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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (108 page)

BOOK: Assur
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—¡Disculpad! Quisiera hablaros —dijo Assur sin más intención que preguntar por su hermana.

Adosindo tardó un momento en asimilar lo que había oído, pero en cuanto lo hizo, no se le ocurrió otra cosa que echar a correr, primero con pasos indecisos, después como si el mismísimo Satanás le hubiese echado lumbre a los bajos del hábito. Y Assur se dio cuenta al instante de que el sacerdote lo había malinterpretado, y de que ya era tarde para explicarle que a él le importaba bien poco saber o no saber que el otro violentaba su voto de castidad, y mucho menos con quién decidía calentar su lecho. Lo último que vio fue el revuelo de la cogulla, que se entretuvo tras los talones de su dueño después de que el secretario del obispo torciese en la siguiente esquina.

Luego empezó a llover mansamente, con finas gotas que bañaban la ciudad perezosamente, haciendo que sus piedras encontrasen resplandores que aparecieron con la fina pátina de humedad que las cubrió.

Sin otra cosa que hacer, Assur regresó pensativo a La Guyenne. Deseaba hablar sobre lo sucedido con Thyre. No podía evitar lamentarse, era consciente de que existían muchas posibilidades de que hubiera estropeado la última oportunidad de encontrar a su hermana, y esperaba contárselo a su esposa para escuchar lo que ella le diría.

—Hijo, no sé qué ha pasado —le dijo Bartolomé por encima de los brazos cruzados de los guardias—. O qué habréis hecho, pero él lo ha dejado muy claro, no quiere veros…

—Pero…

—En cuanto le he mencionado quién erais —continuó el mallorquín sin dejar que Assur terminase su queja—, se ha dado cuenta de que ya habíais estado ayer aquí… Y no va a recibiros…

El portero no creía que fuese el momento de entrar en detalles, aunque lo dicho ya resumía con acierto la respuesta de Adosindo ante la petición de audiencia. Aquella mañana Bartolomé se había encontrado con el secretario, como cada día, y había notado que Adosindo andaba más saltarín e inquieto de lo que tenía por costumbre, hasta se atrevió a figurarse, con cierta picaresca, que al amanuense se le había colado un avispero en el hábito.

Sin embargo, cuando aquel gigantón barbado se volvió a presentar en la portería de la casa episcopal, Bartolomé no pudo llegar a imaginarse que Adosindo reaccionaría de semejante modo al pasarle recado de que, a falta del obispo, había quien quería hablar con él.

—No va a recibiros —insistió el mallorquín sin querer añadir las blasfemias que se le habían escapado al secretario en la negación.

—Pero…

—O callas, o te callo —le espetó uno de los guardias amenazante entre vaharadas de un aliento que confesaba que en la cena de la noche pasada había abusado de los puerros.

Estaban todos apelotonados bajo el quicio de la entrada, el ballenero a un lado, el portero a otro, lo guardias en medio.

Assur tuvo por un momento la tentación de acabar con los guardias y granjearse el paso, pero la desechó con presteza al imaginar tan solo las primeras consecuencias.

—Ha dicho que no sois bienvenido en esta santa casa… Y me temo que aún podría ser peor…

En las prisas del momento Assur no llegó a entrever la amenaza velada, y tampoco entendió que el portero intentaba hacer el rechazo cordial. El tal Adosindo, para salvar su propio pellejo, bien podría haberle acusado falsamente de brujería o de cualquier barbarie, condenándolo a sufrir una ordalía y a verse preso. Algo bastante común en esos tiempos convulsos, en los que una ciudad como Compostela atraía a gentuza de todos lados, incluidos facinerosos y timadores que escapaban de los dominios del rígido régimen del sacro imperio, más allá de los Pirineos.

Thyre, al pie del carromato, veía la escena con preocupación, sin llegar a comprender todo lo que sucedía, pero entendiéndolo sin necesidad de acertar el significado de cada palabra. Mucho más calmada y lúcida que su esposo, ella adivinaba lo sucedido. Asustado por el encuentro de la noche anterior, el sacerdote había preferido agazaparse como una cochinilla sorprendida al levantar un pedrusco y, enrollado sobre sí mismo, cerraba a cal y canto cualquier posibilidad de ponerse al descubierto por las palabras de Assur. Y, aunque Thyre era consciente de que a su esposo le importaba muy poco con quién se encamaba el ayudante del obispo, también lo era de que el secretario no podía saberlo. Y bien podía el tal Adosindo imaginar que Assur quisiera chantajearlo, o que se animase a denunciarlo ante el tribunal eclesiástico por la pura vileza de hacerlo.

—No os recibirá, hijo, y no creo que os convenga volver a acercaros por aquí —dijo el portero con una conmiseración de la que no supo explicar el porqué al recordar las pestes vertidas por Adosindo al negarse a recibir al de Ribadulla.

—Me conoce, me conoce…

Uno de los guardias, menos propenso al mal humor que su compañero, murmuró unas cuantas palabras en voz baja.

—Deberíais obedecer, solo puede ir a peor…

Era un hombre de las mesnadas mantenidas por el episcopado en acuerdo a las viejas leyes góticas; y por su rostro sufrido y la cicatriz que le cruzaba la ceja, bien podía tratarse de un veterano de la batalla de Fornelos, en la que los normandos habían dado una muerte cruel al obispo Sisnando, y esa suposición hizo que a Assur le extrañase el gesto; pues el antiguo arponero sabía bien que su aspecto y sus formas le hacían parecer un nórdico a los ojos de muchos de sus paisanos.

Pero el ballenero no sabía que aquel hombre, que respondía al nombre de Malaquías y que no solo había estado en la feroz lucha del sur de Compostela durante el ataque de Gunrød, sino que también había sido uno de los que levantaran el desfigurado cadáver del obispo, intuía, de hecho, lo que estaba sucediendo.

El guardia Malaquías llevaba tantos años en la sede episcopal que incluso podría haberle hablado a Assur de su hermana, pues recordaba perfectamente a la agradable niña que Rosendo había rescatado de las manos normandas, y conocía muy bien a todos los que allí trabajaban, así como todos los rumores que corrían de un extremo a otro. Además, había visto a Adosindo en más de una de sus furtivas escapadas nocturnas, en madrugadas en las que un hombre solo podía escabullirse si tenía en mente una de entre dos o tres posibilidades, lo que cuadraba con las habladurías que años atrás había hecho correr un joven palafrenero.

—Marchaos —volvió a susurrar Malaquías, consiguiendo una mirada de reproche del otro guardia.

Tras los mesnaderos, desde el umbral de la residencia episcopal, Bartolomé seguía intentando explicarse sin saber qué decir, pues a él tampoco le habían expuesto razones.

Thyre conocía bien a su esposo y, cuando lo vio apretar los puños de las manos que tenía a los costados, se acercó por detrás, abandonando el carromato un momento, y le tocó la muñeca suavemente. Él se giró y no hicieron falta palabras, Assur entendió que no merecía la pena enzarzarse en una pelea que a nada bueno conduciría.

Se retiraron cabizbajos, sin otro signo de despecho que un maullido ronco de Slepnir y un detalle humeante y caliente que la mula Thojdhild dejó tras de sí, como si con ello quisiera rubricar lo que pensaba su amo de los recelos del secretario del obispo.

—¿Y ahora qué haremos?

Él había hecho la pregunta en castellano, pero Thyre prefirió contestar en su propio idioma.

—Creo que te has cegado… Lo que importa es que has encontrado un nuevo cabo del que tirar para encontrar a tu hermana, eso es lo que deberías tener presente —dijo ella girándose hacia su esposo en el pescante y reacomodando al pequeño Weland en su regazo—. ¿Qué importa que no desee recibirte por culpa de sus miedos? —Assur intentó hablar y ella lo detuvo alzando su única mano libre—. ¿Es que no te das cuenta?

El arponero calló por no hablar en vano y dejó a su esposa explicarse.

—Ahora, estás al tanto de que es probable que él sepa algo sobre tu hermana. Es más de lo que tenías ayer, cuando supimos que ese tal Rosendus —Assur no se molestó en corregirla— había muerto. Así que basta esperar una temporada a que el miedo se le escurra del cuerpo…

—Pero yo no voy a airear sus trapos sucios, a mí me la trae al pairo lo que haga y cómo lo haga —intervino él sin poder evitarlo.

—… Bastará con esperar —insistió ella—. Luego, cuando ese Adosindo haya tenido tiempo de sacudirse el desasosiego, podemos enviar recado. Podríamos pedírselo a otra persona, para que no se le vuelvan a retorcer las tripas al saber que eres tú de nuevo. O escribir un mensaje haciéndote pasar por Sebastián o alguno de tus hermanos, o de cualquier otro que pudiera interesarse por el paradero de tu hermana —sugirió—, no creo que él sepa los detalles de lo que sucedió con el resto de vosotros. Y después, bastará con esperar respuesta…

A Assur se le iluminaron los ojos y, en un arrebato feliz, le plantó un sonoro beso a su esposa en los labios.

—Parezco idiota —confesó él cuando se separó, aprovechando para acariciar tiernamente la cabeza de su hijo mientras con la otra mano tensó las riendas para recuperar el rumbo correcto.

Thyre no quiso echar más leña al fuego y prefirió no decir nada más al respecto, por lo que se limitó a añadir:

—Todo saldrá bien…

Entonces el arponero cayó en la cuenta de algo y volvió a girarse hacia ella.

—¿Y dónde esperaremos? ¿Qué haremos mientras tanto?

Ella sonrió antes de contestar. Era algo en lo que ya había pensado, y mucho, pues ansiaba cambiar aquella vida errante que llevaban.

—Creo que podemos ir hasta esa casa de la que tanto me has hablado, me parece que va siendo hora de que tengamos un hogar… No podemos pasarnos la vida dando tumbos por el mundo en un carromato… ¿O es que no tienes intención de cederme las llaves? —preguntó con picardía—. Porque va siendo hora…

Ambos se miraron sonriendo, llenos, gracias a ella, de un buen humor que despejaba todos los inconvenientes y que acompañaba al día que, librándose de las nubes que habían traído la lluvia la noche anterior, empezaba a solearse.

Y él volvió a besarla con una expresión risueña cubriéndole el rostro, y la pequeña Ilduara, que había estado durmiendo en la trasera, se echó a llorar disputándole la atención de su madre a su padre.

Antes de salir de Compostela se entretuvieron haciendo algunas compras en los abastos y, además de víveres y un par de paños de muaré de los que se encaprichó Thyre, Assur adquirió varios rulos de torzal de seda y unos cuantos metros de cordel trenzado, hecho con crines de caballo y tratado con aceite de linaza.

Por primera vez en mucho tiempo Thyre volvió a ver cómo su esposo sonreía cada mañana y, aunque esperaba que todo saliese bien, no podía alejar de sí las incertidumbres que esa nueva vida que pensaban emprender despertaba en ella, pero no compartió esos miedos con Assur. Estaba encantada participando de las esperanzas de él y prefería mantener el buen ánimo sin dejarle rincones abiertos a las dudas.

Siguieron camino hacia el sur, hasta los hitos de Iria Flavia y, continuando por una vieja calzada romana, viraron a levante, remontando el Ulla, el mismo río del que tantas veces él le había hablado; y Thyre se sintió complacida recordando los días felices en los que habían viajado al sur desde Jòrvik, en la isla de los britanos.

Assur reconocía ahora lugares del camino, pero lo hacía con un regocijo que alivió las inquietudes de su esposa y, como ya habían hecho en las
tierras verdes
, hablaron de lo que harían en su hogar, de lo que cultivarían y de los animales que criarían.

En su avance hacia el este pasaron por bosques cerrados que a Thyre se le hicieron extraños por la multitud de árboles y plantas que no conocía, pues parecía haber mil clases más que en las tierras del norte. Y, en esas soleadas tardes cubiertas del benigno calor del final del verano, aprovechaban lo que la naturaleza les brindaba para acompañar sus comidas.

Antes de llegar a un lugar llamado Aixón, hicieron noche cerca de los restos de grandes construcciones vejadas por el devenir de los años, y Assur le explicó a su esposa que se trataba de las fortalezas de los pueblos que habían dominado aquellas tierras de montes y ríos antes de que los romanos conquistaran el intrincado territorio. Y Thyre, que se había criado entre gentes acostumbradas a abrir su propio camino y a conquistar tierras baldías para expandirse, se asombró al saber que en lugares como aquel los hombres llevaban cientos de años labrando su lugar.

Al pie de los grandes murallones derruidos, casi asimilados por las ondulaciones del propio paisaje, había crecidas matas de zarzamoras llenas de frutos maduros, y los gemelos comieron golosos hasta acabar con sus manitas y sus rostros llenos de manchurrones tintos y pegajosos.

Y, cuando sus hijos se durmieron y Sleipnir salió de ronda para conocer los alrededores y acallar los maullidos de alguna ardorosa gata en celo, Assur y Thyre se acostaron satisfechos bajo las estrellas que brillaban en un cielo despejado, punteando los escasos huecos que las ramas llenas de hojas de los árboles dejaban. Ella apoyó la mejilla en el pecho de su esposo y lo rodeó con un brazo cariñoso mientras hablaban del futuro que les aguardaba y Assur, que contestaba a las preguntas de Thyre con paciencia amorosa, peinaba entre sus dedos los largos rizos trigueños.

Del bosque, con los golpes tímidos de la brisa, llegaban los olores secos que anunciaban el otoño, confirmado por los colores dorados de las espigas maduras de los campos de cereal que habían ido dejando tras de sí al avanzar en el camino.

En la espesura se movieron las matas de jaras, levantando murmullos y obligando a una lechuza a cambiar de apostadero. Una gineta avispada que había estado al tanto se adelantó a la rapaz y cazó a un gazapo despistado que buscaba aliviar el hambre. Era una noche serena, y las cigarras entonaban sus cantos llenando el aire de llamadas que solo ellas entendían.

Gozosos, Assur y Thyre se entregaron el uno al otro, disfrutando de la madurez de sus cuerpos, sin que el amor les dejase ver las huellas que el tiempo había ido dejando poco a poco.

Cuando terminaron se recostaron de nuevo el uno al lado del otro, en silencio, disfrutando sin más de la mutua compañía y, mientras Thyre acariciaba el hombro firme de su esposo con yemas delicadas que recorrían las líneas que marcaban los músculos, una nueva vida empezó a nacer en su interior sin que ninguno de los dos supiese que, al abrazarse para dormir aquella noche, entre ambos quedaría su próximo hijo, un varón que heredaría el rudo aspecto de los ancestros de Thyre y al que llamarían Gutier.

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