Read Antología de novelas de anticipación III Online
Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon
Tags: #Ciencia Ficción, Relato
Joe Harrison se sirvió una doble transfusión de Sangre de Rompedor.
—Diablos, esto es tan fuerte, que ni siquiera confío en mí mismo... Pero antes de profundizar en el asunto vamos a comprobar si realmente somos dos cerebros con una sola urdimbre.
—¡Adelante!
—Tema número uno: creemos que el noventa y cinco por ciento de la automatización está llevando la virtud del ocio demasiado lejos.
—De acuerdo.
—Tema número dos: queremos libertad para trabajar, así como libertad para divertirnos.
—De acuerdo.
—Tema número tres: queremos ganar nuestro sustento y nuestra propia estimación, y no queremos limosnas..., ni siquiera limosnas de veinte mil dólares al año.
—De acuerdo.
—Tema número cuatro: discutimos el derecho de cualquier Departamento Federal a declarar anticuados nuestros bienes y posesiones. Discutimos también el derecho a existir del mencionado Departamento.
—De acuerdo.
—Tema número cinco: nos gustaría destruir el sistema pacíficamente y empezar de nuevo..., pero no hemos descubierto aún una buena fórmula.
—De acuerdo.
—Tema número seis: somos unos rebeldes antisociales..., y demasiado desquiciados para disfrutar de los beneficios de este mundo maravilloso.
—De acuerdo.
Joe bebió un trago de Sangre de Rompedor e hipó.
—Bien..., James Eddington Sheaffer, a partir de este momento te declaro un refugiado
bona fide
. Y, en consecuencia, te condeno a un centenar de años de transporte retrospectivo...
—De acuerdo —dijo el doctor Sheaffer—. ¿Qué diablos quieres decir?
Joe sonrió y se puso en pie.
—¡Psst! Sígueme, refugiado. He estado trabajando en un camino de escape.
Tomó al doctor Sheaffer del brazo y le condujo a un salón.
En sus horas de forzado ocio el profesor Joseph Harrison, ex Director del Departamento de Física Sub-atómica de la
American Solar Engines Inc
., había concentrado su genio en transformar el salón en una copia de un bar del pasado siglo XIX. Había añadido también un par de interesantes refinamientos.
—Escupideras, serrín, auténtica luz de gas —dijo orgullosamente—. Únicamente el licor es
ersatz
... ¿Qué te parece?
—¡Maravilloso! —suspiró el doctor Sheaffer—. Aquello sí que era vivir... Pero, en lo que se refiere a ese camino de escape, te confieso que estoy sumamente intrigado.
Joe se acercó a una de las paredes del salón.
—Disculpa mi sentido de lo dramático —dijo. Luego, levantando los brazos, exclamó—: ¡Ábrete, Sésamo!
La pared se deslizó a un lado, dejando al descubierto un pequeño laboratorio de física lleno de extraños aparatos.
El doctor Sheaffer se quedó con la boca abierta.
—Una simple célula fotoeléctrica que reacciona al sonido —explicó Joe tranquilamente—. Ahora échale una mirada a eso.
Señalaba un ancho cilindro de metal, de unos tres pies de altura.
—Parece una lavadora ultrasónica —dijo el doctor Sheaffer, examinando un par de pequeños discos con unas raras graduaciones.
—Eso, querido delincuente, es la unidad propulsora del primer cronocarro. —Joe apartó el cilindro a un lado—. Ahora échale una mirada a eso.
Señalaba una amplia cúpula de plástico. Sus transparentes paredes, con la excepción de una pequeña puerta circular cerca de la base, estaban cruzadas por una intrincada red de cables verdes, azules y amarillos.
—Eso —continuó Joe después de una reverente pausa— es el cronocarro.
El doctor Sheaffer lo examinó atentamente.
—Parece una jaula para un loro gigante con tendencias homicidas —observó al fin—. Pero si tú dices que es un cronocarro, estoy de acuerdo en que es un cronocarro muy bonito... Ahora, ¿qué diablos
es
un cronocarro?
—En lenguaje llano, mi ignorante amigo, una máquina del tiempo.
—¿Una
qué
?
—Lo que has oído. Ahora vamos a unirnos a las señoras. La historia es un poco larga de contar.
Tomó al intrigado doctor Sheaffer del brazo y le arrastró suavemente fuera del laboratorio.
Luego Joe murmuró:
—¡Abracadabra!
La pared se deslizó hasta recobrar su posición normal.
El doctor Sheaffer parpadeó y contempló el bar estilo siglo XIX.
—Esta Sangre de Rompedor tiene unos efectos terribles —murmuró.
Entretanto, Emily estaba examinando el guardarropa ilegal de Patty. Consistía en dos vestidos larguísimos: uno de color verde esmeralda, y otro azul eléctrico. Y en dos enormes sombreros, uno de los cuales parecía una pequeña grupa de avestruz, y el otro un cuenco lleno de fruta.
Emily quedó maravillada ante aquellas soberbias creaciones que hubieran sido el
dernier cri
alrededor de 1900. Pero su asombro subió de punto cuando Patty, ruborizándose de placer, le mostró otros tesoros: un par de trajes de hombre, de color gris, con pantalones de tubo; un par de camisas de auténtico lino, con cuellos almidonados de dos pulgadas y dos corbatas de color carmesí.
En respuesta a la avalancha de preguntas, Patty dijo misteriosamente:
—Joe y yo estamos planeando una especie de vacaciones..., permanentes. Esperamos que a Jimmy y a ti les interese también. Aunque debo advertirte que se trata de un viaje sin regreso posible.
—¡Patty, me estás matando de curiosidad! ¡Cuéntamelo todo antes que estalle!
Patty sonrió, misteriosa.
—Querida, es una historia muy larga, y no quiero estropearle a Joe el placer de ser el primero en informarles. Espero que haya preparado ya a Jimmy. Vamos a comprobarlo.
Cuando estuvieron reunidos, el Profesor Joseph Harrison explicó los hechos fundamentales acerca de su cronocarro y de sus ilegales propósitos.
Tratándose de la primera máquina del tiempo, explicó, tenía las acostumbradas limitaciones de una obra experimental. Sólo podía transportar hacia atrás; y su alcance máximo era de un centenar de años, aproximadamente.
Pero lo importante era que ofrecía un medio de escapar del mundo de 1994; de la decepcionante Era de la Abundancia, de la insoportable Era de la Prosperidad: de un mundo apto para ser habitado únicamente por robots.
—De modo que podemos regresar a la era pre-atómica —concluyó Joe alegremente—, antes que la automación y la energía solar transformaran la faz de la Tierra. ¡Piensa en lo que eso significa, Jimmy! Si queremos, tú y yo podremos matarnos trabajando doce horas al día, seis días a la semana, cincuenta semanas al año. Podemos trabajar hasta que tengamos noventa años. ¡Nadie se opondrá a ello!
—Y podremos hacernos nuestros propios vestidos —añadió Patty alegremente—. Montones de vestidos. Y podremos cocinar nuestros propios alimentos, hacer visillos, comprar muebles viejos, y encender hermosos fuegos de leña en invierno. Podremos leer a O. Henry a la luz de una lámpara, y llevar la más fantástica ropa interior.
—Sin Rompedores —murmuró Emily, como arrobada—. Sin...
Pero el doctor Sheaffer estaba pensando en perspectivas más amplias.
—Joe —dijo, en tono soñador—, ¿qué me dices de un viaje a Kitty Hawk para echarles una mano a los hermanos Wright en sus experimentos de aerodinámica? ¿O tal vez a Detroit, para ayudar a resolver los problemas de producción del Ford modelo T? ¿O volar, quiero decir
navegar
, hasta Londres y hacerle unas cuantas sugerencias a Marconi? Más tarde, desde luego, podríamos ocuparnos del cinematógrafo... ¿Estás seguro que ese..., ese cronocarro funcionará, Joe? Creo que no podría sobrevivir a la decepción.
—Completamente seguro —le tranquilizó Joe—. Lo he construido a conciencia... Y no creerás que soy capaz de producir un aparato de mala calidad...
—No, pero...
—Lo he calculado con tanta precisión —continuó Joe—, que podremos celebrar el día de Año Nuevo de 1900. Nuestra llegada coincidirá con el estallido de las primeras botellas de champaña.
Emily casi bailaba de excitación.
—¡Sería maravilloso! —exclamó.
Joe miró al doctor Sheaffer con expresión interrogadora.
—¿Qué dices tú, Jimmy? Si quieres estar seguro del hecho que el cronocarro funcionará, tendremos que esperar a que te quemes las cejas luchando con conceptos tales como la duración infinita en una serie transfinita de estructuras espaciales... ¿O estás dispuesto a confiar en mí?
—No del todo —dijo el doctor Sheaffer con una sonrisa—. Pero correré el riesgo.
—Entonces, ¿a qué esperamos? —dijo Patty, sirviendo tranquilamente cuatro raciones de Sangre de Rompedor—. No hay ninguna época como la presente.
—¡Desde luego! —asintió alegremente Emily—. Por eso vamos a trasladarnos al pasado.
Levantaron sus vasos en un solemne brindis.
—Ahora —dijo Joe, tomando la dirección de las operaciones—, vamos a organizamos, muchachos. Patty tiene la lista de todo lo que necesitamos. Ella y Em lo recogerán todo, mientras tú y yo desmontamos el cronocarro. Luego lo cargaremos en los abejorros entre los cuatro. Utilizando los dos, podremos llevarlo todo en un solo viaje.
—¿Qué es lo que llevaremos en un solo viaje? —preguntó el doctor Sheaffer.
—El cronocarro, genio. Tenemos que llevarlo al desierto. No querrás que surjamos el día de Año Nuevo de 1900 en la casa de alguien, ¿verdad? Nuestra repentina presencia podría resultar difícil de explicar...
De pronto, la casa de los Harrison se convirtió en una activa colmena.
Era más de medianoche cuando los dos abejorros emprendieron el vuelo, a la luz de la estrellas. Mientras contemplaban las oscurecidas ciudades que se deslizaban por debajo de ellos, los cuatro evadidos no se sentían pesarosos ni culpables: experimentaban, por el contrario, una deliciosa sensación de libertad..., como escolares que se ausentan de clases.
Aterrizaron en el desierto un par de horas antes del amanecer. Aterrizaron cerca de una melancólica y sombría ciudad fantasma, que retornaría a la vida cuando el calendario hubiera dado marcha atrás.
—Bueno, ya hemos llegado —dijo Joe alegremente—. El punto sin retorno.
—Y viceversa —observó lacónicamente el doctor Sheaffer.
Mientras los hombres montaban el cronocarro a la claridad de los faros de los abejorros, Emily y Patty se embutían en sus trajes de época y luchaban con los maravillosos y descomunales sombreros.
Los trajes eran muy ajustados en determinadas zonas del cuerpo, y no permitían una gran libertad de movimientos; al principio, incluso el respirar resultaba difícil. Pero, para las dos mujeres, eran como el plumaje de un ave del paraíso. Diez minutos antes de la salida del sol, el cronocarro estaba montado y dispuesto para el gran viaje. Patty sacó café y bocadillos: una última colación simbólica de 1994.
—Está a punto de salir el sol —observó Joe, tragándose un último bocado de pollo—. Será mejor que pongamos manos a la obra antes que se haga de día. No me gustaría ver aparecer una patrulla de abejorros de la policía.
El doctor Sheaffer miró a su esposa y sonrió. Pensó que estaba muy atractiva, con su vestido de brillante tafetán verde y un gran cuenco de fruta en la cabeza.
—¿Dispuesta, Em? Todavía estás a tiempo de volverte atrás.
Emily le devolvió la sonrisa.
—Dispuesta, querido —dijo—. La Utopía está donde uno la encuentra.
Para el mundo de 1994, era un adecuado epitafio: para el inminente mundo de 1900, era una bienvenida optimista.
Joe y Patty habían entrado ya en el cronocarro. El doctor Sheaffer besó a su esposa cariñosamente y la tomó de la mano. Súbitamente, también ellos se encontraron a bordo, encerrados en una pequeña carabela, capitaneada por el Profesor Joseph Harrison, el nuevo Colón del Tiempo.
Por el horizonte asomó el rojizo disco del sol. Joe concentró su atención en los instrumentos del tablero de mandos, y empezó a contar los segundos en voz muy baja. Luego pulsó un interruptor. Por unos instantes, el desierto pareció sumergirse en una dorada luz de amanecer; luego repentinamente, hubo una interminable y parpadeante sucesión de días y de noches; incluso con los ojos cerrados y tapándose los oídos con las manos, los cuatro fugitivos del tiempo percibían la cálida carrera del sol, la fría zarabanda de las estrellas y el rugido de un poderoso viento.
Pero, finalmente, el salto en el tiempo llegó a su término, y el desierto y el cielo volvieron a quedar inmóviles. Joe abrió los ojos y contempló fijamente el tablero de mandos.
—¡Lo he conseguido! —exclamó, con emocionado asombro—. ¡Ha funcionado!
Unos instantes después, cuatro maravillados seres humanos se bajaban del cronocarro y posaban sus plantas en un mundo en el que se iniciaba un nuevo día, un nuevo año y un nuevo siglo.
El doctor Sheaffer miró hacia lo que en el mundo de 1994 había sido una silenciosa ciudad fantasma. Había dejado de ser una ciudad fantasma, para convertirse en un torbellino de ruido y de luz..., símbolo del mundo turbulento y optimista de 1900.
—¡Miren! —dijo el doctor Sheaffer, con la voz impregnada de entusiasmo y de temor—. ¡La Historia está ya encima de nosotros!
Tomados de la mano los cuatro refugiados —fugitivos de una Utopía que había fracasado— se dispusieron a entrar en una época que, a pesar de todas sus limitaciones, era una época de oportunidades...
Un extraño y atareado mundo. Un mundo desordenado y desaliñado. Demasiado desordenado para someterse al calculado celo de los Planificadores; demasiado ocupado para rechazar los sueños y las energías de los hombres.
Edmund Cooper
La nave de las Naciones Unidas planeó como un halcón sobre el vasto desierto, y luego alzó el vuelo repentinamente como si hubiera decidido que, a fin de cuentas, no valía la pena posarse sobre Marte. Pero al llegar a los diez mil metros, la ascensión quedó interrumpida en un instante de inmóvil belleza; la nave se sentó ligeramente sobre una cola de llama verde, suspendida entre las estrellas y su punto de destino, hasta que imperceptiblemente la llama perdió intensidad y la nave descendió suavemente hacia la árida extensión.
El aterrizaje fue suave y normal. Tan suave como si se tratara del centésimo aterrizaje de una nave interplanetaria corriente conducida por una experta y curtida tripulación. Sin embargo, daba la casualidad —y la fecha quedaría anotada en los manuales de historia para tormento de los escolares— de que ni la nave de las Naciones Unidas ni cualquier otro vehículo terrestre había visitado nunca el Planeta Rojo. Y sus tripulantes eran los primeros seres humanos que se aventuraban más allá de la Luna.