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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (104 page)

BOOK: Assur
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Con los fríos del invierno Assur sonreía a menudo viendo cómo Francesca y su esposa amantaban a los niños hasta ponerlos colorados y, de tanto en tanto, pensaba en el viaje que tenían todos por delante; haciéndose preguntas sobre Compostela, el obispo Rosendo, el propio Gutier y el bueno de Jesse, imaginando que encontraba a su hermana y podía presentarle a su familia, estaba seguro de que Ilduara sería inmensamente feliz al conocer a sus pequeños sobrinos.

Durante esa época, la más cruda del año londinense, el gran canal se volvía peligroso y los mercantes se resguardaban en los embarcaderos, pero Dvalin se ocupó de que la voz siguiese corriendo. Para cuando llegara la primavera hasta los habituales de la más infecta de las tabernas del puerto sabrían que se recompensaría el aviso de algún patrón que viajase a Jacobsland.

No sin dudar, Assur había valorado muchas opciones y, siguiendo el consejo de Dvalin, había tomado una decisión. Esperarían hasta el siguiente otoño, al final de la temporada que vendría y, si hasta entonces no había aparecido ningún barco con el destino que les convenía, se limitarían a cruzar el canal hasta la tierra de los francos, bajarían hacia las montañas de la Marca del imperio magno y harían por tierra el resto del camino a Compostela.

Sus monturas y la mula Thojdhild estaban gordas por la falta de ejercicio, y Assur intentó venderlas en las caballerizas que habían contratado. Pero Thyre se había encariñado con la acémila y, aunque no le puso objeciones para llegar a un acuerdo por los caballos, cedieron parte de lo obtenido para seguir manteniendo al animal en los establos, hasta saber si podrían o no llevarla con ellos.

El gato al que Assur había dado los restos de los pichones cocinados por Francesca poco antes de que nacieran los niños se acostumbró pronto a la rutina y, antes de que pudiesen evitarlo, se atrevió a tomarse confianzas. Se hizo habitual que se colase por las mañanas para dormir al calorcillo del fuego del hogar y que, antes de salir de ronda cada noche, aprovechase las sobras de los platos.

Dvalin se hizo rápidamente su amigo y no era raro ver al animal acurrucado en las rodillas del enano, entornando los ojos mientras el panadero le rascaba entre las orejas provocando ronroneos graves. Aunque con quien se llevaba mejor era con Thyre, que le regalaba siempre los restos de los apetitosos guisos de la viuda. Y, cuando ya era evidente que el felino se había convertido en el verdadero dueño de aquel hogar, Dvalin decidió llamarlo Sleipnir, pues viéndolo correr tras el cabo de un torzal con el que Francesca andaba cosiendo remiendos, al enano le pareció que bien se podía decir que el gato parecía tener ocho patas.

Eudald del Port siempre le decía a quien quisiera escucharlo que solo había dos verdades absolutas e inamovibles que podían tomarse como dogma de fe cierta y auténtica: que Barcelona era la mejor y más bonita ciudad del mundo conocido y que, a medida que uno se alejaba de ella, el número de mentecatos sin seso crecía y crecía hasta parecer que no tendría fin.

Hijo de la miseria arrastrada por dos payeses que buscaran fortuna entre las murallas de Barcelona, la disentería lo había convertido en huérfano antes de que sus padres pudieran librarse siquiera del hambre que los había desahuciado del alfoz. Y el zagal, a medio camino entre ladronzuelo que escapaba de los hombres del Veguer y recadero de cualquiera de las naves atracadas en las dársenas de la gran ciudad, había crecido en la indigencia, durmiendo apretujado entre las nasas desastradas del puerto, ansiando cada bocado de fruta robada y rabeando tras escarcelas abultadas en cintos descuidados; hambriento y casi raquítico mientras la urbe, como queriendo llevarle la contraria, medraba con ostentosa prosperidad gracias a las encomiendas y dineros de las casas condales que, para salvaguardar su frontera más meridional, habían sido instauradas en la Marca Hispánica por los herederos del imperio carolingio.

En aquellos años de su infancia Barcelona brillaba en el Medi Terraneum. En liza con la Genua ligurina o la misteriosa Venezia, en la que las gentes nadaban en lugar de caminar; la ciudad de los condes luchaba por forjar un comercio que trajera caudales hasta los negocios de sus gentes. Hasta los ancladeros barceloneses llegaban naves de Calabria, de Apulia y hasta de lugares de impronunciables nombres como Ishm o Gru, y el joven Eudald, deseando dejar atrás el miedo a que las ratas le comiesen los pies mientras dormía entre desperdicios, consiguió, gracias a su pillería y descaro, un puesto de grumete en la Matosinha, una altiva galera bajo el mando de un ascético luso de nombre João Florez.

Cuando le mandaban limpiar las cubiertas de los galeotes, le asaltaban arcadas que el cómitre cortaba haciendo restallar el rebenque, pero el recuerdo del hambre era mucho mejor acicate que el látigo y Eudald, que no tenía otra cosa que su voluntad, temiendo ser abandonado en cualquier puerto si no se mostraba útil, la puso toda en el empeño.

Para cuando la barba empezó a espesarle ya era timonel, y en pocos años más un severo contramaestre que atesoraba con esmero cuanto ganaba para librarse de los recuerdos de tanta miseria.

A la muerte del patrón Florez, Eudald, al que todos conocían como
del Port
, se convirtió en dueño de la Matosinha y, tal y como había hecho el luso, se ganó la vida con lo que cargaba en su nao. Sin embargo, para colmo de su desgracia, al poco de disfrutar de su nueva condición, cuando ya se había atrevido a pensar que las penurias podían olvidarse, las tornas se volvieron de nuevo.

En una terrible, dura y cruel arremetida contra los dominios de la resistencia cristiana, el caudillo muslime Al-Mansur había decidido arrasar con aquellos descreídos infieles que molestaban al inefable atreviéndose a campar por los límites de los dominios del único dios verdadero, llegando incluso a adorar falsos ídolos y, lo que era casi igual de grave, atreviéndose a robarles preponderancia a los mercados del califato.

Como buen creyente, Al-Mansur sabía que solo acontecía aquello que el mismo y único Allh deseaba; Él, cuya voluntad era destino, en su plenitud, en sus noventa y nueve nombres, era todo y todo lo podía. Por eso, liderando miles de bereberes armados hasta los dientes con alfanjes afilados, el caudillo había iniciado la
yihad
, para llevar a cualquier extremo del mundo conocido la grandeza y la fe del único y todopoderoso. Y Barcelona, con sus mesas de cambistas judíos, su palestra en el floreciente mercado de esclavos y su extenso Mercadal, había sido uno de los primeros objetivos del líder agareno.

Eudald regresaba de una última escala en Apulia con un cargamento de lana y telas adamascadas que había conseguido vendiendo delicados corales tallados, exquisita cerámica decorada y densos aceites hechos de las mejores olivas. Llegó a tiempo para ver la destrucción que, después de medio año de ocupación, había dejado tras de sí Al-Mansur. Barcelona había sido pasada a sangre y fuego, y además del salvaje saqueo de sus arcas, el moro había raptado a prohombres de la ciudad como el vizconde Udalardo o el arcediano Arnulfo, presos en Córdoba. Tal fue la magnitud de los desmanes del caudillo mahometano que tras él quedaron las cenizas de monasterios barceloneses y de la mismísima catedral.

Las únicas beneficiadas fueron las descendientes de aquellas ratas del puerto que tanto había temido Eudald, el comercio se fue al traste y la pobreza y las penurias se extendieron adelantándose a la peste. Siguieron años terribles aun a pesar de los esfuerzos de la casa condal, que se negaba a renunciar a la prosperidad de sus señoríos y que, con el apoyo del discutido papa Silvestre II, del que se decía que dominaba la cábala y otras artes esotéricas, incluso se atrevió a romper el juramento de lealtad que les habían venido exigiendo los reyes francos.

El miedo a la miseria de la que con tanto ahínco había escapado se instauró de nuevo en su ánimo y Eudald del Port, en aquellos escabrosos tiempos, se devanó los sesos buscando el modo de garantizarse el pan.

Recordó que el viejo patrón Florez había empezado sus días como navegante llevando hasta las islas de los anglos el vino de sus tierras lusas, que era allí muy apreciado, y el barcelonés, que había escuchado aquellas historias en múltiples guardias al timón, había tomado la decisión en un instante.

Era un lance del que no sabía otra cosa que aquellos rumores de cubierta y sollado, hubo mucho que disponer y más aún en lo que gastar: más de un doloroso soborno que entregar y la obligación de contratar a un liberto de nombre Yusuf para que le sirviera de intérprete en las tierras del antiguo patrón, bajo el dominio sarraceno aun a pesar de los esfuerzos de los reinos cristianos de la península.

A algunos les pareció que era imposible, sin embargo, remontando el río que los anglos llamaban Thames, se llegaba, tal y como había explicado el viejo João, a una gran ciudad portuaria de nombre London en la que los vinos lusos se vendían a buen precio. Y Eudald, obligado por sus viejos miedos, pronto encontró otras mercancías que merecían el viaje de ida y vuelta; cruzando el estrecho al sur de la roca de Tariq, bojeando los dominios sarracenos hasta llegar a las primeras tierras cristianas, navegando hasta Anglia a través de un mar bravío y oscuro muy distinto al que Eudald había visto y conocido frente a su puerto natal.

Era un largo recorrido que, con el auge de Compostela, le había brindado inesperados mercados nuevos. Pues, a pesar de las malas temporadas que siguieron a las razias de Al-Mansur, que habían llegado a la misma ciudad del apóstol, las reliquias de Santiago habían convertido a Galicia en un lugar al que toda la cristiandad quería peregrinar. Y en London, además de vender los vinos lusos, los encajes que compraba en Barcelona llegados desde territorio franco y las telas de Apulia, Eudald del Port hacía también negocio transportando a devotos anglos cuya ansia de visitar los restos del Zebedeo los llevaba a emprender tan larga travesía.

Y, una vez más, atracado en los embarcaderos del Thames antes de sexta, y dejando en manos de la tripulación estar pendientes de la carga, Eudald desembarcó dispuesto a pagar los impuestos que le exigieran y a tomarse un descanso en una taberna del distrito lombardo en la que conseguía unas fantásticas olivas que le libraban de la morriña que sentía siempre que estaba lejos de Barcelona, pues su fresco sabor agrio le recordaba a las que se cultivaban en los campos de olivos que había cerca de su propia ciudad natal.

Lo que el marino jamás hubiera esperado era que, antes incluso de terminar la primera jarra de vino, fuera a encontrarse allí mismo con un enano de estrambótico aspecto. Con la pinta de una talla hecha por un habilidoso artesano, el curioso personaje parecía una versión reducida de los norteños contra los que los anglos llevaban años peleando.

El enano iba vestido al modo normando, tenía el rostro barbado, llevaba brazaletes en sus cortos brazos y del cuello le pendía uno de esos colgantes en forma de martillo que tan abundantes eran entre aquellas gentes. Lo trajo a la mesa el tabernero y aquel peculiar personaje se sentó sin ser invitado con una seguridad que, de no ser por los restos de harina que le manchaban el corto tabardo, le hubiera servido al barcelonés para suponer que se encontraba ante uno de aquellos terribles guerreros sobre los que los isleños hablaban con temor.

Antes de que Eudald pudiese hablarle o quejarse al tabernero, el enano empezó a dirigirse al patrón con hoscas formas en una inverosímil mezcolanza de idiomas.

—Dvalin ya ha salido, pronto sabremos si es algo más que un rumor —le dijo a su esposa.

Thyre, que amamantaba a Weland, alzó el rostro y miró a Assur. El pequeño se revolvió inquieto y la madre acomodó el brazo.

El tahonero solo había parado un instante en la casa de la viuda para darles recado a sus amigos; la noticia había llegado desde el puerto y, poco después, su amigo común, el tabernero de origen lombardo, le había hecho llegar la confirmación a través de uno de los chicuelos de la ciudad, que se había presentado en el negocio de Dvalin sin resuello y pidiendo una moneda a cambio del mensaje.

—¿Y crees que ese tal Carlo está en lo cierto? ¿A Jacobsland?

Assur consideró la pregunta de su esposa antes de responder. Apenas conocía al cantinero, pero sí tenía confianza en el criterio del enano. Y, si a su regreso el panadero les confirmaba las noticias, sabrían a qué atenerse.

—Dvalin y Francesca lo conocen desde hace años, y los rumores corren en las cantinas más rápido que la cerveza… Sí, supongo que sí, puede que haya llegado el momento.

El hispano no se olvidaba de que la opinión de Carlo apenas podía tenerse en cuenta en poco más que en lo referente a vinos y pesca, pero también sabía que no podía ser tan difícil reconocer a un navegante llegado desde un lugar como la Marca, y mucho menos pasar por alto que en el puerto ya se hubieran empezado a arremolinar otros peregrinos.

Ilduara gateaba tras Sleipnir entre gorgoritos felices y el gato, falto de paciencia ante los abusos de la pequeña, que encontraba de lo más divertido tirarle del rabo, buscaba algún lugar al que subirse para echar una siesta en paz.

Thyre miró los recreos de su hija por un momento. Luego su sonrisa se apagó, no sabía si sentirse emocionada o contrariada, se había acostumbrado a la vida que llevaban en la casita de Francesca y, aunque sabía que ese momento llegaría, no podía dejar de temer el incierto futuro que se abría ante ellos. Estaba dispuesta a seguir a su esposo adonde fuera y como fuera, pero el inmenso amor que sentía por él no siempre era suficiente para librarla de todas las incertidumbres que, de tanto en tanto, se empeñaban en asaltarla.

Assur se dio cuenta de las tribulaciones de su esposa y se acercó hasta ella. Acarició suavemente la cabeza de su hijo, en la que ya se distinguían los mismos rizos lánguidos que tenía la madre, y luego se sentó junto a su esposa.

—Podría ir yo solo y volver tras haber encontrado a mi hermana…

Ella miró a su esposo agradecida, una vez más le demostraba su amor. No dijo nada y se limitó a cogerle la mano.

—¿El gato también?

Ante el mudo gesto de asentimiento, decorado con un inocente parpadeo, Assur se desarmó.

—Pero… ¿qué pretendes? Con dos chiquillos, una mula y un gato… parecerá que somos una panda de artistas callejeros, lo único que nos va a faltar es una cabra…

Thyre solo sonrió y Dvalin, divertido, intervino.

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