Así habló Zaratustra (34 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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¡Y sin embargo! Y sin embargo ¡qué poco ha faltado para que ambos se acariciasen, ese perro y ese solitario! ¡Pues am­bos son solitarios!»

«Quienquiera que seas, dijo, todavía furioso, el pisado, ¡también con tu parábola me pisoteas, y no sólo con tu pie!

Mira, ¿es que yo soy un perro?» y en ese momento el sen­tado se levantó y sacó su brazo desnudo del pantano. Antes, en efecto, había estado tendido en el suelo, oculto e irreconoci­ble, como quienes acechan la caza de los pantanos.

«¡Pero qué estás haciendo!, exclamó Zaratustra asustado, pues veía que por el desnudo brazo corría mucha sangre, ¿qué te ha ocurrido? ¿Te ha mordido, desgraciado, un perver­so animal?»

El que sangraba rió, aunque todavía estaba encolerizado. «¡Qué te importa!, dijo, y quiso marcharse. Aquí estoy en mi casa y en mis dominios. Pregúnteme quien quiera: a un maja­dero difícilmente le responderé.»

«Te engañas, dijo Zaratustra compadecido, y lo retuvo, te engañas: aquí no estás en tu casa, sino en mi reino, y en él a nadie debe ocurrirle daño alguno.
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Llámame como quieras, yo soy el que tengo que ser. El nombre que me doy a mí mismo es Zaratustra.

¡Bien! Por ahí sube el camino que lleva hasta la caverna de Za­ratustra: no está lejos, ¿no quieres cuidar tus heridas en mi casa?

Mal te ha ido, desgraciado, en esta vida: primero te mordió el animal, y luego ¡te pisó el hombre! »

Pero cuando el pisado oyó el nombre de Zaratustra, se transformó. «¡Qué me pasa!, exclamó, ¿quién me interesa aún en esta vida si no ese solo hombre, a saber, Zaratustra, y ese único animal que vive de la sangre, la sanguijuela?

A causa de la sanguijuela estaba yo aquí tendido junto a este pantano como un pescador, y ya mi brazo extendido ha­bía sido picado diez veces cuando aún me pica, buscando mi sangre, un erizo más hermoso, Zaratustra mismo!

¡Oh felicidad! ¡Oh prodigio! ¡Bendito sea este día que me indujo a venir a este pantano! ¡Bendita sea la mejor y más viva de las ventosas que hoy viven, bendito sea Zaratustra, gran sanguijuela de conciencias!»

Así habló el pisado; y Zaratustra se alegró de sus palabras y de sus delicados y respetuosos modales: «¿Quién eres?, pre­guntó y le tendió la mano, entre nosotros queda mucho que aclarar y que despejar: pero ya, me parece, se está haciendo de día, un día puro y luminoso».

«Yo soy el concienzudo del espíritu, respondió el interroga­do, y en las cosas del espíritu difícilmente hay alguien que las tome con mayor rigor, severidad y dureza que yo, excepto aquel de quien yo he aprendido eso, Zaratustra mismo.

¡Es preferible no saber nada que saber mucho a medias! ¡Es preferible ser un necio por propia cuenta que un sabio con arreglo a pareceres ajenos! Yo voy al fondo:

¿qué importa que éste sea grande o pequeño? ¿Que se lla­me pantano o cielo? Un palmo de fondo me basta: ¡con tal que sea verdaderamente fondo y suelo!

un palmo de fondo: sobre él puede uno estar de pie. En la verdadera ciencia concienzuda no hay nada grande ni nada pequeño.»

«¿Entonces tú eres acaso el conocedor de la sanguijuela?, preguntó Zaratustra; ¿y estudias la sanguijuela hasta sus últi­mos fondos, tú concienzudo?»

«Oh Zaratustra, respondió el pisado, eso sería una enormi­dad, ¡cómo iba a serme lícito atreverme a tal cosa!

En lo que yo soy un maestro y un conocedor es en el cere­bro de la sanguijuela: ¡ése es mi mundo!

¡También ése es un mundo! Mas perdona el que aquí tome la palabra mi orgullo, pues en esto no tengo igual. Por ello dije “aquí estoy en mi casa”.

¡Cuánto tiempo hace ya que estudio esa única cosa, el cere­bro de la sanguijuela, para que la escurridiza verdad no se me escurra ya aquí! ¡Aquí está mi reino!

por esto eché por la borda todo lo demás, por esto se me volvió indiferente todo lo demás; y justo al lado de mi saber acampa mi negra ignorancia.

Mi conciencia del espíritu quiere de mí que yo sepa una úni­ca cosa y que no sepa nada de lo demás: ¡siento náuseas de todas las medianías del espíritu, de todos los vaporosos, fluctuantes, soñadores.

Donde mi honestidad acaba, allí yo soy ciego y quiero tam­bién serlo. Pero donde quiero saber, allí quiero también ser honesto, es decir, duro, riguroso, severo, cruel, implacable.

El que en otro tiempo
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tú dijeras, oh Zaratustra: “Espíritu es la vida que se saja a sí misma en vivo”, eso fue lo que me lle­vó a tu doctrina y me indujo a seguirla. Y, en verdad, ¡con mi propia sangre he aumentado mi propio saber!»

«Como la evidencia enseña»,
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se le ocurrió a Zaratustra; pues aún seguía corriendo la sangre por el brazo desnudo del concienzudo. Diez sanguijuelas, en efecto, se habían agarrado a él.

«¡Oh tú, extraño compañero, cuántas cosas me enseña esta evidencia, es decir, tú mismo! ¡Y tal vez no me sea lícito va­ciarlas todas ellas en tus severos oídos!

¡Bien! ¡Separémonos aquí! Pero me gustaría volver a en­contrarte. Por ahí sube el camino que lleva hasta mi caverna: ¡hoy por la noche debes ser mi huésped querido!

También me gustaría reparar en tu cuerpo el que Zaratus­tra te haya pisado: sobre eso reflexiono. Pero ahora me llama un grito de socorro que me obliga a alejarme de ti a toda pri­sa.»

Así habló Zaratustra.

* * *

El mago
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1

Y cuando Zaratustra dio la vuelta a una roca vio no lejos de­bajo de sí, en el mismo camino, a un hombre que agitaba los miembros como un loco furioso y que, finalmente, cayó de bruces en tierra. «¡Alto!, dijo entonces Zaratustra a su cora­zón, ése de ahí tiene que ser sin duda el hombre superior, de él venía aquel perverso grito de socorro, voy a ver si se le puede ayudar.» Mas cuando llegó corriendo al lugar donde el hombre yacía en el suelo encontró a un viejo tembloroso, con los ojos fijos, y aunque Zaratustra se esforzó mucho por levantarlo y ponerlo de nuevo en pie, fue inútil. El des­graciado no parecía ni siquiera advertir que alguien estu­viese junto a él; antes bien, no hacía otra cosa que mirar a su alrededor, con gestos conmovedores, como quien ha sido abandonado por todo el mundo y dejado solo. Pero al fin, tras muchos temblores, convulsiones y contorsiones, co­menzó a lamentarse de este modo:
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«Quién me calienta, quién me ama todavía?

¡Dadme manos ardientes!

¡Dadme braseros para el corazón!

¡Postrado en tierra, temblando de horror,

Semejante a un mediomuerto, a quien la gente le calienta los pies

Agitado, ¡ayl, por fiebres desconocidas,

Temblando ante las agudas, gélidas flechas del escalofrío,

Acosado por ti, ¡pensamiento!

¡Innombrable! ¡Encubierto! ¡Espantoso!

¡Tú, cazador oculto detrás de nubes!

Fulminado a tierra por ti,

Ojo burlón que me miras desde lo oscuro:

Así yazgo,

Me encorvo, me retuerzo, atormentado

Por todas las eternas torturas,

Herido

Por ti, el más cruel de los cazadores,

¡Tú desconocido Dios!
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¡Hiere más hondo,

Hiere otra vez!

¡Taladra, rompe este corazón!

¿Por qué esta tortura

Con flechas embotadas?

¿Por qué vuelves a mirar,

No cansado del tormento del hombre,

Con ojos crueles, como rayos divinos?

¿No quieres matar,

Sólo torturar, torturar?

¿Para qué torturarme a mí,

Tú cruel, desconocido Dios?

¡Ay, ay! ¿Te acercas a escondidas?

¿En esta medianoche

Qué quieres? ¡Habla!

Me acosas, me oprimes

¡Ay! ¡ya demasiado cerca!

¡Fuera! ¡Fuera!

Me oyes respirar,

Escuchas mi corazón.

Auscultas mi corazón,

Tú celoso

Pero ¿celoso de qué?

¡Fuera! ¡Fuera! ¿Para qué esa escala?

¿Quieres entrar dentro,

en el corazón,

Penetrar en mis más ocultos

Pensamientos?

¡Desvergonzado! ¡Desconocido ladrón!

¿Qué quieres robar?

¿Qué quieres escuchar?

¿Qué quieres arrancar con tormentos?

¡Tú atormentador!

¡Tú Dios-verdugo!

¿O es que debo, como el perro,

Arrastrarme delante de ti?

¿Sumiso, fuera de mí de entusiasmo,

Menear la cola declarándote mi amor?

¡En vano! ¡Sigue pinchando,

Cruelísimo aguijón! No,

No un perro tu caza soy tan sólo,

¡Cruelísimo cazador!

Tu más orgulloso prisionero,

¡Salteador oculto detrás de nubes!

Habla por fin,

¿Qué quieres tú, salteador de caminos, de mí?

¡Tú oculto por el rayo! ¡Desconocido! Habla,

¿Qué quieres tú, desconocido Dios?

¿Cómo? ¿Dinero de rescate?

¿Cuánto dinero de rescate quieres?

Pide mucho ¡te lo aconseja mi segundo orgullo!

¡Ay, ay!

¿A mí es a quien quieres? ¿A mí?

¿A mí entero?

¡Ay, ay!

¿Y me torturas, necio,

Atormentas mi orgullo?

Dame amor ¿quién me calienta todavía?

¿Quién me ama todavía? dame manos ardientes,

Dame braseros para el corazón,

Dame a mí, al más solitario de todos,

Al que el hielo, ay, un séptuplo hielo

Enseña a desear

Incluso enemigos,

Enemigos,

Dame, sí, entrégame,

Cruelísimo enemigo,

Dame ¡a ti mismo!

¡Se fue!

¡Huyó también él,

Mi último y único compañero,

Mi gran enemigo,

Mi desconocido,

Mi Dios-verdugo!

¡No! ¡Vuelve

Con todas tus torturas!

¡Oh, vuelve

Al último de todos los solitarios!

¡Todos los arroyos de mis lágrimas

Corren hacia ti!

¡Y la última llama de mi corazón

Para ti se alza ardiente!

¡Oh, vuelve,

Mi desconocido Dios!¡Mi dolor!¡Mi última felicidad!

2

Mas aquí Zaratustra no pudo contenerse por más tiempo, tomó su bastón y golpeó con todas sus fuerzas al que se lamen­taba. «¡Deténte!, le gritaba con risa llena de rabia, ¡deténte, co­mediante! ¡Falsario! ¡Mentiroso de raíz! ¡Yo te conozco bien!

¡Yo voy a calentarte las piernas, mago perverso, entiendo mucho de calentar a gentes como tú!»

«¡Basta, dijo el viejo levantándose de un salto del suelo, no me golpees más, oh Zaratustra! ¡Esto yo lo hacía tan sólo porjuego!

Tales cosas forman parte de mi arte; ¡al darte esta prueba he querido ponerte a prueba a ti mismo! Y, en verdad, ¡has adi­vinado bien mis intenciones!

Pero también tú me has dado una prueba no pequeña de ti: ¡eres duro, sabio Zaratustra! ¡Golpeas duramente con tus “verdades”, tu garrota me fuerza a decir esta verdad!»

«No me adules, respondió Zaratustra, todavía irritado, con mirada sombría, ¡comediante de raíz! Tú eres falso: ¡qué hablas tú de verdad!

Tú pavo real de los pavos reales, tú mar de vanidad, ¿qué pa­pel has representado delante de mí, mago perverso, en quién debía yo creer cuando te lamentabas de aquella manera?»

«El penitente del espíritu, dijo el viejo, ese personaje es el que yo representaba: ¡tú mismo inventaste en otro tiempo
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esa expresión

el poeta y mago que acaba por volver su espíritu contra sí mismo, el transformado que se congela a causa de su mal­vada ciencia y de su malvada conciencia.

Y confiésalo: ¡mucho tiempo pasó, oh Zaratustra, hasta que descubriste mi arte y mi mentira! Tú creías en mi necesidad cuando me sostenías la cabeza con ambas manos,

yo te oía lamentarte “¡lo han amado demasiado poco, demasiado poco!” De haberte yo engañado hasta tal punto, de eso se regocijaba íntimamente mi maldad.»

«Es posible que hayas engañado a otros más sutiles que yo, dijo Zaratustra con dureza. Yo no estoy en guardia contra los engañadores, yo tengo que estar sin cautela: así lo quiere mi suerte.
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Pero tú tienes que engañar: ¡hasta ese punto te conozco! ¡Tú tienes que tener siempre dos, tres, cuatro y cinco sentidos! ¡Tampoco eso que ahora has confesado ha sido ni bastante verdadero ni bastante falso para mí!

Tú perverso falsario, ¡cómo podrías actuar de otro modo! Acicalarías incluso tu enfermedad si te mostrases desnudo a tu médico.

Y así acabas de acicalar ante mí tu mentira al decir: “¡esto yo lo hacía tan sólo por juego!” También había seriedad en ello, ¡tú eres en cierta medida un penitente del espíritu!

Yo te comprendo bien: te has convertido en el encantador de todos, mas para ti no te queda ya ni una mentira ni una as­tucia, ¡tú mismo estás para ti desencantado!

Has cosechado la náusea como tu única verdad. Ninguna palabra es ya en ti auténtica, pero sí lo es tu boca, es decir: la náusea que está pegada a tu boca».

«¡Quién crees que eres!, gritó en este momento el mago con voz altanera, ¿a quién le es lícito hablarme así a mí, que soy el más grande de los que hoy viven?» y un rayo verde salió dis­parado de sus ojos contra Zaratustra. Pero inmediatamente después cambió de expresión y dijo con tristeza:

«Oh Zaratustra, estoy cansado, siento náuseas de mis artes, yo no soy grande ¡por qué fingir! Pero tú sabes bien que ¡yo he buscado la grandeza!

Yo he querido representar el papel de un gran hombre, y persuadí a muchos de que lo era: mas esa mentira era superior a mis fuerzas. Contra ella me destrozo:

Oh Zaratustra, todo es mentira en mí; mas que yo estoy destrozado ¡ese estar yo destrozado es auténtico!»

«Te honra, dijo Zaratustra sombrío, bajando y desviando la mirada, te honra, pero también te traiciona, el haber buscado la grandeza. Tú no eres grande.

Viejo mago perverso, lo mejor y más honesto que tú tienes, lo que yo honro en ti, es esto, el que te hayas cansado de ti mis­mo y hayas dicho: “yo no soy grande”.

En esto yo te honro como a un penitente del espíritu: y si bien sólo fue por un momento, en ese único instante has sido auténtico.

Mas dime, ¿qué buscas tú aquí en mis bosques y entre mis rocas? Y cuando te colocaste en mi camino, ¿qué prueba que­rías de mí?

¿en qué querías tentarme a mí?»

Así habló Zaratustra, y sus ojos centelleaban. El viejo mago calló un momento, luego dijo: «¿Te he tentado yo a ti? Yo busco únicamente.
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