Aníbal (39 page)

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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
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Esos libios licenciados que, mandados por Amílcar, habían conquistado el sur de Iberia, cubriéndose de fama y recibiendo cuantiosas soldadas pagadas en plata, eran los mejores embajadores que podía tener Asdrúbal. Cuando Asdrúbal enviaba generales a las aldeas del interior para que reclutaran tropas, éstos ya iban precedidos por las tentadoras historias sobre Iberia. Se presentaron más hijos de campesinos libios que los que Asdrúbal podía reclutar en ese momento. Y algunos centenares de licenciados querían reengancharse. Asdrúbal y su gente hicieron una selección; Antígono se dio el gusto de conducir personalmente una caravana de carros cargados de monedas de plata a los lugares de aislamiento del interior.

—Astuto, muy astuto —dijo Bostar cuando Antígono terminó su relato. Estaban sentados en la terraza de la casa cercana a la puerta de Tynes. Tsuniro estaba mezclando perfumes en el taller, Aristón dormía, y Memnón, que ya tenía doce años, vagaba por la orilla del lago con otros chicos de su edad. Reinaba una calma inusual.

—Es muy astuto, si; ha tenido un buen maestro. Por Amílcar. —Antígono levantó el vaso revestido de cuero.

—Libios conquistan Iberia, íberos protegen Numidia, númidas son repartidos entre Iberia y Kart-Hadtha para que no hagan travesuras en casa. Muy sutil.

Bostar se recostó contra el respaldo de su asiento; la vieja silla de tijera soltó algunos crujidos.

—Dime —empezó Antígono—, este verano…

Bostar tosió.

—¿Adónde quieres viajar esta vez?

Antígono rió.

—Follacabras. Púnico cabeza de chorlito. ¿Adónde? A Iberia y Britania.

Entre las sombras de la casa apareció una figura delgada que salió de la terraza y se arrodilló junto a la silla de Antígono.

—¡Padre! —Los ojos de Memnón, los ojos de Isis, suplicaban.

Antígono hizo una mueca con la boca.

—¿Desde cuándo estás ahí? ¿Has estado escuchando?

—Desde hace poco, padre. Desde que dijiste «follacabras». —Memnón echó a Bostar una mirada de complicidad.

El púnico le hizo un guiño.

—Pequeño bribón. ¿Y ahora…?

—Ahora quiere venir, en el gran viaje —dijo Antígono—. Y eso no está en discusión, desde luego. Con doce años…

—…un cierto heleno alcornoque, cuyo nombre no viene a cuento, fue enviado a Alejandría por su padre.

Antígono se levantó y miró fijamente a Bostar.

—Ay. Precisamente tú me apuñalas por la espalda. Bah.

Bostar rió divertido.

—A los amigos ancianos hay que recordarles de tanto en tanto que también ellos fueron niños.

Antígono se rascó la cabeza, observó a Bostar y a Memnón, y de pronto echó también a reír. Puso la mano sobre la cabeza del muchacho, que seguía arrodillado.

—Está bien. Si Tsuniro no tiene nada en contra.

Memnón estaba radiante de felicidad.

—Y tú, follacabras —dijo Antígono—, tienes un hijo que no será un púnico sedentario como su padre.

—¿Qué? Tú, infame, maloliente, incircunciso, meteco…

Antígono levantó la mano.

—Despacio; no me corrompas a este hijo inocente, que no conoce expresiones tan terribles.

Bostar tenía los párpados entrecerrados.

—¿Lo dices en serio?

—¿Lo de Bomílcar? Si. Se pasa todo el día vagando por el puerto, y le gustaría desaparejar cada uno de los barcos para que no zarparan sin él.

Bostar suspiró.

—¿De dónde le vendrá esa manera de ser? Pero tienes razón. Hmm. Habrá que conversarlo. Con su madre, por ejemplo. Tal vez no sea tan mala idea. Un viaje así, contigo y con Memnón…

—¿Quién viaja y adónde? —Tsuniro apareció en la terraza. Llevaba una ancha banda de tela alrededor del torso, y un pequeño taparrabo blanco. Su piel, marfil oscuro, brillaba cubierto de sudor y agua perfumada derramada al cocerse. Su olor era indescriptible.

—No —dijo Antígono—. También eso, no.

Memnón y Bomílcar se llevaban de maravilla; a los dos días de viaje ya eran los miembros más decididos de la tripulación. Aristón se había convertido en un cabezota travieso e irresistible. El pequeño de seis años tiranizaba a todo el barco, y sus súbditos lo amaban. Antígono pasaba largas horas con el «demonio negro», como lo llamaban a bordo, contándole feroces historias e inventando entre ambos nuevas y fantásticas continuaciones para viejos relatos de aventuras; juntos poblaron el cosmos de rojos monstruos marinos, dragones de ocho cabezas, serpientes voladoras, enanos gigantes y gigantes atrofiados y diminutos. Pintaban y tallaban madera, los días en el que el mar estaba en calma se bañaban o, riendo y chillando, y acompañados por Tsuniro, Memnón y Bomílcar, menos bullangueros, se cogían a unas cuerdas y dejaban que el barco los arrastrase por el agua. Por momentos Tsuniro parecía intranquila y ensimismada, pero rechazaba cualquier alusión. En conjunto, era un viaje saludable. También la relación entre Antígono y Memnón, que había padecido vacilaciones por la prematura madurez del muchacho, volvió a mejorar y a ser casi íntima. Antígono disfrutaba las ardientes noches con Tsuniro y los cálidos días con todos, y se decía a sí mismo que nunca había sido tan feliz.

Tras unos días de viaje cesaron los mareos del pasajero. Sosilos había pasado los primeros días inclinado sobre la pared de la borda, con la cara verde, o tumbado gimiendo y quejándose. Tenía veintiún años, era un dechado de erudición y —dejando de lado sus mareos— estaba en muy buena forma, a diferencia de la mayoría de los chupatintas. El rubio espartano hacía de la necesidad una virtud, en tanto simplemente se afeitaba las escasas pelusillas de la barba, que tantas bromas debían haberle costado. Su rostro joven e imberbe estaba en extraña contradicción con las eruditas conversaciones que sostuvo tan pronto pudo volver a hablar con coherencia. Antígono, Tsuniro y Mastanábal se sentaron en la cubierta de popa y dieron vino al espartano hasta que la erudición se emborrachó y la conversación se hizo más humana.

—Iberia no se balancea, ¿o sí? —dijo Sosilos ya muy pasada la medianoche. Luego dejó escapar un eructo y miró a Tsuniro sonriendo; sus ojos perdidos miraban más alrededor de la muchacha que a su rostro—. Ya tengo bastante de mar. Thalassa Thalassa, ¡bah!

—Tigo —dijo Mastanábal—. ¿Esta marmota tragapapiro va a dar clases a los leones bárcidas? ¡Vaya! —Dio un fuerte tirón de su barba gris y sacudió la cabeza sonriendo—. Lo arrojarán al agua.

—Ha tenido un poco de mala suerte —dijo Antígono—. No hay que tomárselo a mal.

—¿Mala suerte? —Sosilos se inclinó hacia delante y extendió el dedo índice, haciéndolo girar—. ¿A qué llamas mala suerte? En Corinto tu parentela me envió por el campo. Ante las puertas de Micenas me derribó un caballo y caí contra un árbol. En Argos unos borrachos me molieron a palos. En Megalópolis me arrollaron dos carros. En Esparta los miembros de mi familia me insultaron y casi me matan porque quería irme a trabajar con un púnico. En Giteón estaba tan borracho que al subir al barco por la pasarela me caí a la asquerosa agua del puerto. Brrr. Después, pasé muchos días con un mareo terrible, y en Apolonia, puerto de Cirene, sólo había un barco que quería ir a Melite por el espantoso mar. Uno como éste, con el ojo rojo y saltón en la vela. —Señaló el centro de cielo nocturno—. Y de Melite, en lugar de llevarme a Karjedón, me llevaron a esa isla desierta de Lopadusa, donde tuve que recitar a las lombrices y topos los versos inmortales de Esquilo y Homero. Luego otra vez a Hadrimes, en medio de una terrible tormenta. Y ahora estoy aquí, sentado con un pirata púnico de barba gris, una diosa negra a la que no puedo adorar porque sólo escucha los susurros de un mercader andrajoso que es meteco en Karjedón, dos muchachitos irrespetuosos que se burlan de mi saber y un pequeño demonio negro. Ay. ¡Y tú lo llamas mala suerte! ¿Qué cosa, oh señor del banco del símbolo obsceno, merece que la consideres una catástrofe horrorosa?

Antígono reía.

—Dos días en compañía de un Sosilos de Esparta sobrio, y sin la posibilidad de escapar de sus discursos.

Sosilos hizo un esfuerzo para levantarse, y se apoyó en la borda.

—¿Dos días? No sabes lo que dices, señor de las monedas. Hasta ahora no te he molestado con Platón, ese locuaz urdidor de sátiras desafortunadas, como lo llamó Gorgias cuando leyó el diálogo que lleva su nombre. ¿Crees que podrías haber soportado dos horas a Platón? ¡Yo no!

Era una noche clara, tibia, sin viento; el barco estaba anclado en una pequeña bahía al este de Tabraq. No obstante, el barco parecía estar cabeceando y balanceándose en medio de una tormenta, a juzgar por los movimientos con que Sosilos caminaba desde la cubierta de popa hasta el mástil, bajo el cual había extendido su manta. El espartano se desplomó nada más llegar allí; ya los últimos tres o cuatro pasos los había dado roncando. Memnón y Bomílcar dormían sin hacer ruido.

Mastanábal simplemente resbaló del taburete y se enrolló en la manta extendida bajo la rueda del timón.

—Una hermosa noche —murmuró Tsuniro mientras Antígono cerraba las cortinas del camarote de popa. La respiración regular de Aristón se abría paso a través del delgado tabique que dividía el camarote en dos partes—. Sólo falta la culminación. —Le levantó el chitón a Antígono y tiró de su calzón.

—Demasiado vino, princesa de la noche —dijo Antígono en voz baja, al tiempo que le pasaba el brazo alrededor del cuello.

Ella le mordió el lóbulo de la oreja y rió con picardía.

—Ya veremos.

Las columnas de Heracles, o de Melkart, eran tan impresionantes como siempre; sobre todo para Sosilos que no las había visto antes. Memnón y Bomílcar opinaban que las piedras eran sólo piedras, y se colgaron por la borda para observar a los delfines.

Tuvieron que hacer una escala en la antigua ciudad púnica de Sepqy, fundada por colonos de Kart-Hadtha. A Antígono no le gustaba el puerto insular, que, salvo un templo y dos o tres tabernas, no tenía nada que ofrecer. Pero aquí y allá, en el lado norte del estrecho, podían verse las penteras que cuidaban el paso, y todo aquel que quería cruzar el estrecho tenía que someterse al control de alguno de los comandantes púnicos.

El cruce del estrecho deparó a Sosilos numerosos días de navegación sin carga. Los vientos y corrientes que chocaban entre el mar y el océano hacían cabecear al barco, y cambiar de color al espartano.

La ciudad de Kalpe, un peñón de formas extrañas que se levantaba bajo la columna de Melkart del lado norte, parecía todavía más somnolienta que Sepqy. El viejo puerto, unos cuantos almacenes y edificios de viviendas, algunos talleres y huertos, era lo único que había quedado después de que, dos años atrás, Amílcar convirtiera la aldea pesquera de Eya, situada al norte de allí, en la ciudad de Kart Eya, y construyera la fortaleza.

El fuerte viento del este amainó al caer la noche. Mastanábal y su piloto, Baqranis, un libiofenicio de Ityke, se levantaron al mismo tiempo, despertaron a los otros e hicieron que el barco doblara el cabo a remo. En el estrecho, antes de alcanzar el punto más meridional de Iberia, cogieron un tibio viento del sur procedente de las montañas de Libia; Mastanábal mandó poner la vela en diagonal y el viento no tardó en henchirla y dar un buen impulso al barco.

Dos días después entraron en la bahía de Gadir bajo el brillante sol de media tarde. Al sur de la larga isla, la cúpula de cobre del antiquísimo templo de Melkart despedía un resplandor verdoso. En el puerto, en el extremo nororiental, Antígono vio un barco que le despertó recuerdos cargados de nostalgia y ya casi enterrados: uno de los mercantes de sesenta pasos de largo, cincuenta de ancho, dos mástiles y alto bordo que, con capitanes muy reservados y tripulaciones bajo juramento, traían estaño, ámbar y pieles del norte, oro y marfil del sur y también oro, tallas de madera y extrañas especias del lejano Oeste, al otro lado del océano. Suspiró.

Sosilos, de pie punto a él, también dejó escapar un suspiro.

—«Oh Tartessos, resplandeciente oro donde el sol se pone»; ojalá supiera qué sigue —dijo.

—Da igual cómo siga; Tartessos, lo que queda de Tarshish, está a un día de viaje de aquí, hacia el norte, entre las dos desembocaduras del gran río que los turdetanos llaman Baits o Tarshish.

Sosilos arrugó la frente y lo miró perplejo.

—Yo pensaba que Tartessos quedaba aquí, frente a Gadir.

—No es así. Desde lejos, dos ciudades separadas por un día de viaje en barco parecen una sola.

—Ya que sabes tanto, seguramente podrás decirme lo que haya que saber sobre Kolaio de Samos, el rey Argantonio de Tartessos y todos los otros.

Tsuniro se acercó a ellos y se apoyó sobre la espalda de Antígono. Guardó silencio, observaba los blancos edificios.

—Puedo hacerlo, oh Sosilos de Esparta. Tarshish era la capital de un gran imperio que se extendía por la costa meridional de Iberia y los campos adyacentes. El oro y el cobre de las montañas ibéricas, el estaño y el ámbar del lejano Norte, todo iba a parar a Tarshish. La antigua Gadir, fundada por marinos de Tiro, sólo podía atraer hacia sí a una diminuta porción del comercio. Muchos siglos atrás, cuando Tiro era poderosa, llegaron a Gadir más marinos y soldados, que durante un tiempo se ocuparon de empequeñecer a Tarshish. En la época de la soberanía asiria, Tiro no sólo casi pierde el espíritu, sino que de hecho perdió las antiguas colonias del oeste; y Tarshish volvió a florecer, gobernada por un rey fuerte. Este Argantonio aprovechó la decadencia de Tiro para comerciar con los helenos, desde Massalia hasta Samos. Luego Karjedón se fortaleció, expulsó a los helenos de la parte occidental del mar, ocupó Gadir y destruyó Tarshish. Así de sencillo. Eso fue hace unos dos siglos y medio, quizá algo más. Las ruinas de la ciudad real yacen bajo el cieno que el gran río acarrea hasta el océano. En la desembocadura hoy existe una aldea de pescadores; se llama Tarshish y se cree importante.

Los edificios blancos de Gadir, los patios interiores, claros y ventilados, con sus pozos, las colosales murallas y los grandes astilleros, los almacenes atiborrados, en los que se vendía todo lo que Iberia y las islas y países del océano podían suministrar, la bahía amplia y azul, el puerto, verde.., el sueño del Oeste. Antígono estaba un poco enfadado con Sosilos y con él mismo, por haber tenido que mantener una larga charla en lugar de disfrutar en silencio del reencuentro con la ciudad, de embeberse de todo. Tsuniro lo notaba; le sopló en la nuca y le deslizó una uña afilada a lo largo de la columna vertebral, al tiempo que susurraba algo muy despacio.

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