

Malchus retomó enseguida su habitual tono formal.

—Todavía queda mucho trabajo por hacer. Despliega a tus hombres y diles que maten a todo romano que encuentren con vida.

—Sí, padre.

—Y haz lo mismo con nuestros hombres que estén malheridos —añadió Malchus.

Hanno parpadeó.

La expresión de Malchus se suavizó un momento.

—De lo contrario, morirán en peores circunstancias: de frío, congelación o pasto de los lobos. Un final rápido en manos de un compañero es mucho mejor que eso, ¿no crees?

Hanno asintió con un suspiro.

—¿Y tú?

—Los heridos leves pueden sobrevivir si les sacamos de aquí, pero pronto oscurecerá, así que debo actuar rápido —respondió dando un empujón a Hanno—. Vamos. Y de paso busca a Safo y Bostar.

«¿Vivos o muertos? ¿Qué habría querido decir su padre?», se preguntó Hanno nervioso mientras se ponía en marcha.

Sus hombres respondieron entusiasmados a la idea de matar a más romanos, pero no les hizo ninguna gracia la idea de matar a sus compañeros, aunque pocos se opusieron después de explicarles las alternativas. ¿Quién deseaba esperar hasta la noche para encontrarse con una muerte segura?

Empezaron a avanzar por el campo de batalla en una fila larga. Tras un combate en el que habían participado tantos hombres, el suelo se había transformado en una masa de barro rojo que a Hanno se le pegaba a las sandalias. Solo unas pequeñas zonas de nieve permanecían intactas, parcelas de brillante nieve blanca que resaltaban entre la costra marrón y escarlata que cubría el resto del suelo. A Hanno le impactó la magnitud del horror. Esta era tan solo una pequeña parte del campo de batalla, pero contenía miles de soldados muertos, heridos y agonizantes.

Ahora eran tristes figuras solitarias que yacían apiladas en montones irregulares: galos entremezclados con
hastati
y libios bajo
principes
, su enemistad olvidada en el frío abrazo de la muerte. Algunos seguían aferrados a las armas, pero otros las habían descartado para agarrarse las heridas antes de morir. Muchos romanos tenían lanzas clavadas en el cuerpo, mientras que innumerables
pila
estaban incrustadas en los cuerpos cartagineses. Hanno pronto sintió náuseas al ver tantas extremidades cortadas. Se secó la boca y se obligó a continuar buscando. En varias ocasiones vislumbró los rostros de Safo y Bostar entre los muertos para después descubrir que se había equivocado.

Al final Hanno perdió toda esperanza de encontrar a sus hermanos vivos.

Le resultaba especialmente duro contemplar a los soldados que habían perdido las extremidades. Los más afortunados ya habían muerto, pero el resto llamaba a sus madres mientras que la poca sangre que les quedaba en el cuerpo se esparcía por el suelo semicongelado. Matarlos era un acto de piedad y por muy atroz que fuera un caso, siempre había otro que lo superaba. El sufrimiento de sus compañeros le partía el corazón. Además, era responsabilidad suya examinarles y decidir al momento si debían vivir o morir en función de la gravedad de sus heridas, y por regla general era lo segundo.

Apretando los dientes, Hanno mató a hombres que, temblorosos, estaban a punto de perder el conocimiento agarrándose los intestinos y con el olor de su propia mierda llenándoles la nariz. Los que gemían y escupían un líquido rosado y espumoso significaba que habían sufrido una herida en el pulmón y que también debían morir. Los más afortunados eran los que gritaban y se movían agarrándose el brazo con una herida abierta que mostraba el hueso o con un tendón roto en la pierna. Su reacción al ver a Hanno y sus hombres —los únicos ilesos a su alrededor— era siempre la misma, ya fueran libios, galos o romanos: estiraban sus manos ensangrentados pidiendo ayuda. Hanno tranquilizaba a los cartagineses, pero solo ofrecía silencio y una puñalada rápida al enemigo. La tarea que le había sido encomendada era peor que el combate cuerpo a cuerpo. Hanno ya no podía más. Lo único que deseaba era encontrar los cuerpos de sus hermanos y regresar al campamento.

Cuando primero oyó la voz familiar de Safo y después la de Bostar llamándole, Hanno no reaccionó. Cuando sus gritos se volvieron más insistentes, no podía creérselo. Allí estaban sus hermanos, a tan solo cincuenta pasos de él en medio de los hombres de Mago. «Es un milagro», pensó Hanno aturdido. Tenía que ser un milagro que los cuatro hubiesen sobrevivido a semejante carnicería.

—¿Hanno? ¿Eres tú? —preguntó Safo incapaz de ocultar la incredulidad y alegría de su voz.

Hanno parpadeó para contener las lágrimas.

—Sí, soy yo.

—¿Y padre? —inquirió Bostar con voz ahogada.

—Está bien —gritó Hanno, sin saber si reír o llorar.

Al final, acabó riendo y llorando a la vez, al igual que Bostar. Y, un instante más tarde, hasta Safo tenía lágrimas en los ojos cuando se fundieron en un fuerte abrazo. Los tres apestaban a sudor, sangre, barro y otros olores demasiado terribles de imaginar, pero a ninguno le importaba.

En ese momento olvidaron todas sus rencillas, pues lo único que importaba era que seguían vivos.

Al final, sonriendo como tontos, se separaron. Seguían sin dar crédito a sus ojos y continuaron agarrándose de los brazos y los hombros durante un buen rato. Finalmente, posaron la vista sobre la devastación que les rodeaba. A sus oídos ya no llegaba el estruendo de la batalla, sino las voces de los innumerables heridos y mutilados, hombres que estaban desesperados por ser encontrados antes de que cayera la noche y sucumbieran a una muerte segura.

—Hemos ganado —declaró Hanno asombrado—. Aunque los legionarios hayan escapado, el resto ha roto filas y huido.

—O han muerto en combate —gruñó Safo, cuyo tono había recobrado su dureza habitual—. Después de todo lo que nos han hecho esos hijos de puta, se lo tenían merecido.

Bostar se estremeció cuando Safo señaló las pilas de muertos, pero asintió.

—No creáis que hemos ganado la guerra —advirtió—, esto es solo el principio.

Hanno pensó en Quintus y su obstinada determinación.

—Lo sé —respondió apesadumbrado.

—Roma tiene que pagar todavía más por todos los agravios infligidos a Cartago —declaró Bostar levantando el puño ensangrentado.

—Con su sangre —añadió Safo, y agarró el puño de Bostar.

Ambos miraron a Hanno expectantes.

De pronto a Hanno le vino a la mente el rostro sonriente de Aurelia. A pesar de su confusión, solo necesitó un instante para enterrarlo en un profundo rincón de su cerebro. ¿En qué estaría pensando? Aurelia era del bando enemigo, al igual que su hermano y su padre. Aunque no les deseaba ningún mal, no podían ser amigos. ¿Cómo era eso posible después de lo que había sucedido aquí hoy? En ese momento Hanno decidió que jamás volvería a pensar en ellos. Era la única manera de zanjar el problema.

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