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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (26 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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Supuse que al menos tres eran brujos de líneas luminosas; entonces me quedé paralizada cuando uno de los hombres que avanzaban sacó una pistola. Mierda. Kisten podía regresar de entre los muertos, pero yo no.

—Kisten… —le avisé, elevando mi voz con los ojos fijos en el arma.

Kisten se movió y yo salté. Durante un momento se encontraba a mi lado y, al siguiente, ya estaba entre ellos. Sonó un disparo. Jadeando, me agaché, cegada por los faros del Corvette. Mientras seguía inclinada, vi que uno de los hombres había caído, pero no el que tenía la pistola.

Rodeándonos, casi invisibles bajo el destello, los brujos luminosos murmuraban y realizaban gestos, cercando su red al avanzar paso a paso. Sentí un hormigueo en la piel mientras la malla caía sobre nosotros.

Con un movimiento demasiado rápido para seguirlo, Kisten agarró la muñeca del hombre con la pistola. El crujido del hueso se oyó claramente en aquel aire frío y seco. Se me encogió el estómago cuando el hombre cayó de rodillas mientras gritaba. Kisten siguió con un poderoso puñetazo a la cabeza. Alguien estaba gritando. El arma cayó y Kisten se hizo con ella antes de que tocara la nieve.

Con un giro de muñeca, Kisten lanzó el arma hacia mí. Destelló bajo la luz de los faros al tiempo que me lanzaba hacia delante para cogerla. El pesado metal cayó en mis manos. Me sorprendió lo caliente que estaba. Sonó un nuevo disparo y salté hacia un lado. El arma cayó sobre la nieve.

—¡Coge esa pistola! —exclamó el hombre del abrigo largo, situado en la retaguardia.

Observé por encima del capó del Corvette de Kisten y vi que él también tenía una pistola. Mis ojos se abrieron de golpe al ver la oscura sombra de un hombre que se acercaba a mí. En su mano había una bola anaranjada de siempre jamas. Mi aliento silbó cuando el hombre sonrió y la lanzó contra mí.

Chocó contra el asfalto; el hielo cubierto de nieve era una difícil superficie para acertar. Siempre jamás explotó en una lluvia de chispas con olor a azufre cuando golpeó el coche de Kisten y rebotó hacia otro lado. Una gélida aguanieve me salpicó, despejándome las ideas.

Desde el suelo, apoyé las palmas de mis manos contra el asfalto y me puse en pie. Mi ropa… ¡Mi ropa! Mis pantalones con forro de seda estaban cubiertos de nieve gris y sucia.

—¡Mira lo que me has hecho hacer! —grité furiosa mientras me sacudía los fríos pegotes.

—¡Hijo de puta! —chilló Kisten, y yo me giré para ver a tres brujos caídos formando un penoso círculo a su alrededor. El que me había arrojado la bola de siempre jamás se movió dolorido, y Kisten le pateó salvajemente. ¿Cómo había llegado tan rápido hasta allí?—. ¡Me has quemado la pintura, cabronazo!

Mientras le observaba, la actitud de Kisten cambió en un abrir y cerrar de ojos. Con sus ojos ennegrecidos, arremetió contra el brujo luminoso más cercano. Los ojos de aquel hombre se abrieron, pero no tuvo tiempo de nada más.

El puño de Kisten golpeó su cara, impulsando su cabeza hacia atrás. Se oyó un desagradable crujido y el brujo se derrumbó. Con los brazos muertos, trazó un arco en el aire hacia atrás y su cuerpo se deslizó hasta los faros del Cadillac.

Girándose antes de que el primero se hubiera detenido, Kisten apareció ante el siguiente, dando vueltas en torno a él en un estrecho círculo. Sus zapatos de vestir impactaron contra las corvas de las rodillas del sorprendido brujo. El hombre gritó cuando sus piernas cedieron. El sonido se interrumpió con aterradora inmediatez cuando Kisten le golpeó en la garganta con su brazo. Se me revolvió el estómago al oír el gorgoteo y el crujido del cartílago.

El tercer brujo echó a correr tratando de huir.
Error. Gran, gran error
.

Kisten cubrió los tres metros que les separaban en un suspiro. Tras agarrar del brazo al brujo fugitivo, empezó a dar vueltas sin soltarle. El chasquido de su brazo al dislocarse me impactó como una bofetada. Me llevé una mano al vientre, mareada. No lo había pensado durante más de un segundo.

Kisten se detuvo ante el último brujo que quedaba en pie, un impresionante ejemplar de más de dos metros. Me recorrió un escalofrío al recordar cuando Ivy me miraba de esa forma. Tenía una pistola, pero no creía que fuera a servirle de ayuda.

—¿Vas a dispararme? —gruñó Kisten.

El hombre sonrió. Sentí cómo invocaba una línea. Mi aliento acudió con presteza para articular una advertencia.

Kisten se lanzó hacia delante y agarró al hombre por la garganta. Sus ojos se hincharon de terror mientras luchaba por respirar. La pistola cayó de su mano, que colgaba inútil de su brazo. Los hombros de Kisten se tensaron; su agresividad era latente. No podía ver sus ojos. No quería verlos. Pero el hombre que tenía agarrado sí podía, y estaba aterrorizado.

—¡Kisten! —exclamé, demasiado asustada para intervenir.
Dios mío. Por favor, no. No quiero verlo
.

Kisten vaciló, y me pregunté si podía oír los latidos de mi corazón. Lentamente, como si luchara por mantener el control, Kisten atrajo al hombre hacia él. El brujo jadeaba, luchando por respirar. La luz de los faros brillaba en la saliva acumulada en las comisuras de su boca, y su rostro estaba enrojecido.

—Dile a Saladan que ya nos veremos. —Kisten casi gruñía.

Me agité cuando Kisten estiró su brazo y el brujo salió volando. Se golpeó contra una vieja farola, y el impacto repercutió en el poste, haciendo que la luz se encendiera. Cuando Kisten se volvió, tuve miedo de moverme. Al verme permanecer bajo la nieve que caía, iluminada por los faros del coche, se quedó quieto. Con esos ojos horriblemente ennegrecidos, se sacudió una mancha de humedad del abrigo.

Tensa y expectante, aparté la mirada de él para seguir la suya, que se dirigía hacia la masacre, brillantemente iluminada por los tres pares de faros y una farola. Había hombres desperdigados por todas partes. El que tenía el hombro dislocado había vomitado e intentaba llegar a uno de los coches. Se oyó el ladrido de un perro desde el otro extremo de la calle, y una cortina ondeó al cerrarse tras una ventana iluminada.

Me llevé una mano al estómago al sentir náuseas. Me había quedado quieta. Oh, Dios, me había quedado quieta, incapaz de hacer nada. Me había permitido bajar la guardia porque las amenazas de muerte contra mí habían desaparecido. Pero debido a mi trabajo, sería un objetivo para siempre.

Kisten se puso en movimiento; sus pupilas estaban negras, con un fino anillo azulado a su alrededor.

—Te dije que te quedaras en el coche —me dijo, y me puse rígida cuando me asió del codo, guiándome hacia el Corvette.

Confusa, no me resistí. No estaba enfadado conmigo, y yo no quería hacerle sentir más consciente aún de mi corazón desbocado y del miedo que permanecía en mi interior. Pero me atenazó una sensación de alerta. Tras soltarme del brazo de Kisten, me di la vuelta, buscando algo con los ojos bien abiertos.

Desde el pie de la farola, el hombre caído entornó sus ojos, contrayendo el rostro por el dolor.

—Has perdido, zorra —dijo, y pronunció una feroz palabra en latín.

—¡Cuidado! —grité apartando a Kisten de un empujón.

Cayó hacia atrás, recuperando el equilibrio con la gracilidad propia de un vampiro. Me fui al suelo cuando mis botas resbalaron. Un grito seco invadió mis oídos. Con el corazón en la boca, me puse en pie y miré a Kisten antes que nada. Se encontraba bien. Había sido el brujo.

Me llevé una mano a la boca, horrorizada al ver su cuerpo manchado de siempre jamás, retorcido sobre la acera cubierta por la nieve. El miedo se apoderó de mí cuando aquella nieve revuelta comenzó a teñirse de rojo. Estaba sangrando por los poros.

—Que Dios le ayude —susurré.

El hombre chilló, y luego volvió a chillar; aquel violento sonido activó un instinto primario en mi interior. Kisten avanzó hacia él rápidamente. No pude detenerle; el brujo estaba sangrando, gritaba de dolor y miedo. Tocaba todas las fibras sensibles de Kisten. Me volví hacia otro lado, y apoyé una mano temblorosa sobre el cálido capó del Corvette. Estaba a punto de marearme. Lo sabía.

Alcé mi cabeza cuando el miedo y dolor de aquel hombre acabaron con un repentino crujido. Kisten se incorporó con una horrible y furiosa mirada en sus ojos. El perro volvió a ladrar, llenando la gélida noche con un sonido de alarma. Un par de dados salieron rodando de la mano inmóvil del brujo, y Kisten los recogió.

No tuve tiempo de pensar nada más. Kisten estaba de inmediato junto a mí, con su mano en mi codo, llevándome hacia el coche. Le dejé hacer, contenta de que no hubiera sucumbido a sus instintos vampíricos, y preguntándome el porqué. En todo caso, su aura vampírica se había diluido por completo, sus ojos eran normales y sus movimientos, tan solo medianamente rápidos.

—No está muerto —me aseguró, ofreciéndome los dados—. Ninguno de ellos está muerto. No he matado a nadie, Rachel.

Me pregunté por qué le importaba lo que yo creyese. Cogí los cubos de plástico y los apreté hasta que me dolieron los dedos.

—Coge la pistola —susurré—. Tiene mis huellas.

Sin hacer caso a lo que le había dicho, cogió mi abrigo del coche y cerró la puerta.

El intenso olor a sangre atrajo mi atención y abrí la mano. Los dados estaban pegajosos. Se me revolvieron las tripas y me llevé a la boca una de mis manos, heladas por el viento invernal. Eran los dados que había usado en el casino. Toda la sala me había visto besarlos; aquel hombre trataba de usarlos como foco. Pero yo no había establecido contacto con ellos, y así el hechizo negro volvió en cambio a su creador.

Miré por la ventanilla, tratando de no hiperventilar. Se suponía que así era como yo debería estar ahora, con las extremidades contorsionadas y extendidas en un charco de nieve derretida manchada de sangre. Había sido un comodín en la partida de Saladan, y él estaba dispuesto a sacarme del juego para inclinar la balanza hacia sus hombres. Y yo no había hecho nada, demasiado paralizada por mi falta de amuletos, y demasiado impresionada, incluso para trazar un circulo.

Hubo un destello de luz más brillante cuando Kisten se situó frente a los faros del coche y se agachó para volver a levantarse con el arma. Sus ojos contactaron con los míos, cansados y abatidos, hasta que un suave movimiento a su espalda le hizo darse la vuelta. Alguien estaba intentando marcharse.

Dejé escapar un tenue gemido cuando Kisten dio unos pasos increíblemente largos y veloces y lo atrapó, levantándole al instante hasta que sus pies colgaban sobre el suelo. El hombre emitió un gimoteo que me llegó al alma mientras suplicaba por su vida. Me dije a mí misma que era una estupidez sentir piedad por él, que ellos habían planeado algo peor para Kisten y para mí, pero Kisten se limitó a hablar con él, acercando su rostro al del hombre para susurrarle al oído.

En un derroche de actividad, Kisten lo arrojó contra el capó del Cadillac, y limpió la pistola con la ayuda del abrigo del brujo. Al terminar, soltó el arma y dio media vuelta.

La espalda de Kisten estaba arqueada cuando regresó al coche, reflejando una mala mezcla de furia y preocupación. Me abstuve de hablar cuando subió al vehículo y conectó los limpiaparabrisas. Todavía en silencio, sacudió la palanca de cambios hacia atrás y hacia delante, y maniobró hasta salir de la trampa que habían formado los dos coches.

Seguí agarrada a la manilla de la puerta sin decir nada mientras el coche se movía, se paraba y volvía a moverse. Finalmente, delante de nosotros no hubo más que la carretera despejada, y Kisten pisó a fondo el acelerador. Mis ojos se abrieron de golpe cuando las ruedas giraron y comenzamos a patinar sobre el hielo hacia la izquierda, pero entonces, los neumáticos se agarraron al asfalto y avanzamos en línea recta. Dejamos el camino por donde habíamos venido acompañados por el constante rugido del motor.

Guardé silencio mientras Kisten conducía, con movimientos bruscos y rápidos. Las luces destellaban bruscamente sobre nosotros, iluminando su cara, atenazada por el estrés. Sentía tensión en el estómago y me dolía la espalda. Él sabía que estaba intentando pensar cómo reaccionar.

Contemplarlo había sido tan estimulante como terrorífico. Vivir con Ivy me había enseñado que los vampiros eran tan inestables como un asesino en serie; divertido y fascinante durante un momento, agresivo y peligroso al siguiente. Yo lo sabía, pero el verlo me había servido como un recordatorio demoledor.

Tragué saliva, observé mi postura, advirtiendo que estaba más nerviosa que una ardilla debido a la velocidad. De inmediato, me obligué a soltar mis manos, fuertemente agarradas, y a relajar los hombros. Me quedé mirando los dados en mi mano.

—Yo jamás te haría eso, Rachel, jamás te lo haría —murmuró Kisten.

El vaivén de los limpiaparabrisas era lento y continuo.
A lo mejor debería haberme quedado en el coche
.

—Hay toallitas de papel en la guantera.

Su voz era suave, y llevaba implícita una disculpa. Bajé la mirada antes de que pudiera cruzarse con la suya, abrí la guantera y encontré unos pañuelos de papel. Mis dedos temblaban al limpiar los dados y, tras un momento de duda, los dejé caer en mi bolso de mano.

Después de buscar más adentro, encontré las toallitas. Sintiéndome triste, le pasé a Kisten la primera, y luego me limpié las manos con la segunda. Kisten conducía con facilidad a través de las transitadas calles nevadas y se limpió meticulosamente las cutículas al mismo tiempo. Cuando terminó, sostuvo su mano levantada esperando mi toallita usada, y se la di. Había una pequeña bolsa para la basura colgada detrás de mi asiento, y Kisten alargó el brazo sin esfuerzo alguno y tiró ambas toallitas. Sus manos eran tan firmes como las de un cirujano; sin embargo, yo doblé mis dedos sobre las palmas para ocultar el temblor de las mías.

Kisten se removió en su asiento, y casi pude verle expulsar la tensión cuando exhalaba. Estábamos en mitad de los Hollows; las luces de Cincinnati brillaban ante nosotros.

—Snap, crackle, pop
[2]
—pronunció en voz baja.

Le miré, desconcertada.

—¿Cómo dices? —pregunté, contenta de que mi voz sonara templada. Sí, le había visto derrotar a un aquelarre de brujos de magia negra con la fluida naturalidad de un depredador, pero si ahora quería charlar sobre cereales, por mí estaba bien.

Sonrió con sus labios cerrados, una señal de disculpa, o puede que de culpa, en la profundidad de sus ojos azules.

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