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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (7 page)

BOOK: Aníbal
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Los animales, sobre todo los elefantes y dos tigres de la India, cambiaron mi vida. Yo quería ver los países de donde procedían. Muchas veces fui a visitar a la osa blanca al parque zoológico del rey; se decía que un comerciante púnico la había encontrado sobre un bloque de hielo que flotaba en el océano, al norte de la isla del Estaño, allí donde Piteas vio Tule. Este comerciante le había regalado la osa al rey con la finalidad de conseguir mejores condiciones en el comercio del papiro.

Además de la osa blanca, había también otros dos animales extraordinarios que estimularon mis deseos de viajar. Deseos que aún hoy no me han abandonado. Dos enviados del soberano de la India, vestidos de amarillo, contaban historias de su patria y del piadoso maestro cuyas enseñanzas debían ellos difundir por Occidente. Me temo que su mayor —y quizá único— éxito, fue propiciar que yo abandonara Alejandría después de dos años. Con comerciantes, y siendo yo también un joven comerciante, pasé por Petra y Damasco, hacia Tadmor y luego a los dos ríos, atravesé los antiguos países persas, y llegué hasta Bactriana y, cruzando las montañas, hasta el reino del rey Ashoka. Si me concedieran tres años más de tiempo quizá podría describir todo aquello. Pero Corina, que escribe lo que le dicto, me recuerda la obligación de no decir lo que uno quiere decir en determinado momento, sino de relatar lo que se ha decidido relatar.

En todo caso, ello depende de lo que haya decidido; también el motivo y el momento de la decisión pueden cobrar importancia —bajo ciertas circunstancias—. Los Señores del Consejo de Karjedón, que una vez tuvieron veintitrés y otra diecisiete años de tiempo para decidir una verdadera guerra, tardaron veinticuatro años, primero, y dieciocho, después, para tomar la decisión; ya era demasiado tarde. No se decidieron para poner un final a lo que ya había empezado, sino porque, de no tomar una decisión, sólo les quedaba rendirse. A mí siempre me queda la posibilidad de olvidarme de todo, no escribir nada y dedicar mis días de ocio a contemplar el mar, el alejarse de los barcos. Pueden encontrarse motivos para considerar que los grandes acontecimientos ocurridos durante las últimas seis décadas y media son menos importantes que el dolor del alma o la úlcera del vientre. Decir que el mundo es más importante oculta ya la decisión de dedicarse a él, y no al ocio o al vientre. Y, ¿el momento? Bien, puesto que las guerras están perdidas y Roma puede pisotear a su voluntad tres cuartas panes de la Oikumene, sería ridículo que un anciano redactara una diatriba contra el pueblo y el Senado de Roma. No hay que rascarse donde no pica, pero tampoco donde ya nos hemos arrancado la piel. Como decía el viejo capitán Hiram, soplar contra el viento en lugar de hacerlo a favor de nuestras velas es un desperdicio de energías. Si yo no hubiera luchado contra Roma con la espada, con barcos y con plata, redactar ahora semejante diatriba sería una simpleza; pero como he luchado, sería un signo de demencia senil. Lo que Aníbal consiguió con la espada, ¿podríamos conseguirlo yo y esta joven cretense con la caña de escribir? Quizá ha sido el largo trato con la plata, la espada y la gente lo que me libra de caer en tantas tentaciones; también de aquella de, en el momento adecuado y por el motivo correcto, hacer lo erróneo: habiendo amado al mundo, darle la espalda y renegar de él.

En la India aprendí a evitar esto; en la época en que viajé a la India, Ashoka, el soberano, hacía algo parecido. Ashoka había reunido los restos de antiguos reinos, extendiendo sus dominios muy hacia el norte, hasta el pie de las montañas que Alejandro cruzara antes de que su ejército fuera obligado a retroceder a orillas del Indo. Ashoka ordenó su imperio, trazó carreteras, mandó construir casas para los enfermos y huérfanos, y atacó la antigua Caligna, al sureste. Tras una batalla en la que cientos de miles fueron muertos y otros cientos de miles hechos prisioneros; una batalla que tiñó la tierra de sangre hasta no dejar seco ni un solo rincón, y que sació la codicia de todos los hindúes hasta hacerlos vomitar; una vez terminada esta batalla el rey quiso trepar al montón de cadáveres más elevado, y se dice que tuvo que pasar la noche en la cima, aunque había empezado a escalar el montón al amanecer. Pisó las manos de bebés atravesados por lanzas, trepó por encima de los pechos de mujeres violadas y degolladas, se arrastró utilizando los intestinos de ancianos acuchillados como si fueran escalas de cuerdas, los arrojó sobre las cabezas sin cuerpo de los príncipes de Calinga, se tambaleó y vaciló al andar sobre las espaldas de jinetes enmudecidos, trepó la empinada pendiente formada por los cadáveres descuartizados de la guardia de los príncipes de Calinga, resbaló y tropezó con los montículos de orejas, narices, miembros, dedos, y, así, finalmente, atragantándose y cargando la miseria de la muerte, alcanzó la cima. Respiró putrefacción, bebió sangre, durmió sobre carne torturada. Por la mañana vio a sus pies todo su imperio, desde el Mar del Sur y el puente que comunicaba con la isla de Taprobane, hasta muy al norte, hasta los puestos fronterizos helénicos en el extremo oriental de Bactriana, desde las velas de los mercantes árabes desplegadas en el mar, al oeste, hasta las blancas cumbres del este. Y vio que era bueno; ese gran imperio era suyo, ya no tenía que conquistarlo, todo eso estaba bajo su gobierno y su administración y su opresión. Con el espíritu satisfecho y el cuerpo enfermo por la cordillera de cadáveres que se extendía bajo sus pies, descendió al valle, renunció a la guerra —ya no había nada más por lo que combatir— y a la matanza —ya todos estaban muertos— y se convirtió a la piadosa doctrina del piadoso maestro Gotamo, que enseña que el mundo es una ilusión. El momento era adecuado, pues el imperio había sido unificado; el motivo era acertado, pues las muertes son siempre demasiadas; sin embargo, la decisión era errónea, pues en seguida comenzó a derrumbarse aquello que él había construido, comenzó a desordenarse aquello que él había ordenado.

Y a este error le añadió una necedad, pues no dejó que el mundo continuara completamente a su suerte, sino que se esforzó por imponer a la fuerza la doctrina piadosa de Gotamo. Mandó cerrar los cientos de miles de viejos templos, los templos de los dioses caricaturescos, de las diosas con mil pechos sangrientos, del amado y
elefantrópico
Ganesha, que es dios y afortunado principio; quiso erradicar las doctrinas que hacen que cada persona pertenezca a una casta determinada ya desde antes de nacer, y lo hizo en tanto mató a los sacerdotes de las antiguas doctrinas, con ayuda de los
kshatriyas
, nacidos en la casta de los guerreros. Y permitió que la nueva y piadosa doctrina se hiciera tan despiadada como las antiguas, como todas las que quieren expandirse, progresar o alcanzar el poder. En Pa'alipotra, en las callejas rebosantes de vacas de la vieja ciudad, en las cuales los animales, santificados, se hunden hasta la barriga en sus propios excrementos, y vierten su leche sobre una nauseabunda muchedumbre, vi una vez a un novicio de la piadosa doctrina que tenía que someterse a un castigo. Fue al atardecer de un día caluroso; en la mañana lo habían visto introducir el miembro en el regazo de una mujer y acariciar sus pechos. Los superiores le ordenaron que matara un asno —que para muchos es la encarnación de la salud— para que su cuerpo recuperase la fuerza desperdiciada y la castidad. El joven mató el asno, lo despellejó, se envolvió, desnudo, con la piel empapada de sangre, y pasó dos días caminando, encorvado y gimiente. bajo el calor y el polvo, con la sangre del animal encostrada en la piel, acosado por minadas de moscas, escarnecido por la gente. Al atardecer, cuando yo lo vi, el joven se asemejaba a la noche; al atardecer del día siguiente ya se parecía a la muerte. Pero mundo y vida son una ilusión, decían sus maestros. Y al atardecer del segundo día el joven devoró el poderoso miembro del burro sacrificado ante el templo en el que se veneraba un hueso de Gotamo. Así recuperó la castidad y perdió la vida, pues murió a la mañana siguiente, gritando de dolor, pálido y encorvado.

Cuando por fin regresé a Kart-Hadtha traía conmigo, además de conocimientos y el deseo de volver a ver tantas cosas y de evitar tantas otras, perlas y piedras preciosas de Taprobane. Mi padre ya no vivía; Arsinoe se había casado con su administrador, Casandro; mi madre y Argíope estaban en el campo. Gracias a la protección de Amílcar, y ayudado por mi viejo amigo Bostar, di el paso necesario para extender los negocios de la familia y librarnos de las injurias y peligros de los plutócratas púnicos: fundé un banco. Al regreso de otro viaje, esta vez al increíble Occidente, liquidé mis cuentas con los parientes y ramifiqué los negocios.

Corina dice que así está mejor; una cierta tensión narrativa es más fácil de escribir y de seguir que los meandros de un espíritu anciano. Palabrería de viejo, conjeturas de un anciano sobre el interior de las cosas y la condena en los espíritus de aquellos que una vez conoció; meditación inquisidora de rumores y la unicidad del omnipresente y cambiante mar; digresiones del centro del relato, analizadas a través del relato; reflexiones sobre las corrientes subterráneas, canales y truncados arroyos secundarios del río de la historia…, todo eso es inútil, desmedidamente indecente y propio de un anciano, aunque indigno de él. Puesto que he emprendido la tarea de registrar por escrito únicamente aquellas cosas que pueden servir como pilares y adornos indispensables a los puentes del entendimiento, informaré de la vida del meteco púnico y comerciante heleno Antígono de Karjedón, hijo de Arístides y señor del arruinado Banco de Arena, sólo en tanto ésta pueda servir para iluminar los limites de la Oikumene y las bifurcaciones del tiempo. Pues Antígono no ha sido importante —aunque el anciano pueda pensar lo contrario—, sino que lo han sido otros hombres, más grandes que él; y tampoco compete a Antígono afirmar, por ejemplo, que en determinadas circunstancias Amílcar pensó esto o Aníbal sintió aquello. Describir lo exterior de modo que contenga el interior, pero sin sacarlo a la luz; ay, las ramificaciones y pensamientos, las intrascendentes historias secundarias y los deslucidos asuntos de la vida cotidiana; cientos de miles de rollos de papiros por llenar, sin llegar a un final ni siquiera en doscientos años.

Así no. Lo que vi, no cómo lo vi; cosas objetivas, no interpretaciones. Fragmentos de apuntes tomados durante sesenta años, completados o abreviados, algunas cartas, y no un anciano que sucumba a la seducción de las disgresiones, sino un Antígono frío que sea joven, adulto o viejo, pero siempre en tercera persona: él; ojos y pluma, no cerebro expositor, intérprete, deformador. Empezaré con el regreso de Antígono del océano, durante el transcurso del decimosexto año de guerra. Si los dioses, que no existen, son benévolos conmigo, lo que no se corresponde con su supuesta esencia, concluiré mi tarea.

1
Regreso a Kart-Hadtha

L
os quince barcos mercantes navegaban en dos hileras. Fresco viento otoñal del oeste henchía las velas y embravecía el mar. Sin embargo, los navíos se mantenían en línea; sus pesados cargamentos se encargaban de ello: la mayoría llevaban las bodegas llenas de lingotes de hierro ibérico destinados a las forjas púnicas. A la izquierda, ocho veleros, a la derecha, cubriendo los claros, siete; desde el mar aún no podía calcularse la distancia que los separaba de la costa que podía intuirse en el horizonte gris.

Tres de los barcos llevaban un gran ojo rojo en la vela; lo mismo la nave insignia. El capitán cambió un par de palabras con los arqueros acuclillados tras la borda, en proa; luego siguió caminando hacia la popa. Al igual que su piloto, el capitán calzaba sandalias provistas de gruesas plantillas de corcho; el peto de cuero colocado sobre la sucia túnica parecía molestarle un poco. Siempre se lo quitaba cuando hacia una revisión general del barco. El pequeño bote salvavidas yacía con la quilla hacia arriba al lado del mástil, asegurado con cuñas, la tapa del barril de agua estaba cerrada con clavos, los cabos y miles de otros objetos que por lo común eran dejados sueltos en cualquier parte, habían sido quitados de en medio o amarrados firmemente. La cubierta se veía extrañamente lisa y ordenada.

El capitán subió la escalera que llevaba a la cubierta de popa; dos peldaños de una sola zancada. Echó un vistazo a la vela, saludó con un movimiento de cabeza al joven pasajero apoyado contra la borda, y señaló hacia la derecha, hacia el continente libio. Algo flameaba allí a intervalos regulares: almenaras. El oficial púnico encogió los hombros. También él llevaba un peto de cuero sobre la túnica. Había guardado la capa roja en el camarote, bajo la cubierta de proa; el yelmo de penacho rojo yacía a sus pies.

—Sería mejor que miraras el mar —dijo. Sus orejas estaban cargadas de argollas. El capitán entornó los ojos para ver mejor.

—¿Cómo? Ja. Allí están. Cinco, no, siete. Trirremes. Que Melkart los destruya. —Movió varias veces la cabeza como asintiendo enérgicamente, al tiempo que se mesaba la barba gris con la mano derecha. El oficial chasqueó la lengua.

—No te excites. Mantengamos el rumbo. —Se acercó al piloto.

—No hay problema, hijo, quiero decir, «señor».

El timonel mostró una breve sonrisa burlona, luego se inclinó sobre la borda. Agua verde plomiza bullía en torno al madero guarnecido en bronce que se estremecía dentro de sus broncíneas argollas en la parte exterior derecha de la cubierta de popa. La pala del timón no podía verse desde allí.

—Pero estaría bien ir un poco más rápido.

En el centro del barco el agua pasaba apenas tres palmos por debajo de la borda del cargado navío; ni siquiera con buen viento hubiera sido posible hacer un viaje tranquilo.

Tres marineros estaban arrodillados al pie del mástil. Tenían los ojos cerrados y las manos levantadas hacia el cielo; entonaban un canto sordo y sombrío en una lengua áspera. Sus torsos desnudos se balanceaban rítmicamente de delante hacia atrás.

—Sardos —dijo el capitán. Se acercó al joven apoyado contra la borda—. Sandaliotas, Antígono. Rezan pidiendo que se les reciba con misericordia en el otro mundo.

Antígono esbozó una sonrisa.

—Si el otro mundo es tan desagradable como su idioma… —Volvió a dirigir la vista al mar.

Los barcos de guerra se arrastraban sobre la superficie del agua. Venían del nordeste, remando contra el viento. Hacía mucho que habían bajado los mástiles.

El oficial carraspeó.

—Hay cosas peores. Los dialectos de los honderos baleares, por ejemplo. Y tampoco el latín es mejor. Pero hasta los mudos van a parar al otro mundo. Y por desgracia también los romanos.

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