Assassin's Creed. La Hermandad (7 page)

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Authors: Anton Gill

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Assassin's Creed. La Hermandad
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—Yo me encargo —dijo Ezio y recordó la advertencia de Mario—. Quédate tú aquí al mando, Ruggiero. ¡Mira! ¡Ahí! ¡Tienen una torre justo en los baluartes! ¡Sus hombres están asaltando la muralla! Reúne a más hombres por allí antes de que nos dominen.

—¡Sí, señor!

Y el sargento se fue, gritando órdenes, a la cabeza de una sección que se reunió de inmediato al oírle y que, en cuestión de segundos, se vieron enzarzados mano a mano en un combate con los despiadados mercenarios de los Borgia.

Ezio, con la espada en la mano, abriéndose paso a través de las tropas enemigas que iban en contra dirección, consiguió llegar a la ciudad. Enseguida organizó a un grupo de hombres de Caterina que se habían visto obligados a retirarse hacia la ciudad cuando la batalla se inclinó a favor de los Borgia e hizo lo que pudo para reunir a los ciudadanos y conducirlos a la relativa seguridad de la ciudadela. Mientras terminaba aquella tarea, Caterina se reunió con él.

—¿Qué noticias traes? —le preguntó.

—Malas —respondió ella—. Han derribado la puerta principal. Están entrando en la ciudad.

—Entonces no tenemos un minuto que perder. Debemos retirarnos a la ciudadela.

—Congregaré al resto de mis hombres.

—Ven rápido. ¿Has visto a Mario?

—Estaba luchando al otro lado de la muralla.

—¿Y los demás?

—Tu madre y tu hermana ya están en la ciudadela. Han estado guiando a los ciudadanos por el túnel de huida que lleva al norte, más allá de la muralla, hacia un sitio seguro.

—Bien. Debo ir con ellas. Reúnete con nosotros lo más deprisa posible. Tenemos que replegarnos.

—Matadlos a todos —gritó un sargento Borgia que encabezaba una pequeña tropa, al doblar la esquina.

Todos sostenían en alto espadas ensangrentadas y uno de los hombres blandía una pica en la que tenía clavada la cabeza de una chica. A Ezio se le secó la garganta al reconocer la cara: era la de Angelina. Con un rugido, se tiró sobre los soldados de los Borgia. Seis contra uno no era nada para él. Tras cortar y apuñalar, en cuestión de segundos estaba en medio de un círculo de hombres mutilados y moribundos, y respiraba agitadamente por el esfuerzo.

Se limpió la sangre de los ojos. Caterina se había ido. Se quitó el sudor, la sangre y la suciedad de la cara, volvió a la ciudadela y les dijo a los hombres que la vigilaban que la abrieran tan sólo para Mario y Caterina. Subió por la torre interior y contempló la ciudad en llamas.

Aparte del crepitar del fuego y de los gemidos aislados de los heridos y los moribundos, reinaba un silencio que no presagiaba nada bueno.

Capítulo 9

No obstante, la calma no duró mucho tiempo. Justo cuando Ezio estaba comprobando que el cañón del baluarte estaba correctamente alineado y cargado, una potente explosión tiró a un lado las enormes puertas de madera que había en la ciudadela. Los defensores salieron disparados hacia atrás, hacia el patio, debajo de Ezio, que estaba en las almenas, pero también murieron otros tantos.

Cuando se desvaneció el humo y el polvo, Ezio distinguió un grupo de personas que estaba de pie en la entrada. Su tío Mario parecía estar al frente, pero sin duda algo iba muy mal. Tenía la cara gris y sin una gota de sangre. También parecía tener mucho más de sesenta y dos años. Clavó los ojos en su sobrino cuando Ezio bajó de un salto de las almenas para enfrentarse al nuevo peligro. Mario cayó de rodillas y, después, con la cara en el suelo. Hizo un esfuerzo por ponerse de pie, pero una larga y estrecha espada, una Bilbao, sobresalió de entre sus omoplatos. El joven que estaba detrás de él le volvió a empujar hacia la grava con la punta de su bota negra y un hilo de sangre salió de la boca del anciano.

El joven iba vestido de negro y una máscara negra le tapaba parte de su rostro cruel. Ezio reconoció las pústulas de la Nueva Enfermedad en la piel de aquel hombre. Se estremeció por dentro. No le cabía duda de a quién se estaba enfrentando.

A los lados del que vestía de negro había otros dos hombres, ambos de mediana edad; y una hermosa mujer rubia de labios crueles. Había otro hombre, también vestido de negro, un poco apartado. Sostenía en la mano derecha una falcata manchada de sangre, y en la izquierda llevaba una cadena, que estaba pegada a un pesado grillete alrededor del cuello de Caterina Sforza, atada y amordazada. Sus ojos reflejaban una rebeldía y una rabia insaciable. El corazón de Ezio se detuvo. No podía creer que aquella misma mañana la hubiera vuelto a tener en sus brazos y que ahora hubiera sido capturada por un vil líder Borgia. ¿Cómo podía estar pasando todo aquello? Sus ojos se encontraron con los suyos por un instante desde el otro lado del patio y le enviaron la promesa de que no sería prisionera por mucho tiempo.

Sin tiempo de comprender lo que estaba sucediendo a su alrededor, su instinto de soldado tomó el control. Debía actuar ahora o lo perdería todo. Dio un paso hacia delante, cerró los ojos y bajó de la almena, con la capa al viento detrás de él; era un salto de fe al patio de abajo. Con la gracia de un experto, aterrizó sobre sus pies y se puso de pie para enfrentarse a sus enemigos, con una fría determinación grabada en su cara.

El maestro armero avanzó tambaleándose, con dificultad por una pierna herida, y se colocó junto a Ezio.

—¿Quiénes son ésos? —musitó.

—Oh —dijo el joven vestido de negro—, no nos hemos presentado. Menudo descuido por nuestra parte. Pero yo por supuesto te conozco, Ezio Auditore, aunque sea sólo por tu reputación. Un placer. Por fin podré quitarme la espina más grande que tenía clavada. Después de tu querido tío, claro.

—¡Apártate de él, Cesare!

Alzó una ceja y los oscuros ojos centellearon en aquel apuesto rostro estropeado.

—¡Oh, me halaga que hayas adivinado mi nombre! Pero deja que te presente a mi hermana, Lucrezia. —Se volvió para acariciar a la rubia de un modo impropio de un hermano mientras ella le apretaba el brazo y presionaba sus labios peligrosamente cerca de su boca—. Y mis colegas más cercanos: Juan Borgia, primo, amigo y banquero; mi querido aliado francés, el general Octavien de Valois; y, por último pero no menos importante, mi imprescindible mano derecha, Micheletto da Corella. ¿Qué haría yo sin mis amigos?

—Y el dinero de tu padre.

—Un chiste malo, amigo.

Mientras Cesare hablaba, sus tropas avanzaban como fantasmas hacia la ciudadela. Ezio no podía hacer nada para detenerlos, pues a sus propios hombres, a los que superaban en número, les vencían y les desarmaban enseguida.

—Pero soy un buen soldado y parte de la diversión es elegir un apoyo eficiente —continuó Cesare—. Debo admitir que no creía que iba a ser pan comido. Pero desde luego, ya no eres tan joven, ¿no?

—Te mataré —dijo Ezio al final—. Te eliminaré a ti y a los tuyos de la faz de la Tierra.

—Hoy no —replicó Cesare, sonriendo—. Y mira lo que tengo, cortesía de tu tío.

Una mano enguantada hurgó en una bolsa que tenía en el costado y de ella sacó, para horror de Ezio, ¡la Manzana!

—Un aparato muy útil —dijo Cesare, sonriendo con frialdad—. Leonardo da Vinci, mi nuevo consejero militar, me ha dicho que sabe mucho sobre esto, así que espero que me cuente más, y estoy seguro de que así lo hará si quiere mantener la cabeza sobre sus hombros. ¡Artistas! Los hay a montones y seguro que tú estás de acuerdo.

Lucrezia se rio por lo bajo, con dureza, al oír aquello.

Ezio miró a su viejo amigo, pero Da Vinci evitó su mirada. En el suelo, Mario se movió y gimió. Cesare le empujó la cara hacia el suelo con la bota y sacó una pistola, un nuevo diseño, como comprobó Ezio enseguida, y volvió a lamentar la destrucción de la mayoría de las armas del Códice en el ataque del principio.

—Eso no es una llave de mosquete —dijo el armero con entusiasmo.

—No, es una llave de rueda —respondió Cesare—. No cabe duda de que no eres ningún tonto —añadió, dirigiéndose al armero—. Es mucho más previsible y eficiente que las pistolas antiguas. Me la ha diseñado Leonardo. También se recarga rápido. ¿Te gustaría ver una demostración?

—¡Por supuesto! —contestó el armero, al superar su interés profesional cualquier otro instinto.

—¡ Cómo no! —exclamó Cesare, que le apuntó con la pistola y disparó para matarlo—. Recarga, por favor —continuó y le pasó el arma al general Octavien, que sacó su gemela del cinturón—. Ha habido mucho derramamiento de sangre —siguió—, así que es una pena pensar que hace falta un poco más de limpieza. No importa.

Ezio, me gustaría que te lo tomaras como algo que tiene mi familia contra la tuya.

Se encorvó ligeramente, colocó un pie en medio de la espalda de Mario para extraer la espada y dejó que la sangre brotara. Los ojos de Mario se abrieron de par en par por el dolor mientras se esforzaba por arrastrarse hacia su sobrino.

Cesare se inclinó hacia delante y disparó su pistola a quemarropa en la parte trasera del cráneo de Mario, que estalló en pedazos.

—¡No! —gritó Ezio cuando el recuerdo del brutal asesinato de su padre y sus hermanos le vino a la memoria—. ¡No!

Arremetió contra Cesare, con la agonía de la pérdida recorriéndole, descontroladamente, todo el cuerpo.

Cuando Ezio saltó hacia delante, el general Octavien ya había cargado la pistola. Ezio se tambaleó hacia atrás, sin respiración, y el mundo oscureció.

Capítulo 10

Cuando Ezio volvió en sí, había vuelto la batalla y había llevado a los atacantes Borgia hasta las murallas externas de la ciudadela. Vio que le arrastraban hasta un lugar seguro mientras los soldados que habían retomado la rocca cerraban la puerta rota con una barricada y reunían a todos los ciudadanos de Monteriggioni que quedaban para empezar a organizar su huida al campo. No sabían cuánto tiempo podrían resistir contra las fuerzas decididas de los Borgia, cuya fuerza parecía ilimitada.

De todo esto se enteró Ezio gracias al sargento mayor mientras se estaba recuperando.

—Quedaos quieto, mi señor.

—¿Dónde estoy?

—En una camilla. Os llevamos al santuario. Al santuario interior. Nadie buscará allí.

—Bajadme. Puedo caminar.

—Tenemos que vendar esa herida.

Ezio le ignoró y gritó una orden a los camilleros, pero al incorporarse, la cabeza le dio vueltas.

—No puedo luchar así.

—Dios mío, ya están aquí otra vez —bramó el sargento cuando una torre de asedio chocó contra las almenas superiores de la ciudadela para descargar una nueva tropa de soldados de los Borgia.

Ezio se volvió para mirarlos mientras su cabeza poco a poco se alejaba de aquella oscuridad, pues su férreo autocontrol superaba el dolor agudo de la herida de bala. Los Asesinos
condottieri
enseguida le rodearon para combatir a los hombres de Cesare. Consiguieron batirse en retirada con unos cuantos heridos, pero mientras se adentraban en la inmensidad del castillo, Claudia gritó desde detrás de una puerta, impaciente por oír que su hermano estaba bien. Cuando salió al aire libre, un capitán Borgia corrió hacia ella, con una espada ensangrentada en la mano. Ezio se quedó mirando, horrorizado, pero recobró la compostura a tiempo para avisar a sus hombres. Dos luchadores Asesinos corrieron hacia la hermana de Ezio y lograron interponerse entre ella y la brillante hoja del criminal Borgia. Unas chispas saltaron al entrar en contacto las tres espadas cuando los dos Asesinos alzaron sus hojas a la vez para impedir el golpe mortal. Claudia cayó al suelo, con la boca abierta en un grito silencioso. El más fuerte de los soldados Asesinos, el sargento mayor, empujó hacia el cielo la espada del enemigo, bloqueando la empuñadura en la cazoleta, mientras el otro Asesino retiraba hacia atrás su espada para clavársela al capitán Borgia en las tripas. Claudia recobró la compostura y se levantó despacio. A salvo con las tropas Asesinas, corrió hasta Ezio, rompió un trozo de algodón de sus faldas y lo apretó contra su hombro; la tela blanca enseguida se tiñó de rojo por la sangre de la herida.

—¡Mierda! ¡No te arriesgues de esa manera! —le dijo Ezio y le dio las gracias al sargento mientras sus hombres hacían retroceder al enemigo, tirando a algunos de las altas almenas al tiempo que otros escapaban.

—Tenemos que meterte en el santuario —gritó Claudia—. ¡Venga!

Ezio permitió que le llevaran de nuevo, puesto que había perdido un montón de sangre. Mientras tanto, los ciudadanos que quedaban, que aún no habían podido huir, se reunieron a su alrededor. Monteriggioni estaba desierta y bajo el control total de las fuerzas Borgia. Tan sólo la ciudadela seguía en manos de los Asesinos.

Por fin llegaron a su objetivo: la sala cavernosa, fortificada, que había bajo el muro norte del castillo, conectada al edificio principal por un pasadizo secreto que empezaba en la biblioteca de Mario. Pero por poco. Uno de sus hombres, un ladrón veneciano llamado Paganino que antes había estado bajo el control de Antonio de Magianis, estaba cerrando la puerta secreta de la escalera cuando el último de los fugitivos la atravesó.

—¡Pensábamos que os habían matado, ser Ezio! —gritó.

—Aún no lo han conseguido —respondió Ezio en tono grave.

—No sé qué hacer. ¿Adónde lleva este pasadizo?

—Al norte, al otro lado de las murallas.

—Así que es cierto. Siempre creímos que era una leyenda.

—Bueno, ahora ya lo sabes —contestó Ezio y se quedó mirando al hombre pensando si, en un momento de exaltación, le había dicho demasiado a alguien a quien conocía más bien poco.

Le ordenó a su sargento que cerrara la puerta, pero en el último momento Paganino se escabulló para volver al edificio principal.

—¿Adónde vas?

—Tengo que ayudar a los defensores. No os preocupéis, los traeré hasta aquí.

—Tengo que echarle el pestillo a esta puerta. Si no vienes ahora, te quedarás solo.

—Ya me las apañaré, señor. Siempre lo hago.

—Entonces ve con Dios. Tengo que asegurarme de poner a salvo a esta gente.

Ezio hizo un balance de la multitud que había reunida en el santuario. En la penumbra, entre los fugitivos, pudo distinguir los rasgos no sólo de Claudia, sino de su madre, y suspiró de alivio para sus adentros.

—No hay tiempo que perder —les dijo y acompañó la puerta para cerrarla con una barra de hierro de considerables dimensiones.

Capítulo 11

De inmediato, la madre y la hermana de Ezio le vendaron correctamente la herida y le ayudaron a ponerse de pie. Después, Ezio le ordenó al sargento mayor que girara la palanca oculta que había dentro de la estatua del Maestro Asesino, Leonius, que estaba al lado de la repisa de una chimenea gigante en medio de la pared norte del santuario. La puerta secreta se abrió y reveló un pasillo por el que la gente podía escapar a la seguridad del campo a un kilómetro de los límites de la ciudad.

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