Read Así habló Zaratustra Online
Authors: Friedrich Nietzsche
Canta y cubre los ruidos con tus bramidos, oh Zaratustra, cura tu alma con nuevas canciones: ¡para que puedas llevar tu gran destino, que no ha sido aún el destino de ningún hombre!
Pues tus animales saben bien, oh Zaratustra, quién eres tú y quién tienes que llegar a ser: tú eres el maestro del eterno retorno,
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¡ése es tu destino!
El que tengas que ser el primero en enseñar esta doctrina, ¡cómo no iba a ser ese gran destino también tu máximo peligro y tu máxima enfermedad!
Mira, nosotros sabemos lo que tú enseñas: que todas las cosas retornan eternamente, y nosotros mismos con ellas, y que nosotros hemos existido ya infinitas veces, y todas las cosas con nosotros.
Tú enseñas que hay un gran año del devenir, un monstruo de gran año: una y otra vez tiene éste que darse la vuelta, lo mismo que un reloj de arena, para volver a transcurrir y a vaciarse:
de modo que todos estos años son idénticos a sí mismos, en lo más grande y también en lo más pequeño, de modo que nosotros mismos somos idénticos a nosotros mismos en cada gran año, en lo más grande y también en lo más pequeño.
Y si tú quisieras morir ahora, oh Zaratustra: mira, también sabemos cómo te hablarías entonces a ti, mismo: ¡mas tus animales te ruegan que no mueras todavía!
Hablarías sin temblar, antes bien dando un aliviador suspiro de bienaventuranza: ¡pues una gran pesadez y un gran sofoco se te quitarían de encima a ti, el más paciente de todos los hombres!
“Ahora muero y desaparezco, dirías, y dentro de un instante seré nada. Las almas son tan mortales como los cuerpos.
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Pero el nudo de las causas, en el cual yo estoy entrelazado, retorna, ¡él me creará de nuevo! Yo mismo formo parte de las causas del eterno retorno.
Vendré otra vez, con este sol, con esta tierra, con este águila, con esta serpiente no a una vida nueva o a una vida mejor o a una vida semejante:
vendré eternamente de nuevo a esta misma e idéntica vida, en lo más grande y también en lo más pequeño, para enseñar de nuevo el eterno retorno de todas las cosas,
para decir de nuevo la palabra del gran mediodía de la tierra y de los hombres, para volver a anunciar el superhombre a los hombres.
He dicho mi palabra, quedo hecho pedazos a causa de ella: así lo quiere mi suerte eterna , ¡perezco como anunciador!
Ha llegado la hora de que el que se hunde en su ocaso se bendiga a sí mismo. Así acaba el ocaso de Zaratustrd”».
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Cuando los animales hubieron dicho estas palabras callaron y aguardaron a que Zaratustra les dijese algo: mas Zaratustra no oyó que ellos callaban. Antes bien, yacía en silencio, con los ojos cerrados, semejante a un durmiente, aunque ya no dormía: pues se hallaba en conversación con su alma. Pero la serpiente y el águila, al encontrarlo tan silencioso, honraron el gran silencio que lo rodeaba y se alejaron con cuidado.
* * *
Oh alma mía,
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yo te he enseñado a decir «Hoy» como se dice «Alguna vez» y «En otro tiempo» y a bailar tu ronda por encima de todo Aquí y Ahí y Allá.
Oh alma mía, yo te he redimido de todos los rincones, yo he apartado de ti el polvo, las arañas y la penumbra.
Oh alma mía, yo te he lavado del pequeño pudor y de la virtud de los rincones y te persuadí a estar desnuda ante los ojos del sol.
Con la tempestad llamada «Espíritu» soplé sobre tu mar agitado; todas las nubes las expulsé de él soplando, estrangulé incluso al estrangulador llamado «Pecado».
Oh alma mía, te he dado el derecho de decir no como la tempestad y de decir sí como dice sí el cielo abierto: silenciosa como la luz te encuentras ahora, y caminas a través de tempestades de negación.
Oh alma mía, te he devuelto la libertad sobre lo creado y lo increado: ¿y quién conoce la voluptuosidad de lo futuro como tú la conoces?
Oh alma mía, te he enseñado el despreciar que no viene como una carcoma, el grande, amoroso despreciar, que ama máximamente allí donde máximamente desprecia.
Oh alma mía, te he enseñado a persuadir de tal modo que persuades a venir a ti a los argumentos mismos: semejante al sol, que persuade al mar a subir hasta su altura.
Oh alma mía, he apartado de ti todo obedecer, todo doblar la rodilla y todo llamar «señor» a otro, te he dado a ti misma el nombre «Viraje de la necesidad»
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y «Destino».
Oh alma mía, te he dado nuevos nombres y juguetes multicolores, te he llamado «Destino» y «Contorno de los contornos» y «Ombligo del tiempo» y «Campana azur».
Oh alma mía, a tu terruño le he dado a beber toda sabiduría, todos los vinos nuevos y también todos los vinos fuertes, inmemorialmente viejos, de la sabiduría.
Oh alma mía, todo sol lo he derramado sobre ti, y toda noche y todo callar y todo anhelo: así has crecido para mí cual una viña.
Oh alma mía, inmensamente rica y pesada te encuentras ahora, como una viña, con hinchadas ubres y densos y dorados racimos de oro:
apretada y oprimida por tu felicidad, aguardando a causa de tu sobreabundancia, y avergonzada incluso de tu aguardar.
¡Oh alma mía, en ninguna parte hay ahora un alma que sea más amorosa y más comprehensiva y más amplia que tú! El futuro y el pasado ¿dónde estarían más próximos y juntos que en ti?
Oh alma mía, te he dado todo, y todas mis manos se han vaciado por ti: ¡y ahora! Ahora me dices, sonriente y llena de melancolía: «¿Quién de nosotros tiene que dar las gracias?
¿el que da no tiene que agradecer que el que toma tome? ¿Hacer regalos no es una necesidad? ¿Tomar no es un apiadarse?»
Oh alma mía, comprendo la sonrisa de tu melancolía: ¡También tu inmensa riqueza extiende ahora manos anhelantes!
¡Tu plenitud mira por encima de mares rugientes y busca y aguarda; el anhelo de la sobreplenitud mira desde el cielo de tus ojos sonrientes!
¡Y, en verdad, oh alma mía! ¿Quién vería tu sonrisa y no se desharía en lágrimas? Los ángeles mismos se deshacen en lágrimas a causa de la sobrebondad de tu sonrisa.
Tu bondad y tu sobrebondad son las que no quieren lamentarse y llorar: y, sin embargo, oh alma mía, tu sonrisa anhela las lágrimas, y tu boca trémula, los sollozos.
«¿No es todo llorar un lamentarse? ¿Y no es todo lamentarse un acusar?» Así te hablas a ti misma, y por ello, oh alma mía, prefieres sonreír a desahogar tu sufrimiento,
¡a desahogar en torrentes de lágrimas todo el sufrimiento que te causan tu plenitud y todos los apremios de la viña para que vengan viñadores y podadores!
Pero tú no quieres llorar, no quieres desahogar en lágrimas tu purpúrea melancolía, ¡por eso tienes que cantar, oh alma mía! Mira, yo mismo sonrío, yo te predije estas cosas:
cantar, con un canto rugiente, hasta que todos los mares se callen para escuchar tu anhelo,
hasta que sobre silenciosos y anhelantes mares se balancee la barca, el áureo prodigio, en torno a cuyo oro dan brincos todas las cosas malas y prodigiosas:
también muchos animales grandes y pequeños, y todo lo que tiene prodigiosos pies ligeros para poder correr sobre senderos de color violeta,
hacia el áureo prodigio, hacia la barca voluntaria y su dueño: pero éste es el vendimiador, que aguarda con una podadera de diamante,
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tu gran liberador, oh alma mía, el sin-nombre ¡al que sólo cantos futuros encontrarán un nombre! Y, en verdad, tu aliento tiene ya el perfume de cantos futuros,
¡ya tú ardes y sueñas, ya bebes tú, sedienta, de todos los consoladores pozos de sonoras profundidades, ya descansa tu melancolía en la bienaventuranza de cantos futuros!
Oh alma mía, ahora te he dado todo, e incluso lo último que tenía, y todas mis manos se han vaciado por ti: ¡el mandarte cantar, mira, esto era mi última cosa!
El mandarte cantar, y ahora habla, di: ¿quién de nosotros tiene ahora que dar las gracias? O mejor: ¡canta para mí, canta, oh alma mía! ¡Y déjame que sea yo el que dé las gracias!
Así habló Zaratustra.
* * *
«En tus ojos he mirado hace un momento, oh vida:
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oro he visto centellear en tus nocturnos ojos, mi corazón se quedó paralizado ante esa voluptuosidad:
¡una barca de oro he visto centellear sobre aguas nocturnas, una balanceante barca de oro que se hundía, bebía agua, tornaba a hacer señas!
A mi pie, furioso de bailar, lanzaste una mirada, una balanceante mirada que reía, preguntaba, derretía:
Sólo dos veces agitaste tus castañuelas con pequeñas manos entonces se balanceó ya mi pie con furia de bailar.
Mis talones se irguieron, los dedos de mis pies escuchaban para comprenderte: lleva, en efecto, quien baila sus oídos ¡en los dedos de sus pies!
Hacia ti di un salto: tú retrocediste huyendo de él; ¡y hacia mí lanzó llamas la lengua de tus flotantes cabellos fugitivos!
Di un salto apartándome de ti y de tus serpientes: entonces tú te detuviste, medio vuelta, los ojos llenos de deseo.
Con miradas sinuosas me enseñas senderos sinuosos; en ellos mi pie aprende ¡astucias!
Te temo cercana, te amo lejana; tu huida me atrae, tu buscar me hace detenerme: yo sufro, ¡mas qué no he sufrido con gusto por ti!
Cuya frialdad inflama, cuyo odio seduce, cuya huida ata, cuya burla conmueve:
¡quién no te odiaría a ti, gran atadora, envolvedora, tentadora, buscadora, encontradora! ¡Quién no te amaría a ti, pecadora inocente, impaciente, rápida como el viento, de ojos infantiles!
¿Hacia dónde me arrastras ahora, criatura prodigiosa y niña traviesa? ¡Y ahora vuelves a huir de mí, dulce presa y niña ingrata!
Te sigo bailando, te sigo incluso sobre una pequeña huella. ¿Dónde estás? ¡Dame la mano! ¡O un dedo tan sólo!
Aquí hay cavernas y espesas malezas: ¡nos extraviaremos! ¡Alto! ¡Párate! ¿No ves revolotear búhos y murciélagos?
¡Tú búho! ¡Tú murciélago! ¿Quieres burlarte de mí? ¿Dónde estamos? De los perros has aprendido este aullar y ladrar.
¡Tú me gruñes cariñosamente con blancos dientecillos, tus malvados ojos saltan hacia mí desde ensortijadas melenitas!
Éste es un baile a campo traviesa: yo soy el cazador ¿tú quieres ser mi perro, o mi gamuza?
¡Ahora, a mi lado! ¡Y rápido, maligna saltadora!
¡Ahora, arriba! ¡Y al otro lado! ¡Ay! ¡Me he caído yo mismo al saltar!
¡Oh, mírame yacer en el suelo, tú arrogancia, e implorar gracia! ¡Me gustaría recorrer contigo senderos más agradables!
¡senderos del amor, a través de silenciosos bosquecillos multicolores! O allí a lo largo del lago: ¡allí nadan y bailan peces dorados!
¿Ahora estás cansada? Allá arriba hay ovejas y atardeceres: ¿no es hermoso dormir cuando los pastores tocan la flauta?
¿Tan cansada estás? ¡Yo te llevo, deja tan sólo caer los brazos! Y si tienes sed, yo tendría sin duda algo, ¡mas tu boca no quiere beberlo!
¡Oh esta maldita, ágil, flexible serpiente y bruja escurridiza! ¿Adónde has ido? ¡Mas en la cara siento, de tu mano, dos huellas y manchas rojas!
¡Estoy en verdad cansado de ser siempre tu estúpido pastor! Tú bruja, hasta ahora he cantado yo para ti, ahora tú debes ¡gritar para mí!
¡Al compás de mi látigo debes bailar y gritar para mí! «Acaso he olvidado el látigo? ¡No!»
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Entonces la vida me respondió así, y al hacerlo se tapaba los graciosos oídos:
«¡Oh Zaratustra! ¡No chasquees tan horriblemente el látigo! Tú lo sabes bien: el ruido asesina los pensamientos y ahora precisamente me vienen pensamientos tan gráciles.
Nosotros somos, ambos, dos haraganes que no hacemos ni bien ni mal. Más allá del bien y del mal hemos encontrado nuestro islote y nuestro verde prado ¡nosotros dos solos! ¡Ya por ello tenemos que ser buenos el uno para el otro!
Y aunque no nos amemos a fondo, ¿es necesario guardarse rencor si no se ama a fondo?
Y que yo soy buena contigo, y a menudo demasiado buena, eso lo sabes tú: y la razón es que estoy celosa de tu sabiduría. ¡Ay, esa loca y vieja necia de la sabiduría!
Si alguna vez se apartase de ti tu sabiduría, ¡ay!, entonces se apartaría de ti rápidamente también mi amor.»
En este punto la vida miró pensativa detrás de sí y en torno a sí y dijo en voz baja: «¡Oh Zaratustra, tú no me eres bastante fiel!
No me amas ni mucho menos tanto como dices, yo lo sé, tú piensas que pronto vas a abandonarme.
Hay una vieja, pesada, pesada campana retumbante:
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ella retumba por la noche y su sonido asciende hasta tu caverna:
cuando a medianoche oyes dar la hora a esa campana, tú piensas en esto entre la una y las doce
tú piensas en esto, oh Zaratustra, yo lo sé, ¡en que pronto vas a abandonarme!»
«Sí, contesté yo titubeante, pero tú sabes también esto.» Y le dije algo al oído, por entre los alborotados, amarillos, insensatos mechones de su cabello.
«¿Tú sabes eso, oh Zaratustra? Eso no lo sabe nadie.»
Y nos miramos uno a otro y contemplamos el verde prado, sobre el cual empezaba a correr el fresco atardecer, y lloramos juntos. Entonces, sin embargo, me fue la vida más querida que lo que nunca me lo ha sido toda mi sabiduría.
Así habló Zaratustra.
¡Una!
¡Oh hombre! ¡Presta atención!
¡Dos!
¿Qué dice la profunda medianoche?
¡Tres!
«Yo dormía, dormía,
¡Cuatro!
De un profundo soñar me he despertado:
¡Cinco!
El mundo es profundo,
¡Seis!
Y más profundo de lo que el día ha pensado.
¡Siete!
Profundo es su dolor,
¡Ocho!
El placer es aún más profundo que el sufrimiento:
¡Nueve!
El dolor dice: ¡Pasa!
¡Diez!
Mas todo placer quiere eternidad,
¡Once!
¡quiere profunda, profunda eternidad!»
¡Doce!
* * *
Si yo soy un adivino y estoy lleno de aquel espíritu vaticinador que camina sobre una elevada cresta entre dos mares,
que camina como una pesada nube entre lo pasado y lo futuro,
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hostil a las hondonadas sofocantes y a todo lo que está cansado y no es capaz ni de vivir ni de morir: