—Política. Propaganda. La idea es que la gente se anime a ponerse bajo la protección del pontificado y a cambio se les exige cierta lealtad.
—¡Qué práctico! Pero aun así, ¿no deberíamos marcharnos?
Ezio de pronto se sintió agotado, lo que no era de sorprender. Le dolía hasta el alma.
—No volverán esta noche. No menosprecies tu destreza, Ezio, los hombres lobo no son luchadores, ni siquiera asesinos. Los Borgia los utilizan como intermediarios de confianza, pero su función principal es asustar. Son unas pobres almas engañadas a las que los Borgia han lavado el cerebro para que trabajen para ellos. Creen que sus nuevos señores les ayudarán a reconstruir la antigua Roma desde el principio. Los fundadores de Roma fueron Rómulo y Remo, que de bebés fueron amamantados por una loba.
—Recuerdo la leyenda.
—Para los hombres lobo, los pobres, no es ninguna leyenda. Pero son una herramienta bastante peligrosa en manos de los Borgia. —Hizo una breve pausa—. Bueno, ¿y la carta? Enséñame también esos papeles que dices haber cogido de la guarida de los hombres lobo. Bien hecho, por cierto.
—Si es que sirven de algo.
—Ya lo veremos. Dame la carta.
—Aquí la tienes.
Maquiavelo rompió el sello del pergamino a toda prisa.
—
Cazzo
—masculló—, está codificado.
—¿A qué te refieres?
—Se suponía que era un texto sencillo. Vinicio es (o era) uno de mis topos entre los Borgia. Me dijo que venía de una buena fuente. ¡Qué tonto! Están transmitiendo la información en código. Sin las equivalencias no tenemos nada.
—Tal vez los papeles que he cogido nos sirvan de ayuda.
Maquiavelo sonrió.
—¡ Cielos, Ezio! A veces doy gracias a Dios por estar en el mismo bando que tú. Echemos un vistazo.
Rápidamente ojeó las hojas con las que se había hecho Ezio y su cara dejó de reflejar preocupación.
—¿Es bueno?
—Creo... tal vez... —Continuó leyendo y su frente volvió a arrugarse—. ¡Sí! ¡Por Dios, sí! ¡Creo que lo tenemos!
Le dio una palmada a Ezio en el hombro y se rio.
Ezio se rio también.
—¿Ves? A veces la lógica no es el único modo de ganar una guerra. La suerte también puede contribuir.
Andiamo!
Antes has dicho que tenemos aliados en la ciudad. Vamos, llévame hasta ellos.
—Sígueme.
—¿Qué hay del caballo? —preguntó Ezio.
—Déjalo suelto. Encontrará el camino de vuelta a su establo.
—No puedo abandonarlo.
—Debes hacerlo. Vamos a volver a la ciudad. Si lo soltamos allí, sabrán que has regresado. Si lo encuentran aquí, pensarán (con un poco de suerte) que aún andas por esta zona y se distraerán.
A regañadientes, Ezio obedeció a Maquiavelo, que le llevó hasta unos escalones de piedra ocultos que conducían bajo tierra. Al final ardía una antorcha, que Maquiavelo cogió.
—¿Dónde estamos? —preguntó Ezio.
—Esto lleva a un sistema de túneles subterráneos que cruzan la ciudad. Tu padre lo descubrió y los Asesinos desde entonces lo han mantenido en secreto. Podemos usar esta ruta para evitar a los guardias que nos buscan, porque puedes estar seguro de que los hombres lobo que escaparon han levantado la alarma. Son grandes porque se usaban para el transporte y las tropas en épocas pasadas, y también están muy bien construidos, como todo en aquel tiempo. Muchas de las salidas en el interior de la ciudad se han hundido o están bloqueadas, así que debemos tener cuidado de por dónde vamos. Mantente cerca, sería fatídico que te perdieras aquí abajo.
Estuvieron dos horas recorriendo un laberinto que parecía no tener fin. Por el camino Ezio alcanzó a ver túneles laterales, entradas bloqueadas, extrañas esculturas de dioses olvidados sobre arcos y, de vez en cuando, escalones, algunos que subían hacia la oscuridad y otros tantos que mostraban una luz débil en el extremo. Por fin Maquiavelo, que había mantenido todo el rato un paso firme pero apresurado, se detuvo frente a una de esas escaleras.
—Ya hemos llegado —anunció—. Yo iré primero. Ya casi ha amanecido. Debemos tener cuidado.
Desapareció al subir los peldaños.
Después de lo que parecía muchísimo tiempo, durante el cual Ezio creyó que le habían abandonado, oyó a Maquiavelo susurrar:
—Todo despejado.
A pesar del agotamiento, Ezio subió corriendo las escaleras, contento de volver a tener aire fresco. Ya había tenido suficientes túneles y cuevas para toda su vida.
Salió de una especie de alcantarilla de gran tamaño a una habitación, lo bastante grande para haber sido antes un almacén de alguna clase.
—¿Dónde estamos?
—En la isla Tiberina. Hace años se usaba de depósito. Ahora ya nadie viene por aquí, excepto nosotros.
—¿Nosotros?
—Nuestra Hermandad. Por así decirlo, es nuestro escondrijo en Roma.
Un corpulento joven seguro de sí mismo se levantó de un taburete que había junto a una mesa, sobre la que había unos papeles y los restos de la comida, y se acercó a saludarlos. Su tono era abierto y amistoso.
—¡Nicolás!
Ben trovato!
—Se volvió hacia Ezio—. ¡Y tú... tú debes de ser el famoso Ezio! ¡Bienvenido! —Cogió la mano de Ezio y la estrechó calurosamente—. Fabio Orsini a tu servicio. Mi primo me ha hablado mucho de ti. Es un viejo amigo tuyo, Bartolomeo d'Alviano.
Ezio sonrió al oír aquel nombre.
—Un buen guerrero —dijo.
—Fue Fabio el que descubrió este sitio —intervino Maquiavelo.
—Aquí tenemos todas las comodidades —dijo Fabio—. Y afuera tanta hiedra, que ni siquiera sabrías que existe.
—Qué bien tenerte de nuestro lado.
—Mi familia ha recibido unos cuantos golpes bajos de los Borgia últimamente y mi único objetivo es echar abajo su tenderete y restituir nuestro patrimonio. —Miró a su alrededor, con recelo—.
Por supuesto, puede que todo esto te parezca un poco destartalado, después de tus aposentos en la Toscana.
—Es perfecto.
Fabio sonrió.
—
Bene
. Bueno, ahora que habéis llegado, debéis perdonadme, pero tengo que dejaros de inmediato.
—¿Qué planes tienes? —preguntó Maquiavelo.
Fabio puso una cara seria.
—Me voy para empezar los preparativos en la Romaña. Hoy en día, Cesare tiene el control de mi estado y mis hombres, pero pronto, espero, volveremos a ser libres.
—
Buona fortuna
.
—
Grazie
.
—
Arrivederci
.
—
Arrivederci
.
Y, con un gesto amistoso, Fabio se despidió para marcharse.
Maquiavelo despejó un lado de la mesa y extendió la carta codificada, junto con la hoja de los hombres lobo donde estaban las equivalencias.
—Tengo que resolver esto —dijo—. Debes de estar agotado. Hay comida y vino ahí, y buena agua limpia romana. Refréscate mientras trabajo porque todavía queda mucho por hacer.
—¿Es Fabio uno de los aliados de los que me hablaste?
—Claro. Y hay más. Uno de ellos, de hecho, es magnífico.
—¿Quién es él? ¿O es una mujer? —preguntó Ezio, que pensó, a su pesar, en Caterina Sforza.
No podía quitársela de la cabeza. Todavía la tenían prisionera los Borgia. Su única prioridad personal era liberarla. Pero ¿estaba jugando con él aquella mujer? No podía evitar dudar un poco. Aunque ella era un espíritu libre; no le pertenecía. Tan sólo era que no le hacía ni pizca de gracia pensar que le tomaban por un tonto. Y no quería que le utilizaran.
Maquiavelo vaciló, como si ya hubiera revelado demasiado, pero entonces habló:
—Es el cardenal Giuliano della Rovere. Competía con Rodrigo por el papado y perdió, pero aún es un hombre poderoso y tiene amigos poderosos. Tiene contactos potencialmente fuertes en Francia, pero aguarda el momento oportuno. Sabe que el rey Luis tan sólo está utilizando a los Borgia mientras le sean útiles. Por encima de todo, tiene una profunda y perdurable aversión a los Borgia. ¿Sabes a cuántos españoles han puesto los Borgia en el poder? Corremos el peligro de que controlen toda Italia.
—Entonces es nuestro hombre. ¿Cuándo nos reuniremos con él?
—Aún no ha llegado el momento. Come mientras trabajo.
Ezio se alegró por la hora de descanso, pero se dio cuenta de que el hambre e incluso la sed —al menos la de vino— le habían abandonado. Bebió el agua con gratitud y jugueteó con una pata de pollo mientras observaba a Maquiavelo estudiar minuciosamente los papeles que tenía delante.
—¿Funciona? —preguntó al cabo de un rato.
—¡Shhh!
El sol había alcanzado las torres de la iglesia de Roma cuando Maquiavelo dejó su pluma y atrajo hacia él la hoja de papel en la que había estado escribiendo.
—Ya he acabado.
Ezio esperó, atento.
—Es una directriz a los hombres lobo —dijo Maquiavelo—. Expone que los Borgia les proporcionarán su pago habitual y les ordena que ataquen en varios puntos de la ciudad donde los Borgia aún no tienen el control total; o sea, para distraer al pueblo con su terror. Los ataques están previstos para que coincidan con la aparición «fortuita» de un sacerdote de los Borgia, que usará los Poderes de la Iglesia para «desterrar» a los atacantes.
—¿Qué propones?
—Si estás de acuerdo, Ezio, creo que deberíamos empezar a planificar nuestro propio asalto a los Borgia y seguir con el buen trabajo que comenzaste en los establos.
Ezio vaciló.
—¿Crees que estamos preparados para un ataque de esa envergadura? —Sí.
—Me gustaría saber antes dónde tienen los Borgia a Caterina. Ella sería una fuerte aliada.
Maquiavelo parecía desconcertado.
—Si la tienen prisionera, estará en el Castel Sant'Angelo. Lo han convertido en una fortaleza. —Hizo una pausa—. Está muy mal que se hayan hecho con el control de la Manzana. Oh, Ezio, ¿cómo permitiste que sucediera?
—Tú no estabas en Monteriggioni. —Ahora le tocaba a Ezio hacer una pausa tras un furioso silencio—. ¿Sabes de verdad cómo son nuestros enemigos? ¿Tenemos al menos aquí una red clandestina con la que trabajar?
—Creo que no. La mayoría de nuestros mercenarios, como Fabio, están ocupados luchando con las fuerzas de Cesare. Y los franceses todavía le apoyan.
Ezio recordó al general francés en Monteriggioni, Octavien.
—¿Qué tenemos? —preguntó.
—Una fuente sólida. Tenemos chicas trabajando en un burdel. Es un lugar de lujo, frecuentado por cardenales y otros ciudadanos romanos importantes, pero hay un inconveniente. La madama que está al cargo es una holgazana y por lo visto prefiere disfrutar de las fiestas que promover nuestra causa y recopilar información.
—¿Qué hay de los ladrones de la ciudad? —preguntó Ezio al pensar en el hábil asaltante que casi le cuesta su dinero.
—Bueno, sí, pero se niegan a hablar con nosotros.
—¿Por qué?
Maquiavelo se encogió de hombros.
—No tengo ni idea.
Ezio se levantó.
—Será mejor que me digas cómo salir de aquí.
—¿Adónde vas?
—A hacer algunos amigos.
—¿Puedo preguntar quiénes?
—Creo que, de momento, será mejor que me lo dejes a mí.
Había anochecido cuando Ezio encontró la sede del Gremio de Ladrones Romanos. Había pasado un largo día preguntando con discreción en tabernas, obteniendo miradas desconfiadas y respuestas engañosas, hasta que, al final, se debió de correr la voz de que era buena idea informarle de su ubicación secreta y para entonces un pihuelo le había conducido a una zona en decadencia, a través de un laberinto de callejones, y le había dejado en una puerta para desaparecer de inmediato por el mismo camino que había venido.
No había mucho que contemplar en el lugar: era una taberna grande, de aspecto destartalado, cuyo cartel, con un zorro dibujado, dormido o muerto, colgaba torcido; sus ventanas estaban cubiertas de persianas destrozadas y la carpintería necesitaba una mano de pintura.
La puerta estaba cerrada a cal y canto, lo que era extraño para una taberna, y Ezio llamó con fuerza, pero en vano.
Se sorprendió al oír una voz detrás de él que hablaba en voz baja. Ezio se dio la vuelta. No era propio de él dejar que se le acercara alguien por detrás sin hacer ruido. Debía asegurarse de que no le volviera a pasar.
Por suerte, la voz era amistosa y cauta.
—Ezio.
El hombre que había hablado dio un paso adelante desde el refugio de un árbol y Ezio le reconoció al instante. Era su antiguo aliado, Gilberto, La Volpe (el Zorro), que había unido a los ladrones de Florencia con los Asesinos hacía algún tiempo.
—¡La Volpe! ¿Qué estás haciendo aquí?
Gilberto sonrió abiertamente y se abrazaron.
—¿Te refieres a por qué no estoy en Florencia? Bueno, eso tiene fácil contestación. El líder de los ladrones de aquí murió y me eligieron. Me apetecía un cambio de aires y mi antiguo ayudante, Corradin, estaba preparado para asumir el control en casa. Además —bajó la voz con complicidad—, por ahora Roma me ofrece un poco más de... reto, digámoslo así.
—Me parece una buena razón. ¿Entramos?
—Por supuesto.
La Volpe llamó a la puerta, sin duda usando un código, y se abrió casi de inmediato para revelar un espacioso patio muy sucio con mesas y bancos dispuestos tal y como se esperaría en una taberna. Un puñado de personas, hombres y mujeres, iban y venían, salían y entraban de puertas de la propia taberna, construida alrededor del patio.
—No parece mucho, ¿no? —dijo La Volpe. Le indicó que se sentara y pidió vino.
—Francamente...
—Cumple su función. Y tengo planes. Pero ¿qué te trae por aquí? —La Volpe alzó una mano—. ¡Espera! No me lo digas. Creo que sé la respuesta.
—Como de costumbre.
—Quieres que mis ladrones te hagan de espías.
—Exacto —contestó Ezio y se inclinó hacia delante, con entusiasmo—. ¿Te unirás a mí?
La Volpe levantó su vaso en un brindis silencioso y bebió un poco de vino que habían traído antes de responder:
—No.
Ezio se quedó perplejo.
—¿Qué? ¿Por qué no?
—Porque eso sólo beneficiaría a Nicolás Maquiavelo. No, gracias. Ese hombre ha traicionado a nuestra Hermandad.
No le sorprendió, aunque Ezio estaba muy lejos de convencerse de aquella verdad.
—Es una acusación muy seria y más aún cuando viene de un ladrón. ¿Qué pruebas tienes?