Aníbal (4 page)

Read Aníbal Online

Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
11.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

En efecto, se había conseguido mantener la empresa en secreto hasta el amanecer. Las naves habían zarpado sobrecargadas; se habían subido a bordo todos los instrumentos posibles y, junto a la tripulación y los remeros, iban también arqueros y casi mil soldados de a pie.

Pasé los dos días siguientes ocupado en la liquidación de los negocios que aún me quedaban y el traspaso del almacén a mi administrador, a quien convertí en socio; las noches las pasaba con Corina, a bordo del barco. Quizá era la luna, casi llena, lo que hacía subir el agua del puerto a la caña vieja y seca; pero no era agua salobre. Bañada y fresca, con ropas nuevas, después de haber recibido cuidados y masajes en uno de los baños calientes del puerto, y, sobre todo, sin el miedo de ser maltratada y con buena comida y bebida, Corina cambió por completo; unos cuantos días después ya casi no se acordaba de aquella esclava de pacotilla, como ella decía.

Bomílcar refunfuñaba malos presagios tras su negra barba; no quería ninguna mujer a bordo. Cuando le dije que Corina era mi nueva escribana y que por lo tanto era menos una mujer que un miembro de la tripulación, solté una risa sarcástica y mezquina. El camarote de popa, ubicado sobre la bodega y bajo el puesto del piloto, era lo bastante grande como para poder ser dividido. La parte de Bomílcar era la más pequeña; a este lado de la pared divisoria hice colocar una mesita y un taburete.

—¿Qué es lo que quieres hacer? —Corina estaba acurrucada entre las pieles de la litera, observando cómo yo examinaba los rollos de papiro. El vendedor había prometido la mejor calidad; como sea, en Egipto hubieran sido considerados regulares.

—Escribir una historia. Muchos pequeños fragmentos de ella ya están escritos; los rollos están en Alejandría. Pero todavía me faltan escribir algunas partes. Tenemos un largo camino hasta Alejandría. Escribiré hasta que mi mano ya no pueda hacerlo, y después te dictaré y tu escribirás.

—¿Qué tipo de historia?

—Una historia de cosas y países y seres humanos. Fragmentos de la larga historia que he vivido.

Hizo un guiño.

—¿Aparezco yo en esa historia? ¿Siquiera un poquito?

—Como mínimo. —Reí con malicia—. Sobre todo hacia el final, y en las noches, por cierto.

Tres días después de la partida de la flota apareció Hipólito con un portador. La bolsa de cuero era pesada.

—Hefestión —dijo el banquero— se ha dado por vencido anoche. Ya sabes, se resistía a aceptar mi propuesta para cancelar sus deudas. A excepción del resto acordado, desde ahora tu saldo activo figura a su nombre; me he permitido descontar inmediatamente sus pagos vencidos. Para ello me ha dado esto. Hay un talento y medio; un poco más de lo previsto.

Yo mismo llevé las perlas al camarote de popa; Hipólito despidió al portador y subió conmigo y Corina al puente de popa, donde Bomílcar nos esperaba con vino sirio.

—Todo es completamente legal —dijo Hipólito tras el primer trago. Esbozó una suave sonrisa burlona—. No podía darte más de la quinta parte. Y no te he dado más de la quinta parte. Los negocios que puedas hacer con otros comerciantes, fuera del Banco Real, no son de la incumbencia del gordo.

Por la tarde levantamos el anda y abandonamos el puerto de Nicomedia. No había noticias de la flota. Bomílcar estaba inclinado sobre los mapas extendidos, señalando con el índice varios lugares en las costas; luego dirigió la vista al cielo.

—Una noche clara. Ojalá el tiempo se mantenga así. Con un poco de suerte podremos navegar guiándonos por las estrellas cuando hayamos dejado atrás el Helesponto. No queremos caer en medio de un combate naval, ¿no?

Bomílcar nos mantenía en mar abierto durante las noches, para conducirnos a lo largo de las costas asiáticas durante el día. En el tercer día de viaje encontramos restos de navíos; hacia el atardecer uno de los marineros divisó algo que se movía en el agua y parecía dirigirse hacia nosotros. Bomílcar mandó recoger la vela mayor y se colocó él mismo en el timón lateral.

Era un joven oficial de una pentera de Pérgamo. Había pasado un día y medio a la deriva llevado por los restos del naufragio. Después de haber bebido y comido nos relató el milagro consumado por Aníbal.

—No, no fue un milagro, él es el milagro, si existe alguno. Es un gran estratega, también en el mar. Y tan astuto como Odiseo.

La flota del rey Eumenes estaba formada por ochenta barcos de guerra, todos ellos prácticamente nuevos y con buenas tripulaciones. Navegaban sin perder de vista la costa; al caer la noche anclaban en alguna cala o entre las numerosas islas.

—Sin prisas; sabíamos que éramos muy superiores en número y en calidad, pero no queríamos dejarnos sorprender ni obrar con precipitación. Anteayer por la noche oímos de boca de un pescador que la llamada flota bitinia había fondeado en una bahía, y que incluso una parte de ella estaba en tierra, pues algunos barcos estaban agujereados. Es una zona en la que en esta época del año el viento casi siempre sopla desde tierra, pero eso no era un obstáculo; si se alzaba viento recogeríamos las velas y todos los hombres cogerían los remos.

»Nos pusimos en marcha muy temprano, antes de que saliera el sol. Justo a la hora de desayunar llegamos a la bahía. Allí vimos esos orinales carcomidos por el óxido; estaban intentando zarpar. Creo que en ese momento nuestros gritos y risas resonaron con más fuerza que la cólera de Zeus en la tormenta. ¡Esos barcos en la bahía, tan pocos, tan viejos, tan apolillados! Y los pobres muchachos que había en ellos no izaban correctamente las velas de los barcos pequeños, y en un viejo trirreme la mitad ya había empezado a remar mientras los otros aún desayunaban, y el barco daba vueltas como un ciempiés borracho.

»Entonces salió una pequeña barca con bandera clara; al parecer querían negociar, o rendirse, o algo así. Entretanto, nosotros entramos en la bahía; tuvimos que sufrir algunas magulladuras, pero todos nuestros barcos consiguieron entrar. No cabía ni un alfiler más. La barca de los negociadores se acercó a nosotros, y un hombre que venía en ella preguntó quién era nuestro almirante, y en qué barco se encontraba; luego se dirigió hacia el navío del almirante, saludó atentamente de parte de Aníbal y preguntó si queríamos rendirnos. Nunca he escuchado carcajadas como las que brotaron entonces.

»La pequeña barca dio la vuelta y fue a reunirse con las otras, que entretanto habían izado las velas a medio mástil y habían enderezado los remos. Y en ese mismo momento empezamos el ataque.»

A partir de ese momento la narración se hizo un poco confusa. Casi inmóvil entre las escarpadas costas de la bahía, la flota de Pérgamo, muy superior a la de Aníbal, se veía ante unos cuantos veleros y barcos de remos apolillados que tenían el viento a su espalda. El presunto negociador había servido a Aníbal para averiguar en qué navío se encontraba el jefe de la escuadra enemiga. El fuerte viento de tierra impulsó rápidamente a los veleros hacia la flota de Pérgamo; tres o cuatro navegaron hacia el barco del almirante.

De repente, salieron volando algunas tinajas que cayeron sobre los barcos que formaban el ala de la flota de Pérgamo. Aníbal había mandado construir pequeñas catapultas que luego había emplazado sobre los escarpados acantilados que rodeaban la bahía. Desde allí disparaban miles de tinajas que casi siempre caían y reventaban sobre barcos enemigos. Las tinajas contenían aceite. Las carcajadas de los guerreros de Pérgamo ante este ataque con tinajas de aceite terminaron de pronto, cuando los arqueros dispararon desde la orilla flechas incendiarias que no tardaron en prender fuego a los barcos empapados en aceite.

También estaban empapados en aceite los pequeños veleros que navegaban hacia el centro de la flota, donde se encontraba el barco insignia. De pronto también estos veleros empezaron a arder; sus tripulantes saltaron por la borda y el viento de tierra se encargó de llevar los barcos incendiados hasta el corazón de la escuadra de Pérgamo.

El joven abrió bruscamente los ojos, palideciendo al llegar a la parte final del relato del combate naval.

—Entretanto, también los barcos de remos habían llegado hasta nosotros. Estos nos arrojaron todavía más tinajas, que reventaban al caer sobre nosotros. ¡Y de esas tinajas salieron miles de serpientes venenosas, escorpiones y tarántulas! El combate quedó olvidado; todo era un caos de gritos y de saltos. Y en ese momento nos abarloaron los barcos de Aníbal, y sus soldados de a pie cayeron sobre nosotros. Vestían de forma demencial, no llevaban chitón, ni sandalias, sino una especie de largos tubos de cuero alrededor de las piernas, y bolsas de cuero en los pies. No hicieron caso de las serpientes y escorpiones; simplemente cayeron sobre nosotros y nos hicieron pedazos. Calculo que Aníbal debe haber capturado unos treinta buenos barcos; los demás se incendiaron o hundieron. Y para ello sólo tuvo que sacrificar seis o siete de sus apolilladas barcas. La flota de Pérgamo ya no existe.

Al caer la noche llegamos a un pequeño puerto insular; allí oímos que una vez terminado el combate naval Aníbal se había dirigido tierra adentro para visitar algunas plazas fuertes de la frontera sur de Bitinia y para reclutar o alistar soldados.

Es agradable escribir al atardecer, viendo el mar por encima de los rollos y tinteros. Pronto me cubrirá la noche, como el mar al buceador, aunque la primera no admite ningún regreso a la playa. Quizá consiga tender un puente de papiro a través de esta oscuridad, para que en un mañana lejano y extraño alguien pueda saber que existió un ayer.

Dos veleros mercantes se acercan al Gran Puerto desde el este; llegarán a él antes que la noche. El sol se desliza hacia el ocaso entre los resplandecientes tejados del palacio y la punta luminosa de la torre de Faros. Frente a mí, a menos de treinta pasos de distancia, gaviotas chillan y despedazan un pez muerto. Tampoco yo volveré a altamar —al Gran Verdor, como dicen los egipcios—, pero a diferencia de ti, escamoso amigo, todavía puedo defenderme de los gritos y desgarrones.

La voz de Corina es dulce; como su piel y sus labios. Tiene veintidós años y calienta mis noches, hasta el punto en que un anciano de ochenta y ocho años puede necesitarlo. Cuando me llegue la muerte ella será libre; no da señas de una impaciencia indecorosa, y sólo me roba lo que su espíritu cretense considera indispensable. Sé que el papiro cuesta dos dracmas; hoy ella me trae nuevos rollos al precio de dos dracmas y dos óbolos; sí, claro, los intermediarios…

El templado nordeste es salino y amplio. Seguramente en el puerto también hay barcos que zarparán hacia el Oeste… en tanto los romanos lo permitan. Con este viento hasta las Columnas de Heracles, y más allá; navegar una vez más entre grandes balanceos y cabecear y salir a flote y echar espuma. Corina debe llevarse el vino sirio y traerme agua; agua no canalizada del Nilo, almacenada en la cisterna del sótano, agua fresca del profundo pozo del lugar. Con vino y este viento me pondría a meditar, y los recuerdos vertidos sobre tantos rollos tienen ya que llegar a un final y ser transmitidos; trabajo para un sinnúmero de días, y quién sabe cómo soplará el viento mañana. Hoy me lleva al camino que conduce el océano universal, y también al lugar donde nací: a casa, a Karjedón, que, si la voluntad de Masinissa y de los romanos así lo dispone, pronto será un montón de ruinas llamado Cartago.

Es allí donde nací, cuatro años después de la absurda muerte del gran Pirro, cuatro años antes de que los romanos rompieran el tratado, provocando así la primera gran guerra entre Italia y Libia. Con la ruptura de ese tratado comenzó la decadencia de un mundo, aunque en aquel entonces nadie podía preverlo. Durante mi larga vida, transcurrida entre las montañas nevadas al este de la India y las costas occidentales más allá del océano, he visto a muchos grandes hombres y he presenciado muchas decisiones desesperadas; ahora todo ello se ha desvanecido en la nada. Como el desgraciado, honorable y tozudo Régulo, el gran estratega Amílcar y, naturalmente, Publio Escipión, llamado Escipión el Africano. Eran grandes, pero no fueron más que ruedas de un carro; tenían el poder de acelerar o retardar la marcha del carro, pero no podían detenerlo, ni escapar de él. Sólo uno tuvo la perspectiva suficiente, y durante excitantes y vertiginosos años tuvo en sus manos el poder y la oportunidad de evitar el fin de un mundo, de nuestro mundo, y de desviar el curso de la historia. Fue más grande que Aquiles, Siro y Alejandro; pero ahora Aníbal yace muerto desde hace dos años. En las tabernas siempre se habla de él, incluso aquí, en Alejandría; en Roma nunca se callará de él. Fue el poderoso fuego en que se consumió ese viejo mundo que no renacerá como el Fénix. Sólo me queda formar oraciones con las cenizas de mi memoria, en esta última ciudad libre.

Libre, ya. Próximas al puerto —que, como todos los puertos, pertenece al mundo— y a Rakhotis, el sector egipcio, Eleusis y Kanopos Siempre me han parecido lo menos repugnante. El resto, a excepción de la biblioteca y el museo, es pompa y esclavitud: espléndidas calles por las que caminan seres humanos que no disponen de sus propias personas; magnificas casas administradas por esclavos y habitadas por sirvientes que pagan un alquiler; el marmóreo hormiguero de la administración, donde se manejan los fondos de mil impuestos, dos mil aranceles y tres mil arbitrios; graneros en los que se acumula la riqueza de un país totalmente tutelado. Quizá quien dijo esta frase no fue Dioketes Apolonio, protector del tesoro público durante el gobierno del segundo Ptolomeo, pero pudo haberlo sido: «Aquí nadie puede hacer lo que quiere, pues todo está regulado para su bien». La construcción del país no tolera ninguna interrupción; cada persona tiene su puesto, que sólo puede abandonar por un mandato extraordinario o consiguiendo una autorización especial.

El lazo que impide a todo Egipto pensar y respirar está menos apretado en dos lugares. Kanopos, ciudad del vicio y el placer, es la válvula que deja escapar la presión, que de acumularse haría estallar el recipiente. Y Eleusis, el barrio de los ricos y los palacios rodeados de jardines: el lugar que corresponde a aquellas personas que mediante la construcción del país han ganado lo suficiente como para poder elegir ellos mismos su puesto, incluso en Alejandría, bajo los ojos de los señores lágidas. No me quejo, pues yo soy uno de ellos, aunque no formo parte de todo eso. Todo es nuevo y escandalosamente rico; los vecinos opinan que la casita de blancas piedras de cantera y tejas que me he hecho construir junto a la playa envilece el barrio. Yo opino que lo ennoblece.

Other books

The Bad Mother by Grey, Isabelle
Duchess of Mine by Red L. Jameson
No Ordinary Life by Suzanne Redfearn
Electric Blue by Jamieson Wolf
Knots in My Yo-Yo String by Jerry Spinelli