Assassin's Creed. La Hermandad (35 page)

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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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Ezio se deslizó por las sombras hacia la columnata del patio, avanzó por el perímetro de las paredes interiores y se detuvo a mirar detenidamente por cada una de las ventanas que no estaban cerradas con postigos. Después, más adelante, vio una puerta con dos guardias vigilando por fuera. Echó un vistazo. El resto del patio estaba vacío. Se acercó en silencio, soltó la hoja oculta y se tiró encima de los guardias antes de que supieran lo que estaba ocurriendo. A uno lo mató al instante. El otro consiguió darle un golpe, que le hubiera cortado la mano izquierda de no haber sido por la muñequera. Mientras el hombre se recuperaba de su asombro por lo que parecía ser brujería, Ezio le clavó la hoja en la base del cuello y cayó al suelo como un saco.

La puerta no estaba cerrada con llave y las bisagras, cuando Ezio las probó con cautela, resultaron estar bien engrasadas, así que pudo entrar en la habitación sigilosamente.

Era grande y sombría. Ezio se refugió detrás de un tapiz que había cerca de la puerta, colocado allí para impedir que entrara el aire, y observó a los hombres sentados alrededor de una gran mesa de roble en el centro. La mesa estaba cubierta de papeles e iluminada por velas en dos candelabros de hierro. A la cabeza estaba sentado Cesare que sudaba considerablemente mientras miraba a sus oficiales.

—Tenéis que atraparlos —estaba diciendo, agarrado a los brazos de su silla con firmeza en un esfuerzo por mantenerse derecho.

—Están en todas partes y en ningún sitio al mismo tiempo —declaró uno, lleno de impotencia.

—No me importa cómo lo hagáis, ¡simplemente hacedlo!

—No podemos,
signore
, no sin vuestra orientación. Los Asesinos se han reagrupado. Ahora que no están los franceses o que están desorganizados, nuestras propias fuerzas apenas son capaces de igualarlos. Tienen espías por todos lados y nuestra propia red es incapaz de encontrarlos. Ezio Auditore ha convertido a su causa a un gran número de ciudadanos.

—¡Estoy enfermo,
idioti
! Dependo de vuestra iniciativa. —Cesare suspiró y se recostó en su silla—. Por poco me matan, pero aún tengo influencia.

—Señor...

—Tan sólo mantenlos a raya, si es lo único que puedes hacer. —Cesare hizo una pausa para recuperar el aliento y el doctor Torella le secó la frente con una gasa mojada en vinagre u otro astringente de olor fuerte, mientras le decía entre dientes algo para calmar a su paciente—. Pronto —continuó Cesare—, pronto Micheletto llegará a Roma con mis fuerzas de la Romaña y del norte, y entonces veréis lo rápido que los Asesinos se convierten en polvo.

Ezio avanzó y enseñó la Manzana.

—Te estás engañando a ti mismo, Cesare —dijo con una voz de auténtica autoridad.

Cesare dio un respingo en su silla, con miedo en los ojos.

—¡Tú! ¿Cuántas vidas tienes, Ezio? Pero esta vez seguro que mueres. ¡Llamad a los guardias! ¡Ahora! —bramó a sus oficiales mientras le permitía a su médico que le sacara corriendo de aquella habitación hacia un lugar seguro por una puerta interior.

Como un rayo, uno de los oficiales salió por la puerta para dar la alarma mientras los otros sacaban sus pistolas y apuntaban a Ezio, que con la misma velocidad sacó la Manzana de su bolsa, la levantó en alto, se concentró mucho y se bajó la capucha de su túnica hasta taparse los ojos.

La Manzana comenzó a brillar con una luz palpitante, y el resplandor se convirtió en una incandescencia que no emitía calor, pero que era igual de brillante que el sol. La habitación se volvió blanca.

—¿Qué brujería es ésta? —gritó uno de los oficiales mientras disparaba a lo loco.

Por casualidad su disparo alcanzó a la Manzana, pero no le afectó más que un puñado de polvo.

—¡Realmente este hombre tiene a Dios de su parte! —vociferó otro, mientras intentaba en vano protegerse los ojos y se tambaleaba a ciegas hacia lo que él creía que era la puerta.

Conforme la luz aumentaba, los oficiales se iban apiñando contra la mesa y se cubrían los ojos con las manos.

—¿Qué está pasando?

—¿Cómo es esto posible?

—¡No me golpees, Señor!

—¡No veo nada!

Ezio apretó los labios al concentrarse y continuó proyectando su voluntad mediante la Manzana, pero ni siquiera él se atrevía a levantar la vista bajo la protección de su capucha. Tenía que considerar cuál era el momento de parar. Al hacerlo, una ola de agotamiento le azotó cuando la Manzana, invisible dentro de su propia luz, se apagó. No se oyó ningún sonido en la sala. Con prudencia, Ezio se bajó la capucha y vio que la habitación estaba casi como estaba antes. Las velas sobre la mesa emitían una fuente de luz en medio de la penumbra y seguían ardiendo, casi de un modo tranquilizador, como si nada hubiera pasado. Sus llamas eran constantes, como si no hubiera ninguna brisa.

El tapiz en la puerta había perdido su color y todos los oficiales yacían muertos alrededor de la mesa, salvo el que se había dirigido hacia allí; estaba desplomado contra el tapiz, con la mano aún en el pestillo. Ezio se acercó a él y tuvo que apartarle para marcharse.

Cuando retiró al hombre, sin querer le miró a los ojos y deseó no haberlo hecho, fue una visión que nunca olvidaría.


Requiescat in pace
—dijo Ezio al confirmar, con un escalofrío, que la Manzana tenía poderes de verdad y, si se desataban sin una supervisión, podían controlar la mente de los hombres y abrir posibilidades y mundos inimaginables.

Podía sembrar una destrucción tan terrible que estaba más allá del poder de la imaginación.

Capítulo 46

El cónclave seguía sin decidirse. A pesar de los esfuerzos del cardenal della Rovere por burlarlo, Cesare sin duda seguía teniendo bastante influencia para controlarlo. Los cardenales seguían vacilando ya fuera por el miedo o por puro interés. Maquiavelo suponía lo que intentaban hacer: encontrarían un candidato que no durara demasiado, pero que fuera aceptado por todas las partes. Un Papa provisional, por así decirlo, hasta que el equilibro del poder se resolviera.

Con esta idea en mente, Ezio se alegró cuando, tras semanas de atascamiento, Claudia llevó noticias a la isla Tiberina.

—El cardenal de Rouen, un francés llamado Georges d'Amboise, ha revelado bajo... coacción... que Cesare ha planeado una reunión con los partidarios de los Templarios en el campo, fuera de Roma. El cardenal mismo va a asistir.

—¿Cuándo tendrá lugar?

—Esta noche.

—¿Dónde?

—La ubicación se mantendrá en secreto hasta el último minuto.

—Entonces iré a la residencia del cardenal y le seguiré cuando se marche.

—Han elegido a un nuevo Papa —dijo Maquiavelo que llegó corriendo—. Tu cardenal francés, Claudia, recibirá la noticia por boca de Cesare esta noche. De hecho, una pequeña delegación, que aún es amiga de los Borgia, le va a acompañar.

—¿Quién es el nuevo Papa? —preguntó Ezio.

Maquiavelo sonrió.

—Es quien yo había pensado —respondió—. El cardenal Piccolomini. No es un anciano, tiene sesenta y cuatro años, pero no está muy bien de salud. Lo han elegido para que se le conozca como Pío III.

—¿Con quién está él?

—Todavía no lo sabemos, pero todos los embajadores extranjeros han presionado a Cesare para que se marche de Roma durante la elección. Della Rovere está furioso, pero sabe cómo esperar.

Ezio pasó el resto del día hablando con Bartolomeo y entre los dos reunieron un grupo conjunto de reclutas y
condottieri
lo bastante fuerte para enfrentarse a cualquier batalla que pudiera haber con Cesare en un futuro próximo.

—Menos mal que no mataste a Cesare en su palazzo —dijo Bartolomeo—. De este modo, atraerá a todos sus seguidores y podremos acabar con todos a la vez. —Miró a Ezio—. Tengo que reconocértelo, amigo mío. Mejor que ni habiéndolo planeado.

Ezio sonrió y volvió a su alojamiento, donde se guardó la pistola y puso la daga de doble filo en la cartera de su cinturón.

Con un pequeño grupo de hombres cuidadosamente seleccionados, Ezio preparó la avanzadilla y dejó que los demás les siguieran. Cuando el cardenal Rouen salió a última hora de la tarde con sus compañeros y su séquito, Ezio y sus jinetes les siguieron a una distancia prudencial. No recorrieron mucho camino antes de que el cardenal se detuviera en una gran finca en el campo cuya mansión estaba situada tras unos muros fortificados, cerca de la orilla del lago Bracciano.

Ezio escaló los muros de la mansión solo y siguió de cerca a la delegación de cardenales mientras se dirigían al Gran Salón para mezclarse con unos cien oficiales de Borgia importantes. Había presentes muchas más personas de otros países, que Ezio no reconocía, pero sabía que debían de ser miembros de la Orden Templaría. Cesare, que ya estaba totalmente recuperado, estaba sobre una tarima en medio del salón atestado de gente. Las antorchas titilaban en los apliques de las paredes de piedra y hacían que las sombras saltaran, lo que daba al congreso el aspecto de un aquelarre más que de una reunión de fuerzas militares.

Afuera, los soldados de Borgia se reunían en cantidades que sorprendieron a Ezio, que no había olvidado el comentario de Cesare sobre el regreso de Micheletto con las tropas que quedaban en las provincias. Le preocupaba que incluso con los hombres de Bartolomeo y sus propios reclutas, que se habían acercado a unos doscientos metros de la mansión, pudieran encontrar un auténtico rival en aquella reunión. Pero ahora era demasiado tarde.

Ezio observó cómo las filas apretadas del salón abrían un camino para que los cardenales se acercaran a la tarima.

—Uníos a mí y Roma será nuestra —declamó Cesare cuando el cardenal de Rouen apareció junto a sus compañeros prelados. Al verles, dejó de hablar.

—¿Cuáles son las noticias del cónclave? —preguntó.

El cardenal de Rouen vaciló.

—Son buenas noticias... y malas —dijo.

—¡Suéltalo ya!

—Hemos elegido a Piccolomini.

Cesare lo consideró.

—¡Bueno, al menos no a ese hijo de pescador, della Rovere! —Se volvió hacia el cardenal—. Pero aun así no es el hombre que yo quería. Yo quería a un títere. Piccolomini puede que tenga un pie en la tumba, pero todavía puede perjudicarme mucho. Pagué por tu puesto. ¿Así es como me lo agradeces?

—Della Rovere es un enemigo poderoso. —El cardenal volvió a dudar—. Y Roma ya no es la que era. El dinero de los Borgia está contaminado.

Cesare le miró con frialdad.

—Te arrepentirás de esta decisión —dijo fríamente.

El cardenal agachó la cabeza y se dio la vuelta para marcharse, pero mientras lo hacía, vio a Ezio, que se había acercado más para verlo todo con más claridad.

—¡El Asesino! —chilló—. Su hermana me hizo un interrogatorio. Así es como ha llegado hasta aquí. ¡Corred! ¡Nos matará a todos!

Los cardenales salieron a toda velocidad entre el pánico generalizado. Ezio los siguió y, una vez fuera, disparó su pistola. El sonido le llegó a su avanzadilla, que estaba situada al otro lado de los muros, y como respuesta dispararon los mosquetes, la señal de ataque de Bartolomeo. Llegaron justo cuando las puertas de los muros estaban abiertas para permitir que los cardenales huyeran. Los defensores no tuvieron tiempo de cerrarlas antes de que pudiera con ellos la avanzadilla, que logró mantener la puerta abierta hasta que Bartolomeo, blandiendo a Bianca por encima de su cabeza y con un grito de guerra, apareció con las principales fuerzas asesinas. Ezio disparó su segundo tiro a la barriga de un guardia de los Borgia, que se acercó a él gritando, agitando una maza de aspecto diabólico, pero no tuvo tiempo de recargar. De todos modos, para la lucha a poca distancia, la daga de doble filo era el arma perfecta. Encontró un hueco en la pared, se refugió allí y, con su mano experta, cambió la pistola por la daga. Luego corrió de nuevo hacia el salón para buscar a Cesare.

La batalla en la mansión, y en la zona dentro de sus muros circundantes, fue breve y sangrienta. Los Borgia y las tropas templarías no estaban preparados para un ataque de aquella magnitud y quedaron atrapados dentro de los muros. Lucharon sin tregua y muchos de los
condottieri
y los reclutas Asesinos yacían muertos al terminar. Aunque los Asesinos tenían la ventaja de ir sobre sus monturas, unos cuantos soldados de Borgia pudieron subirse a sus caballos antes de que los mataran.

Ya era tarde cuando pasó la tormenta. Ezio, que sangraba por una herida reciente en el pecho, la había emprendido a golpes con la daga de doble filo con tanta furia que se había atravesado su propio guante hasta hacerse un corte profundo en la mano. A su alrededor había una gran cantidad de cadáveres, tal vez la mitad de la asamblea, aquellos que no habían sido capaces de huir o de salir cabalgando hacia al norte en la noche.

Aunque Cesare tampoco estaba entre ellos. Desgraciadamente también había escapado.

Capítulo 47

Muchas cosas sucedieron en las semanas siguientes. Los Asesinos buscaron a Cesare desesperadamente, pero en vano. No había vuelto a Roma y de hecho la ciudad parecía purgada de toda la influencia Borgia y templaría, aunque Ezio y sus compañeros permanecían alerta, pues sabían que estaban en peligro mientras el enemigo siguiera viviendo. Sospechaban que aún había focos de partidarios acérrimos que esperaban una señal.

Pío III resultó ser un hombre leído y muy religioso. Aunque, por desgracia, después de un reinado de tan sólo veintiséis días, su delicada salud sucumbió a la presión adicional y las responsabilidades que conllevaba el pontificado, y, en octubre, murió. Como Ezio temía, no había sido un títere de los Borgia. Durante su corto periodo de supremacía, más bien había puesto en marcha reformas en el Colegio Cardenalicio que eliminaban toda la corrupción y la sensualidad fomentada por su predecesor. No se venderían más cardenalatos y no se aceptarían más pagos para que los criminales adinerados escaparan de la horca. La doctrina pragmática de Alejandro VI, «Dejémosles vivir para que se arrepientan», ya no estaba vigente. Pero lo más importante era que había dictado una orden en los Estados Pontificios para el arresto de Cesare Borgia.

Su sucesor fue elegido inmediatamente y por una mayoría aplastante. Tan sólo tres cardenales estuvieron en contra: uno de ellos era Georges d'Amboise, el cardenal de Rouen, que esperaba en vano ganar la Tiara Papal para Francia. Tras la comprobación de su trayectoria en la elección de Pío III, Giuliano della Rovere, cardenal de San Pedro ad Vincula, no había perdido el tiempo en consolidar sus seguidores para asegurar el Papado a la siguiente oportunidad, que sabía que aparecería pronto.

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