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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (10 page)

BOOK: Assur
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Intentando olvidarse del muchacho a medida que lo veía caminar hacia el bosque, se dispuso a tomarse el día de descanso que había planeado, deseando tener la fortuna de la vez anterior y cazar algo que poder cocinar cuando cayera la noche y encendiese su fogata.

Ya cubierto por la espesura, Assur refunfuñaba lleno de determinación. Llevaba caminado un buen trecho cuando se dio cuenta de que ni siquiera sabía adónde ir, no tenía idea de lo que iba a hacer.

A medida que avanzaba, la certeza y seguridad que lo habían inundado en su rabieta se fueron diluyendo, pero no se detuvo, y decidió que, si tenía que empezar por algún sitio, lo haría por su propia casa. Los normandos habían estado allí, podía ser que todavía estuviesen. Quizá encontrase a su padre, y así ya tendría en quien apoyarse; o podía ser que Sebastián, el mayor, hubiese escapado. Y si los normandos estaban todavía en Outeiro, podría observarlos, e intentar descubrir qué había sido de Ilduara.

Sujetando a Furco por un pliegue del pellejo del cuello, Assur prestaba atención. Intentaba escuchar alguna voz, algún sonido.

Todo aparecía tranquilo y, desde el viejo tocón en el que se agazapaba, no se veía nada que le indicase que los normandos seguían en Outeiro. Había restos de la escaramuza, un cesto abandonado del que se habían caído pequeñas manzanas, una capa pisoteada y arrugada, cenizas que volaban en la suave brisa. No solo no se veían normandos. No se veía a nadie. El aire le llegaba preñado de olores fuertes y desagradables, con el penetrante hedor acre a fuego y brasas se mezclaba el dulzón hedor de la muerte.

Dio un rodeo y llegó al mismo punto que la mañana anterior, viendo la esquina del muro de la casa del sayón como la había visto antes de que los acontecimientos se precipitaran de forma tan desgraciada. El día había pasado tan lentamente como un siglo, y el recuerdo de lo sucedido hizo que Assur sintiera una nueva punzada de culpabilidad, tuvo que cerrar con fuerza los ojos para no llorar.

Avanzó con pasos cautelosos, encorvándose sin ser consciente de ello, y muy atento a Furco, al que retenía continuamente con órdenes quedas. Lo primero que vio fueron los zuecos. Esparcidos por la tierra del camino había, al menos, una docena de pares. Unos terminados y enlustrados con grasa, otros a medio hacer, algunos eran solo proyectos en tarugos desbastados. Había uno roto junto a la puerta. Estaba abierta.

Habían saqueado la casa de Osorio y no habían visto utilidad alguna en el delicado trabajo del anciano. Assur no había visto jamás cómo tanto podía destruirse en tan poco tiempo. La techumbre se había consumido, del interior emanaba un desagradable olor a podredumbre en el que Assur no quiso pensar. Las herramientas y las pocas cosas que el
zoqueiro
había tenido aparecían tiradas de cualquier modo en los alrededores del umbral. Era evidente que se habían llevado todo lo que les había interesado. Con el resto habían arrasado.

El
zoqueiro
, vejancón, correoso y delgado como un mimbre, siempre había tratado bien al pequeño Assur, de hecho, a todos los niños del pueblo. Siempre tenía una sonrisa para ellos y, con cada nacimiento, el artesano se acordaba de hacerle algún sencillo juguete al recién llegado. El pequeño Ezequiel todavía jugaba tirando del diminuto carro que Assur había recibido años antes.

Siguió avanzando despacio, siempre atento a que Furco permaneciese a su lado. Rodeaba el muro de la casa del sayón y, por lo que podía ver, la propiedad del oficial del conde tampoco se había librado de las ansias de destrucción y pillaje de los normandos.

Y entonces vio los pies, uno de ellos todavía calzado con un zueco de oscuro nogal tratado al humo; un delicado trabajo de filigranas que se enredaban en el empeine labrado. Inconfundibles. El
zoqueiro
había caído en el estrecho paso entre su casa y la de su vecino. Assur corrió.

—¡Osorio! ¡Osorio!

Vomitó inmediatamente. Era obvio que el viejo artesano había sido el blanco del hacha que Assur había visto partir la mañana anterior. La enorme herida parecía querer escaparse del escuálido pecho huesudo del anciano. El cuerpo estaba hinchado y deformado. Las moscas zumbaban a su alrededor. En su cara, velada y pálida, se distinguía una desagradable expresión de horror, acrecentada por la inflamación que había causado la podredumbre.

Las violentas arcadas exprimieron en un instante la escasa bilis que el vacío estómago de Assur podía contener.

El muchacho, perdida ya toda precaución, echó a correr desesperado por lo que pudiera encontrarse. Furco lo seguía.

—¡Mamá! ¡Mamá!… ¡Ezequiel, Zacarías! ¡Mamá!

El pueblo le pareció inmenso.

—¡Padre! ¡Sebastián!… ¡Mamá!

Por desgracia para Assur, sus temores se confirmaron y, sin tener la posibilidad de elegir, su niñez acabó.

Encontró a mamá, a Zacarías, al pequeño Ezequiel, que sujetaba con sus manitas el carro de juguete. Y a su padre, delante de todos ellos. Assur estaba seguro de que los había defendido hasta el final.

No lloró. Quiso hacerlo. Pero se contuvo. Sabía que a padre no le hubiera gustado que lo hiciera.

Faltaba Sebastián. El mayor, el que siempre estaba ahí con una sonrisa indulgente, dispuesto a echar una mano a los pequeños aunque estuviese derrengado porque padre le había exigido trabajar todo el día como un hombre crecido.

Dudó. No sabía qué hacer. Tardó más de lo que hubiera deseado en tomar una decisión, y no fue hasta que se levantó el viento, arrastrando la pestilencia de la muerte, que se dio cuenta de cuál era su obligación.

No había nadie que pudiera ayudarlo, y el pequeño camposanto de Santa María de Pidre estaba muy lejos. No le quedó otra opción. Assur sabía que no era tierra consagrada, pero estaba seguro de que su madre, dadas las circunstancias, se hubiese alegrado de su decisión.

La tierra de la huerta había sido removida infinitas veces, pero a pesar de estar suelta y de ser fácil de manejar, Assur necesitó toda la mañana y parte de la tarde, la hora nona estaba cerca cuando terminó de cavar. Y, de algún modo, sintió que había hecho lo correcto, a mamá le hubiese gustado. Así lo sintió, y la idea le sirvió de consuelo.

Las tumbas abiertas eran irregulares, toscas. Eran heridas tan profundas en el pecho del muchacho como la del viejo Osorio, y eran igual de terribles. Tendrían que servir.

Ezequiel apenas pesaba. Y Assur le dejó llevarse su carro, estaba seguro de que el pequeño lo disfrutaría.

Con Zacarías no tuvo demasiados problemas, aunque no pudo cambiar la camisa ensangrentada y rota. Buscó una muda, pero en la casa nada quedaba aprovechable.

Para mamá lo peor fue el pelo. Tuvo que arrastrarla, y su preciosa melena se enredó, hojas del otoño y suciedad se trabaron en los cabellos. Necesitó mucho tiempo antes de conseguir que mamá estuviese bien y, aun así, no quedó satisfecho. Recurrió a todos cuantos arrestos le quedaban para no llorar.

Furco tuvo que ayudar con padre y, aun con la fuerza del lobo, le costó una eternidad moverlo. Resultó extraño y confuso sentir que era él quien debía ocuparse.

De tanto en tanto el niño acariciaba la cinta de lino que había atado a su muñeca y su fuerte determinación se veía consolidada. Él no se dio cuenta, pero probablemente, si no hubiera sido por el resquicio de esperanza que suponía aquel símbolo, no habría sido capaz de hacer cuanto hizo. De una manera incierta y oscura ese trozo de lino fue el ancla que mantuvo la cordura del niño en su sitio.

Cuando concluyó, estaba agotado, sin embargo, no se permitió flaquear. Estaba dispuesto a hacerlo todo solo si no le quedaba más remedio. Eso era lo que padre hubiera querido, no debía rendirse.

El viento arreció y algunas ramas crujieron con sonidos que eran como lamentos. La hojarasca se revolvió en pequeños torbellinos y los cuervos que aprovechaban lo sucedido graznaron desde el interior del pueblo. Assur no sabía ningún responso, pero dedicó unos instantes a recordarlos a todos.

Consiguió no llorar, y un pequeño deje de orgullo mantuvo su ánimo lejos de la desesperación.

Pensando en recuperar fuerzas y organizar sus ideas, se sentó frente a las tumbas, mirándolas con aire ausente. Era difícil impedir que el dolor se le comiera el alma. Era casi imposible pensar en el siguiente paso. No encontró consuelo por más que lo buscó y, sin siquiera percatarse de ello, sintió un agradecimiento infinito por la lealtad de Furco. Este, por su parte, tan cansado y hambriento como podía estarlo su amo, se dejó caer de medio lado, apoyando la cabeza en las manos y cerrando los ojos.

—A lo mejor sería buena idea preparar unas cruces. ¿Quieres una mano?

La voz, con su inconfundible tono ronco, obligó al muchacho a girarse.

Gutier no dijo nada más, pero abrió los brazos para recibir al niño, que corría hacia él.

Había llegado con tiempo como para ver a Assur terminar su dolorosa tarea, y se había decidido a dejarlo continuar en solitario, sintiendo que tal hubiera sido el deseo del muchacho. Cada uno debía ocuparse de los suyos. Gutier era consciente de que esa podía ser una máxima poco cristiana, pero práctica y útil en una tierra de guerras y fronteras inestables. Además, como el infanzón bien sabía, el dolor siempre se convertía en una amante íntima y despechada que, con egoísmo infinito, reclamaba toda la atención.

No hablaron mucho, uno no quería escuchar y el otro no sabía muy bien qué decir. Para evitar que las alimañas pudiesen profanar los cuerpos cubrieron las tumbas con piedras. Luego, Gutier usó algunas de las herramientas de Osorio para apañar unos cuantos tablones y convertirlos en cruces. Por último, talló los nombres que Assur le dictó con golpes toscos y rápidos de formón, aprovechando las últimas luces del día. Fue un trabajo basto, pero el muchacho pareció quedar satisfecho.

—Cuando haya encontrado a Sebastián y a Ilduara… y resuelto todo esto, me encargaré de que un sacerdote se ocupe de sus almas. Y buscaré el modo de conseguir unas laudas… Tendré que acordarme de cuál es cuál… —Y, con esas palabras, giró sobre sí mismo y se encaminó a lo poco que quedaba de su casa.

Gutier estuvo a punto de preguntar, pero calló en cuanto se dio cuenta de que el muchacho no sabía leer.

Al poco, el niño salió de la casa con un hatillo y se encaminó al bosque. El lobo lo seguía moviendo el rabo.

—¡Muchacho! ¿Adónde vas?

Assur ni siquiera se giró, contestó levantando la voz a medida que se alejaba.

—A buscar a mi hermana y de paso, a mi hermano mayor. Aquí ya no hay nada más que hacer… Bueno, sí lo hay, pero yo no puedo ocuparme de toda esa gente. Tengo que encontrarlos. Tengo que encontrar a Ilduara.

Gutier no dijo nada. Sabía que no era prudente quedarse en el pueblo: los restos de la muerte eran fuente de miasmas y enfermedades, así que, todavía dudando, a medias aguas entre la curiosidad y la admiración por la entereza del zagal, se animó a seguir al muchacho.

El infanzón no apuró el paso y aunque no perdía de vista al niño, le dejaba conservar la ventaja. Cuando ya llevaban un tramo recorrido en el interior del bosque, Gutier, previsor y al tanto, se puso a rebuscar en su zurrón. La reacción de Furco fue casi inmediata, se paró en seco y olisqueó nervioso con inspiraciones rápidas y agitadas. Assur necesitó unos pasos de más para darse cuenta de que su lobo se había detenido.

—¿Quieres un poco de cecina? —preguntó Gutier mientras ofrecía con la mano extendida un buen trozo de la carne seca.

Assur se giró para mirarlo con ojos brillantes y ansiosos. Tardó en contestar, y Gutier se percató del esfuerzo que el muchacho hacía.

—No, no quiero, gracias. En cuanto encuentre un lugar en el que pasar la noche, buscaré algo de comer.

A Gutier aquel niño le gustaba cada vez más. Era evidente que estaba muerto de hambre, sin embargo, había tomado la decisión de apañárselas solo y eso intentaba. De hecho, aunque no le había dicho que no lo siguiera, tampoco le había pedido que lo acompañara. Estaba seguro de que si Assur supiera escribir, tampoco le hubiese consentido encargarse de las cruces de las tumbas. Sin embargo, el infanzón no pensaba permitirle al crío que se mostrase tan altanero.

—Hijo, tienes dos opciones, o compartir conmigo mis provisiones o comerte los mocos… Así que ¡tú decides! —dijo el leonés con el gesto serio—. Pero hazlo pronto, porque yo quiero encontrar un sitio apropiado para instalarme antes de que oscurezca, a ser posible un lugar en el que poder encender un fuego sin riesgo de ser visto.

Por unos instantes, Assur tuvo el arrojo de mirar fijamente a los ojos de Gutier mostrándose impertérrito, pero tuvo que reconocer que no tenía muchas opciones. Además, Furco, aunque no se había movido de su lado, gemía inquieto pasándose la lengua una y otra vez por los belfos húmedos y, si no tanto por él mismo, sí por su animal, aceptó la cecina que le ofrecía el infanzón.

—Gra… gracias —concedió al fin el niño bajando los ojos y alargando el brazo.

Assur había conocido épocas de hambruna, como cualquier otro niño de aquellas tierras, pero, aun así, no pudo evitar que las tripas le gruñeran con fuerza mientras aceptaba el tasajo, esforzándose por no demostrar la enorme ansia que sentía. A pesar de la cual, y recordándose que no debía ser egoísta, rompió la carne aprovechando la nervadura y repartió el trozo de cecina, mitad y mitad, con Furco, que lo tragó de un bocado ansioso y se quedó suplicando un poco más, abriendo sus enormes ojos amarillos tanto como podía.

Gutier no había preguntado al muchacho hacia dónde se dirigía o cuáles eran sus planes. Había preferido mantenerse en silencio, y no solo por respeto al duelo del chico, sino también porque él mismo necesitaba meditar sobre los acontecimientos. Se estaba viendo implicado de un modo inusual y tenía que digerir los cambios.

Por sugerencia del zagal se habían detenido junto a un gigantesco castaño. El árbol, que seguramente ya era viejo antes de que Roma cayera, tenía un enorme tronco retorcido que los años y las lluvias habían ahuecado, dejando la madera reseca y engarmada, llena de filigranas oscuras que la podredumbre había ido tejiendo. Era lo suficientemente grande como para que ni siquiera el abrazo de tres hombres juntos pudiera abarcarlo. Y solo la capa más exterior, la corteza y unas pocas pulgadas, se mantenía viva. Las ramas, cómicamente cortas, aparecían todavía verdes y sanas, cargadas de puntiagudos erizos que el otoño aún no había empezado a soltar. Assur lo conocía porque aquel tronco hueco era uno de los escondites preferidos de Ilduara.

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