Aníbal (18 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
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Una vez fueron a Alejandría, donde Antígono se informó de los barcos y llegó a un acuerdo con un capitán que pronto zarparía hacia Apolonia, en las cercanías de Cirene, y, si el viento y las olas lo permitían, intentaría seguir el viaje hasta Sabrata. En la taberna del puerto, una habitación inmensa con mesas y taburetes toscos, vigas teñidas por el humo y la grasa, y humeantes antorchas y candiles, se sentaron a la mesa con un hombre de unos treinta y cinco años que se quejaba de los capitanes del mar, del desierto y de las rutas de las caravanas. Su nombre era Eratóstenes. No parecía encontrarse muy sano; la piel amarillenta que podía verse bajo su barba contribuía a acentuar su aspecto enfermizo. Los dedos de su mano izquierda eran curvos como las garras de un ave rapaz, los de la derecha estaban embadurnados de tinta. No era un día particularmente frío, pero Eratóstenes llevaba botas altas de cuero y varias faldas de lana colocadas unas sobre otras. Bebía cerveza de cebada tibia.

El capitán, un chipriota llamado Molo, lo observó con menosprecio.

—También podemos invertir la queja. La ignorancia de los instruidos, las lagunas de los eruditos… —Se pasó la mano sobre la nariz redonda y arqueó los labios hacia abajo.

Isis reprimió una risita.

—Más vale que sobre a que falte. Eso es lo que he visto siempre en mis viajes. Muchísimas cosas consignadas por los eruditos no existen, ni han existido jamás.

Eratóstenes puso cara de tristeza.

—Sobran cosas erróneas y faltan cosas que de hecho existen. Lo sé, lo sé. Pero es sólo culpa nuestra, no es sólo culpa de los eruditos. También es culpa de los viajeros, que dan noticias falsas.

Antígono jugaba con su vaso de vino.

—Cuando era niño, escuchaba las historias descabelladas que contaban los marineros en Karjedón. Yo no creía ni una palabra de esas historias, pero después he encontrado cosas similares en Herodoto.

Eratóstenes suspiró.

—Si, claro, sí. Tener que depender de la sinceridad del que hace el relato, ése es el problema. Aristóteles viajó a muchos lugares; creo que sus explicaciones sobre la constitución de Karjedón, que tú mismo puedes juzgar, no son equivocadas.

Antígono balanceó la cabeza.

—Equivocadas no, sólo un poco demasiado… optimistas. La constitución de Karjedón es tal como la describe Aristóteles; pero no tan buena como él deduce de su propia descripción. Es decir, que los hechos son correctos, pero su valoración es demasiado favorable.

—A pesar de todo… lo que dice es correcto. También Herodoto viajó mucho, y por lo que ha escrito sobre los lugares en los que ha estado es correcto, pero también ha dejado que le cuenten mentiras sobre regiones que nunca ha visitado.

El capitán se encogió de hombros. Isis apoyó el codo sobre la mesa y carraspeó.

—¿Te refieres a cosas como las gordísimas ovejas persas a las que los pastores tienen que atarles a la cola tablas con rodillos debajo porque de lo contrario los pobres animales no podrían moverse?

Eratóstenes inclinó la cabeza.

—He aquí una mujer instruida. Sí, me refiero a ese tipo de historias.

Molo refunfuñó algo incomprensible. Después dijo:

—Pero de eso precisamente se trata, señores. Historias que ningún campesino o marinero se creería, simplemente porque su dura y sin duda estrecha cabeza no las acepta. Pero a la instruida gente de la ciudad, a un erudito de la biblioteca de Alejandría, por ejemplo, se le puede contar casi cualquier cosa, porque se envanece de su mente abierta.

—Mientras más sabe uno, ¿más crédulo es? ¿Es eso lo que quieres decir? —Eratóstenes lo miraba casi horrorizado.

Antígono rió.

—Me parece que hasta cierto punto eso es lo que dice Molo. Pero estás olvidando dos o tres cosas importantes, Eratóstenes. Los viajes largos pocas veces se realizan por curiosidad o sed de conocimientos. Los comerciantes buscan nuevos mercados y nuevos productos; los soldados quieren conquistar nuevas tierras. Los mercaderes que encuentran algo nuevo transmiten este conocimiento a su hijo, o quizá a un amigo, pero no a otros mercaderes ni a eruditos que lo pondrían por escrito, dejándolo al alcance de todos. Y los soldados que conquistan cuatro o cinco cabañas de barro en un país extraño, convierten esas cabañas en una colosal fortaleza, para que uno les tenga admiración.

—Si quieres saber esto o lo otro —dijo Molo—, ve a verlo con tus propios ojos, en lugar de hundir el culo en un mullido cojín. ¿Por qué tengo yo que hacer tu trabajo? Tengo otras cosas que hacer. —Sonrió.

—Cierta vez, cuando era un muchacho —dijo Antígono—, escuché en Karjedón que un mercader le decía a otro: «Si quieres llegar a determinado puerto de las Galias, navega once días con un buen viento del sur o del suroeste, y en la novena noche de viaje haz que la Osa Mayor pase de la proa al séptimo remo de babor.» El capitán que oyó esto quedó perfectamente enterado.

Molo dio un manotazo sobre la mesa.

—Así es; sí, es cierto. Pero tú, erudito, probablemente querrás saber a cuánto equivale eso en pasos, estadios, parasangas o millas. Y ningún capitán tiene tiempo ni ganas para calcular eso.

—Y un guía del desierto —dijo Isis—, que lleva a las caravanas de un pozo de agua a otro, se estaría quitando él mismo su pan si transmitiera sus conocimientos a los cartógrafos.

—Además, los caravaneros y capitanes no tienen tiempo; su interés está centrado en el negocio. Los simples marineros tienen demasiado trabajo durante el viaje, y además les faltan los conocimientos necesarios; son ellos los que cuentan fantásticas historias sobre una isla donde mana leche de los pozos. y cuyos habitantes tienen una sola pierna, porque no tienen otra cosa que contar. —Antígono titubeó un momento—. El soberano de la India, Ashoka, posee, gracias a sus enviados, mapas precisos de Siria y Egipto, pero estos mapas son sólo para él y altos funcionarios, no para los mercaderes hindúes. Yo he visto en manos de capitanes y caravaneros mapas continentales y costeros de una precisión extraordinaria; pero esos mapas nunca llegan a las bibliotecas.

—Conocimiento en manos de aquellos que lo pueden utilizar —refunfuñó el chipriota.

—Ay, ay. —El rostro de Eratóstenes se contrajo, como si padeciera algún dolor—. Y los frutos inútiles de los filósofos, producto de la conversación y de recorrer cientos de veces un mismo pasillo, se transmiten a la posteridad en papiros, pergaminos o piedras. ¡Cómo se reirán de mí dentro de unos siglos! —Estaba ya un poco bebido.

—Yo he leído a filósofos —dijo Antígono en voz baja—, y, nada contra ti como persona, Eratóstenes, nunca me han parecido dignos de aprecio. Peroratas sobre la vida en si, inventadas por gente sedentaria que nunca ha saboreado la vida; no han saboreado aquellas cosas que bretones, púnicos e hindúes sienten de la misma manera, mientras sus pensadores y sacerdotes buscan en todas partes distintas explicaciones para los mismos fenómenos. Acostarse con una mujer en el pestilente río del mercado, o en la playa, bajo las estrellas; la aparición de las primeras gotas de lluvia que recibe la boca después de una larga sequía; la sensación del agua pura y fresca entre los dedos de los pies, después de una larga caminata marcada por el calor y el polvo; las ventajas de las diferentes razas de caballos o tipos de barcos; las intrigas de palacios, tabernas y antros; el estupor ante la vida y la confirmación de la muerte. Estoy borracho. Pero, ¿qué es mejor, el susurrar de papiros o el viento que canta en las velas? ¿Fríos pensamientos o sangre, vino y semen?

Molo sonrió, Isis rió para sí, Eratóstenes observó al heleno de Kart-Hadtha con ojos maravillados.

—¿Eres mercader o poeta, muchacho? —Dio un suspiro—. Ah, la vida y la muerte y la tinta. Dime, joven amigo, ¿tú has vivido? Veo a la mujer que está a tu lado; dime, juiciosa egipcia, él ha vivido, ¿verdad? ¿Pero acaso ya ha… matado?

Eratóstenes se inclinó hacia delante, casi ávido. Una astilla encendida se desprendió de la antorcha que colgaba de la pared y cayó siseando en el vaso de Molo. El chipriota arrugó la frente y sacó la astilla del vaso.

Isis observaba a Antígono. Su mirada no contenía ninguna pregunta; más bien había en ella una especie de rechazo.

Antígono extendió la mano sobre la mesa. Estaba pensando en los salteadores que habían atacado al pequeño grupo de viajeros cerca de Taprobane. Habían sido cuatro. El comerciante de sedas chino había apuñalado a uno, el gigantesco negro que trabajaba para una casa de comercio púnica había estrangulado al segundo. Antígono había matado al tercero con una espada corta y había perseguido al cuarto hasta su guarida, donde le había dado muerte a puñaladas después de una corta pelea. Estaba pensando en el breve y amargo delirio; y en las seis bolsas de perlas, que luego se convertirían en la base del banco.

—Sí.

—¿Sí? ¿Solamente «sí»? —Eratóstenes parecía desilusionado.

El chipriota se dio la vuelta y bramó.

—¡Vino! —Luego dejó caer los puños sobre la mesa—. Sí, ¿por qué no? ¿Qué es tan importante? Si no fuera así, pronto ya no habría sitio en este mundo.

Más tarde, Antígono recordaba con frecuencia la extraña reserva que Isis había mostrado durante esa luna cada vez que se hablaba de la muerte, los muertos, los asesinatos. Antígono había sentido los bultos en el pecho, sobre la espalda, en el interior de los muslos de Isis, pero como ella no hablaba de eso, él tampoco decía nada; hasta que luego fue demasiado tarde para poder decir muchas cosas.

En el viaje de regreso a Kart-Hadtha, Antígono cogió la malaria. Pasó cuatro días en el sofocante camarote ubicado debajo de la cubierta de popa del mercante, acosado por delirios febriles y atendido más por necesidad que por compasión. Alguien colocó junto a su litera un lavamanos de bronce con incienso, para alejar las moscas y la fiebre. Antígono se sumió en una ininterrumpida serie de sueños espantosos en los que unos ojos lo miraban, observaban, absorbían, despedazaban. El ojo rojo de Melkart, que le hacia llegar una amenaza lejana y tranquila; un ojo de Isis, amarga negrura de la despedida; el ojo sereno de Gotamo, creador de las dulces enseñanzas a las que se había convertido el soberano hindú, Ashoka, tras la matanza de cientos de miles en Calinga. Pero este ojo lloraba; el ojo de un demonio del viento atrapado en la vela del mercante, cargado de una maldad abismal; los ojos de la boa de pescuezo hinchado, balanceándose; los ojos de las mil terribles estatuas de dioses del templo prohibido de Pa'alipotra; los ojos de un mago de Charax, que absorbían todas las fuerzas; los ojos quebrados de los ladrones agonizantes, en Taprobane; la mirada de esfinge del príncipe de la pervertida fortaleza a las puertas de Kane. Y entre ellos, en sueños no tan espantosos, los ojos alargados de la hija del mercader chino, los ojos de gato del hermafrodita del templo de Menfis, los ojos pintados de negro de la hetaira de Tadmor, y siempre los ojos de Isis. En un momento de semiconsciencia Antígono pidió al capitán que alejara el incienso. Todos los sueños, que estaban ligados a la intensidad de ese denso vapor, terminaron. A partir de entonces durmió con mayor serenidad; el barco cabeceaba, la vela, completamente desplegada, crepitaba; sal y madera que crujía, respiraba: Antígono volvió a soñar con el velero árabe dejando la India y Taprobane a su espalda, impulsado por las alas del poderoso viento que precede a la lluvia.

Kart-Hadtha hervía de rumores y novedades. Hannón «el Grande»había partido hacia el interior con un poderoso ejército de elefantes, jinetes y soldados de a pie —entre ellos espartanos, íberos, celtas y númidas— para ganar gloriosas batallas contra tres o cuatro aldeas de desesperados campesinos libios. Se tomaba su tiempo; sus mensajes al Consejo y al pueblo hablaban de crueles enemigos abatidos y regiones inextricables. Como además de dar estos informes los emisarios de Hannón organizaban magníficos banquetes para los habitantes de la ciudad —un día se sacrificaron en el ágora cien bueyes, cuatrocientos jabalíes, mil carneros y por lo menos cinco mil gallinas, y vino y leche corrieron en cascadas—, sólo se burlaban de ellos los púnicos y metecos que conocían el interior.

Por su parte, Amílcar había recibido un sobrenombre hacia apenas dos meses:
baraq
, «Rayo». Sin tropas de refresco —todos los mercenarios recién reclutados estaban en las filas de Hannón— y casi sin avituallamiento, Amílcar había reemprendido los combates antes de lo acostumbrado. Había comenzado el decimoctavo año de guerra, y los romanos no contaban con que un estratega púnico hiciera algo nuevo. No contaban con Amílcar
baraq
. Amílcar empezó la guerra de posiciones, asoló fortificaciones romanas avanzadas, con su presencia y su ejemplo devolvió al combate a una multitud de soldados libios de a pie que habían sido rechazados por los romanos, convirtiendo una retirada en una victoria casi descansada frente a una legión que se había lanzado a perseguirlos demasiado pronto. Nunca hasta entonces aquella mezcla de mercenarios de diferentes pueblos y provistos de armas distintas había estado en condiciones de resistir a las compactas, homogéneas y bien pertrechadas legiones; Amílcar fue el primero que aprovechó las ventajas de diferencias existentes entre sus hombres, se adaptó a las circunstancias del clima y el terreno, contó con determinadas características del lado contrario y supo anticiparse en la lucha. Introdujo espías —algo de lo que casi todos sus predecesores habían prescindido—, sobre todo elímeros. Los naturales del lugar podían moverse con relativa libertad, conocían bien el lugar, tenían parientes y amigos en pueblos y ciudades ubicadas en la zona ocupada por los romanos, y eran buenos amigos de los púnicos. En los siglos de dominio sobre la isla, los púnicos nunca habían atentado contra las costumbres de los elímeros, ni se habían inmiscuido en los asuntos internos de las ciudades. Cuando una legión y algunas unidades de tropas auxiliares aliadas, en total casi cincuenta mil hombres, salieron de un campamento de invierno bien fortificado de la retaguardia para asegurar unas posiciones amenazadas en las cercanías de Eryx, Amílcar envió jinetes númidas a estorbar la marcha de las tropas romanas. Simultáneamente, avanzó con soldados de espada íberos y honderos baleares por un paso elevado apartado, conquistó, saqueó y prendió fuego al campamento de invierno, ahora débilmente defendido, y, al día siguiente, tras una marcha forzada nocturna, aprovechó un terreno difícil para atacar por los flancos a las columnas de marcha romanas, previamente sorprendidas y separadas unas de otras por los númidas.

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