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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (18 page)

BOOK: Assur
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Weland y Gutier habían discutido las distintas posibilidades que se les ocurrieron, ambos entendían que los nórdicos pasarían un invierno tranquilo, era fácil suponer que, con la nieve amenazando cerrar los pasos, al menos por el momento, las huestes normandas no se atreverían a moverse mucho más al este y arriesgarse a que los montes del Bierzo les supusieran una trampa en la que plantear batalla resultase imposible. Sin embargo, ambos estaban seguros de que todo el valle del Ulla seguiría sufriendo la ocupación y dominio de los nórdicos hasta que las fuerzas hispanas se les opusieran. Con el reino dividido y la corona en manos indecisas, mientras no hubiera quien les plantase cara, Weland y Gutier sabían que los normandos no regresarían sin más a sus tierras del norte.

Gutier deseaba hablar con el conde y, de algún modo, convencerlo para tomar una decisión antes de la primavera. Quería ilusionarse con la perspectiva de una expulsión antes de que empezase el verano. Y, aunque sabía que un simple infanzón como él no tenía semejante derecho arrogado, no podía evitar pensar en ello. Le bastaba mirar al muchacho para recordar el dolor que aquellos paganos descreídos podían engendrar.

Por su parte, Assur seguía intentando adaptarse al rosario de inesperados cambios que su vida había sufrido. Lo había perdido todo y ahora existían resquicios de esperanza, había sido un simple campesino y ahora se formaba para convertirse en hombre de armas, aprendía a montar a caballo y sus muñecas se fortalecían con la espada; estaba descubriendo la palabra escrita, conocía ya los principios del álgebra y la geometría, había asimilado a través de las lecciones de Jesse nociones básicas de filosofía y medicina, e incluso había comprendido que el mundo era mucho mayor de lo que jamás había imaginado: mientras Assur pensaba en celebrar la Natividad del Señor, el hebreo hablaba del Janucá y Weland explicaba la importancia de la fiesta del Jolblot. Además, Jesse le había contado su viaje a Bagdad y detalles sobre su vida en Córdoba, dejando entrever al muchacho el orbe musulmán y sumiéndolo en tal cantidad de novedades e ideas que el pobre pastor se sentía a menudo desbordado por la enormidad de su ignorancia; algo que, para asombro del muchacho, ponía de manifiesto, según el judío, lo inmenso de su sabiduría.

Assur tenía nuevos amigos en los que confiar, un lugar en el que sentirse seguro y una curiosidad innata que se veía saciada en raciones que se le antojaban escasas. Y ahora, además, había descubierto el amor. Sin embargo, toda la excitación y novedad se diluía amargamente en un triste velo de melancolía y pena. En más de una ocasión se sorprendió a sí mismo reconociéndose que, a pesar de la fortaleza que pretendía mostrar a los demás, hubiera preferido que las cosas no hubiesen cambiado. Echaba de menos a padre, con su orgullo severo, y a Ezequiel, con sus palabras entrecortadas y su dulce mirada de inocencia, a Zacarías, con el que le hubiera encantado compartir confidencias sobre Galaza y discutir todas las sensaciones que estaba descubriendo; pero, sobre todo, echaba de menos a mamá. Todos los días y en todo momento.

Y con cada día el cambio de estación se hacía un poco más palpable; los hombres se enfrentaban a la nostalgia arrimándose al fuego de los hogares y los caminos, convertidos en barrizales, se desbordaban por el agua de las pertinaces lluvias.

En el patio del castillo se formaban incómodos charcos para la práctica de la esgrima. Y, por lo general, forzado por el tiempo inclemente, durante los inviernos Gutier solía disponer de más tiempo de asueto y no era extraño que si las nubes, con su agua y su nieve, se lo permitían, se acercase a León para ver a sus hermanas, especialmente a la más joven, que era la única que seguía soltera. Sin embargo, ese año las cosas eran muy distintas, sabía que no iría a León, aunque sí despachó, a través de los escasos mercaderes que se movían todavía de un lado para otro, un par de misivas para su hermana, y otra destinada al padre de un pretendiente que le parecía adecuado y al que estaba deseando azuzar para que tomase una decisión. Pero no iría hasta la vieja ciudad.

Ese invierno Gutier tenía otras responsabilidades y, además, se sentía gustoso de aceptarlas. Aquel muchacho había demostrado todo lo que él esperaba de un hombre en una medida y calado impropios para su edad. Le gustaba el chico. No pensaba demostrarle lo orgulloso que se sentía de él, pero, sin lugar a dudas, le gustaba. Y, aunque no lo deseaba en absoluto, se sentía responsable de él y quería cuidarlo, por lo que intentaba, siempre que sus deberes se lo permitían, estar pendiente del muchacho.

Aquel día gris de San Severo el conde había planeado salir de caza a por algún venado, revolucionando a todo el personal y servidumbre con los preparativos y especiales requisitos que siempre exigía para sus cacerías; pero como el Boca Podrida se había levantado con las tripas más revueltas de lo normal, había reclamado a Jesse a su lado de inmediato, obligando a un mozo a bajar a buscarlo a la casa del judío en el valle antes incluso de que el hebreo se presentase en la apoteca del castillo y, pese a no salir personalmente de caza, había encargado a Weland que trajese una enorme cornamenta de la que presumir en el salón de la torre del homenaje. Impaciente mientras aguardaba respuesta de Compostela, su humor se había vuelto tan irascible como sulfurosas sus digestiones. Así que, con el castillo en calma y sin ninguna otra ocupación, Gutier pensó que sería una buena oportunidad para pasar unas horas con el muchacho y, quizá, enseñarle alguna cosa.

Tuvo que buscar al chico durante un buen rato hasta dar con él. Estaba sentado en el murallón del castillo, mirando al valle con el lobo a su lado, con las piernas encogidas y las manos entrelazadas. Gutier se dio cuenta de inmediato de que el zagal estaba sumido en uno de sus períodos de melancolía.

—¡Muchacho! —lo llamó mientras pensaba en cuál sería el mejor modo de animarlo.

Furco se giró al instante y, cuando bostezó ruidosamente para desperezarse, Gutier agradeció haberse ganado la confianza del animal. El lobo se guardó los colmillos y trotó por el adarve de la muralla hacia el infanzón. Assur se levantó también, sin decir palabra, y esperó obedientemente a saber qué querían de él.

—¿Qué te parece si practicamos un poco con el arco? —le dijo sabiendo que era la disciplina de la que más disfrutaba su pupilo.

El chico respondió de inmediato, aunque sin la sonrisa que Gutier había esperado.

—Como digáis.

El infanzón se dio cuenta de que el rostro del muchacho se recomponía. El pastorcillo estaba evidentemente triste esa mañana, sin embargo, había aceptado la sugerencia como una orden y sin protestas.

—Anda, ven, veamos si eres capaz de tensar mi arco —Gutier lo decía intentando alentar al chico, que llevaba semanas aguantando estoicamente las negativas a sus peticiones para probar las armas de los adultos.

Algo brilló en los ojos de Assur al tiempo que se ponía en marcha, pero su rostro siguió compungido.

Cuando llegó a su lado, Gutier estuvo tentado de posarle una mano en el hombro, pero se contuvo.

El esfuerzo del muchacho era evidente, y aun con la lluvia, que persistía ahora como una pesada cortina de suave humedad, el infanzón podía ver las gotas de sudor que perlaban la frente del chico. En el bosque, un cárabo soportaba el aguacero mirando entretenido la práctica de los humanos.

—Recuerda, el brazo del arco no tiene que estar tenso, basta con que lo trabes en la posición de tiro —decía el infanzón—, la mano no puede empujar el arco, ha de estar suelta para que todos los disparos se repitan del mismo modo.

El muchacho asintió con un gesto contenido y soltando el aire relajó de nuevo la postura destensando el arco y respirando acaloradamente.

—Calma, vuelve a intentarlo cuando hallas recuperado el fuelle —dijo Gutier, y estuvo tentado de añadir que ya resultaba asombroso que, aun sin control, el muchacho consiguiera manejar su arco, aunque rechazó la idea.

Furco los miraba con curiosidad, protegiéndose como buenamente podía del final del aguacero bajo la copa desnuda de un enorme aliso que delimitaba el claro donde los hombres practicaban el tiro. A pesar de que se sacudía enérgicamente cada poco, su pelaje húmedo se apelmazaba en mechones oscuros que le daban un cómico aspecto.

Assur miraba al suelo respirando profundamente, intentando aliviar la incómoda premonición de fracaso que se cernía sobre él, quería demostrarle a Gutier que agradecía la oportunidad que le brindaba, y que era capaz de usar el arco del infanzón tan bien como los más livianos que había venido utilizando hasta el momento. No quería decepcionar a su maestro.

Gutier miraba al chico ensayando su paciencia. El cambio operado en el muchacho resultaba notable; el crío había crecido sus buenas pulgadas, sus hombros y espalda resaltaban musculosos, definidos en la tela húmeda de la camisa, y su rostro se había afilado, e incluso le pareció distinguir algo de bozo.

—Tendremos que enseñarte a usar la navaja —dijo de pronto intentando cambiar el hilo de su discurso para no presionar demasiado al muchacho—. La pulcritud es una virtud tan deseable como cualquier otra. Además, con esos ojos y ese pelo, como te dejes crecer la barba, parecerás uno de esos malnacidos normandos.

El infanzón lo había dicho con ánimo y tono de mofa, pero Assur estaba demasiado concentrado para poder advertirlo, simplemente afirmó sacudiendo el mentón y volvió a colocar la flecha en la cuerda, listo para tensar el potente arco a medida que inspiraba.

La saeta voló y la cuerda del arco produjo un ruido sordo. Se clavó en uno de los alisos del otro lado del claro, a unos pasos a la derecha de la saca de lino basto que, llena de heno y colgada de la rama de otro árbol, servía de blanco. Había fallado de nuevo, pero al menos la altura era la correcta y, teniendo en cuenta la distancia, Gutier sabía que era un disparo más que aceptable.

—No puedes soltar la cuerda como si quemase… Debes dejar que se escape sola de entre tus dedos, como si los atravesase sin más; y relaja el brazo del arco… Vuelve a intentarlo, seguiremos aquí hasta que aciertes, y no me importa si estás cansado o te duelen los brazos, ¡otra vez!

Al chico se le escapó una mueca de desagrado por la reprimenda, y Gutier sonrió al darse cuenta de cómo el muchacho se esforzaba por borrarla de su cara.

En ese momento Furco gañó y salió corriendo hacia Assur, en cuanto llegó a su lado se sentó como si se lo hubiesen ordenado y miró al muchacho con la cabeza entornada.

Gutier conocía lo bastante a tan estrambótica pareja como para suponer que el lobo había acudido al presentir el ánimo de su amo. El infanzón suspiró y se permitió una licencia:

—Muchacho, ¿estás bien? ¿Te sucede algo?

Assur no respondió, seguía mirando al suelo y, tras palmear la cabezota del lobo, se tocó distraídamente la cinta de la muñeca. Gutier pensó por un momento regañarlo por no contestar.

—¿Es verdad? —preguntó entonces Assur.

El infanzón permaneció callado, sin saber a qué se refería el chico.

—¿Es verdad? —volvió a preguntar Assur; y sin darle tiempo al infanzón para responder siguió hablando—. ¿Es cierto que tenemos alguna posibilidad de encontrar a mis hermanos? ¿A Sebastián? ¿A Ilduara?… ¿La tenemos?

Gutier se daba ahora cuenta de que no había calibrado como debiera la melancolía callada del chico. Estaba a punto de responder intentando darle ánimos cuando Assur siguió hablando.

—Era mi responsabilidad… Y ahora… ahora… todo esto es… Pero yo no sé lo que debo hacer, ni siquiera sé qué debo sentir, no puedo evitar pensar en que me gustaría contarle a mis hermanos y a los chicos del pueblo que he aprendido a leer y a escribir, o que sé usar una espada —Assur hablaba atropelladamente, librándose tan rápido como podía de un peso enorme—. Pero yo debería estar de duelo, o atacando el campamento de los normandos… ¿Qué iba a pensar padre de mí?… Pierdo a Ilduara y me dedico a cumplir sueños, ¡sueños infantiles! Fingiendo ser un caballero…

El infanzón, sorprendido por la madurez del muchacho, no sabía qué decir. Assur palmeaba de nuevo la cabeza de su animal y mantenía la mirada baja. Gutier fue consciente de que el chico luchaba por no llorar.

—¿Qué pensaría padre de mí? No tenía que haber dejado sola a Ilduara… Y la casa, y los campos, nadie se ha encargado de la siega… ¡Nadie los ha arado!… Debería volver y asumir mis responsabilidades, ya tendría que haber sembrado…

Cuando Assur pareció callar al fin, desfogado, Gutier se tomó unos instantes antes de hablar, considerando muy seriamente sus palabras y pensando en las consecuencias.

—Hijo —apeló Gutier acercándose—, tú no has hecho nada malo. Tú has hecho mucho más de lo que se podía esperar de un niño —le dijo cogiéndole el mentón y alzándole el rostro para obligar al chico a mirarlo a los ojos—. No tienes la culpa de nada, ¿entiendes? —Assur se esforzaba por no llorar—. De nada… Y tu padre —Gutier dudó un instante—, tu padre se sentiría muy orgulloso de ti.

Los ojos de Assur se abrieron agradecidos con una expresión solemne.

—Estoy seguro de ello —añadió Gutier—, yo… yo lo estoy… Yo estoy muy orgulloso de ti.

Assur dejó caer el arco y se abrazó al infanzón como ya había hecho tantos días atrás. Gutier, poco acostumbrado a esos gestos de cariño, dudó con sus manos en el aire en un ridículo gesto hasta que, sin saber qué otra cosa hacer, rodeó al chico con sus brazos.

Estuvieron así, dando tiempo a la lluvia a terminar de escampar, hasta que Furco, celoso, hociqueó la cintura de Assur reclamando algo de atención; lo que Gutier aprovechó para librarse de tan embarazosa situación. Y, sin transición alguna, como dando el incidente por olvidado, el infanzón instó al muchacho a continuar con la práctica de tiro.

—Recoge el arco y vuelve a intentarlo, no nos iremos hasta que consigas acertar en el blanco —dijo Gutier con el tono de voz más serio que pudo componer.

Assur obedeció sin decir nada más. Tampoco hacía falta que lo hiciese, su expresión era casi jubilosa. Para el chico estaba claro que las palabras del infanzón no iban a perderse en el olvido de un momento para otro.

El muchacho tensó el arco de nuevo y, soltando el aire poco a poco, apuntó al blanco considerando la parábola a la que obligaba la distancia y la suave brisa que empezaba a soplar.

—Con suavidad, el disparo debe sorprenderte —dijo Gutier en voz baja.

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