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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (25 page)

BOOK: Assur
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Teresa no esperaba reticencia por la descripción que había hecho el nórdico del muchacho, pero conocía bien su trabajo, y estaba dispuesta a ganarse merecidamente los dineros del normando.

—Habladme entonces de esa mujer tan afortunada… —dijo ella enigmática, acercando el taburete al de Assur lo suficiente como para permitir que sus piernas rozasen convenientemente las del muchacho.

Antes de que Assur pudiera contestar, Teresa se encargó de rellenar su vaso de aguardiente y animarlo a beber con un gesto de sus manos delicadas.

Sin que el muchacho pudiera explicarlo si se lo hubieran pedido, turbado por la neblina del alcohol y la excitación, Assur terminó acompañando a Teresa hasta el tabuco, dejando a Weland con Sancha para terminar con las reservas de aguardiente del tabernero.

Ella lo tumbó en uno de los sencillos lechos con palabras lisonjeras y caricias que se entretenían justo en los lugares donde el muchacho se sentía mortificado. Se apartó dando unos pasos insinuantes y trasteó con los cordajes y prendedores, hasta que quedó desnuda frente a él para que Assur contemplara con admiración los pechos erguidos y sus pezones del color de las bayas maduras. El joven la observó ansioso, deteniéndose en cada rincón desconocido y deslumbrándose por el montículo de espeso vello rizado.

Teresa avanzó con pasos largos, haciendo bailar sus senos con hipnótica precisión, y se tumbó al lado del muchacho, acodándose con un brazo y pasando la mano libre por el pelo de él, que gemía complacido. Le besó el cuello con aleteos suaves de labios expertos y él gruñó de satisfacción mientras la mano de ella le recorría el pecho y el vientre, trazando arabescos que Assur podía sentir a través de la tela de sus prendas.

Ella inspiró el olor profundo del muchacho y buscó su boca para conseguir que se la entregara a su antojo.

—Deberíais afeitaros —dijo ella notando el bozo que cubría el rostro del muchacho—, al menos hasta que la barba se os vuelva prieta y plena. Os aniña la expresión, mi señor…

Ella terminó su consejo besándolo de nuevo y Assur solo escuchó las palabras a medias.

Teresa movió su mano, descendiendo por el vientre duro de Assur, dibujado por las líneas de sus músculos. Entre la ropa revuelta sus dedos arañaban la piel del muchacho, desplazándose como las patitas de un animalillo hasta que encontraron la cintura de los calzones y la mano se resguardó en la improvisada madriguera. Ella encontró su hombría, palpitante y caliente, firme y preparada para lo que tendría que venir, y se sorprendió por descubrirla mayor de lo que esperaba para un joven como él.

Assur se quiso revolver y Teresa lo calmó con nuevos besos mientras empujaba las prendas de él y se alzaba para montarlo a horcajadas. Veterana, se mojó con su saliva antes de dejarse penetrar. Y cuando lo tuvo en su interior apretó hasta que Assur gimió profundamente encorvándose con un espasmo que le recorrió la espalda. Se movió suavemente y buscó las manos del muchacho para que le recogiesen los pechos. Assur se dejó llevar por el instinto y los oprimió con la suavidad justa, observando los misterios que había anhelado desvelar.

Jugueteó con los pezones entre sus dedos fuertes y la oyó gemir también a ella al tiempo que sentía una humedad nueva que le cubría. Y cuando notó que el pecho iba a reventarle, justo en el momento en que agarró las finas caderas de ella, para ayudarse a llegar tan hondo como quería, Teresa se detuvo y, lentamente, con una parsimonia que sabía a tortura, descabalgó.

—Ven, trae… —le susurró ella al oído lamiéndole una mano y mojando los dedos de Assur lascivamente.

Teresa recordaba la petición del nórdico y le descubrió al muchacho su intimidad, enseñándole, permitiéndole encontrar el ritmo adecuado de las caricias y que su tacto ahondase en lo que hacía de las mujeres hembras.

Cuando sintió que el clímax se acercaba, tiró de la camisa de él hacia arriba y lo obligó a tumbarse encima de ella. Maestra paciente, le dejó a Assur buscar la postura hasta que volvió a sentirle tan dentro como para que un ronroneo le revolviese el gaznate.

Assur se movió, primero torpemente, y luego ajustándose a las indicaciones que las uñas de ella, clavadas en los músculos abultados de su espalda, le hacían variando la presión en su piel.

Ella terminó antes y él se liberó con un gruñido hondo. Sus ojos se abrieron con fuerza y Teresa, viéndolos azules y bellos, tuvo sueños de novata y pensó en futuros imposibles, sintiéndose agradecida una vez más por haber concluido con el muchacho y no con el rudo nórdico de largas manos al que, en más de una ocasión, se le escapaba alguna bofetada.

Assur se durmió tendido en el pecho de ella, y despertó sobresaltado y con una sensación palpitante en la cabeza.

—¡Furco! —exclamó conteniéndose al final por temor a despertarla.

No estaba seguro de cuánto tiempo había pasado. Se notaba aturdido.

En el lecho gemelo Sancha dormía sola, respirando profundamente, aunque Assur recordó haberse despertado un rato antes, brevemente, y entreabrir los ojos para ver a Weland encima de ella. Había vuelto a dormirse entre la bruma del alcohol y la pasión desgastada sin darle mayor importancia.

Se despidió de Teresa con un beso tierno en la mejilla y, cuando la mujer se revolvía para acaparar el espacio vacío y caliente que había dejado el muchacho, Assur ya salía por la puerta a medio vestir.

En la planta baja se hizo con algunas sobras de carne del estofado frío y pegoteado que quedaba en unos platos que alguien había olvidado recoger, y salió fuera intentando no hacer ruido, pues algunos de los parroquianos habían preferido dormir su ebriedad en la taberna en lugar de atreverse con el frío de la noche. Tirado en un escaño cercano al moribundo fuego del hogar dormía el infanzón que había sido su oponente, y al muchacho se le escapó una sonrisa orgullosa.

Al lado de la entrada, donde le habían ordenado que aguardase, estaba el lobo, enredado como un ovillo y apoyando la cabeza en sus manos. Alzó las orejas en cuanto Assur cerró la puerta de la posada tras de sí.

—Buen chico, buen chico —le dijo Assur al animal mientras le palmeaba el cuello con una mano y le ofrecía las sobras con la otra.

El muchacho notaba como el aire frío de la noche empezaba a despejarle la cabeza y respiró profundamente mientras acariciaba a su animal.

—No te imaginarías lo que ha pasado —empezó a decirle Assur al lobo, confidente impertérrito que lamía ansioso la grasa de los dedos del muchacho—. He ganado una pelea y… Bueno, ya te contaré, anda, vamos al castillo.

Y Furco se levantó entendiendo las intenciones de su amo.

Cuando tomaban la serpenteante trocha de ascenso al castillo, Assur vio delante de sí dos siluetas que se recortaban contra la claridad que la luna y las estrellas colaban entre las nubes. Una de ellas era Weland, resultaba inconfundible, la otra le pareció el herrero Braulio; y Assur supuso que el nórdico había decidido, como él mismo, regresar al castillo, y que quizá se había encontrado con el artesano roncando la pea en una de las mesas de la taberna.

Una lechuza ululó en alguno de los añejados castaños de la vereda y Assur, recordando las palabras de su madre, sintió el presagio y tuvo un mal presentimiento.

El deshielo se anunciaba tímidamente y en el Valcarce, que bajaba lleno y revuelto, las truchas remontaban los rápidos, preparándose para la freza. La mañana era limpia y clara, las últimas lluvias habían dejado en el aire un agradable olor a tierra fértil.

En cuanto había salido de la torre del homenaje, Gutier había buscado a su amigo Jesse. Sabía que Weland estaba en Castrelo de Miño, llevando recado del conde a unos nobles locales, se lo había dicho uno de los mayordomos. Y, lamentando la ausencia del nórdico, el infanzón deseaba ver a su otro amigo; tenía ganas de compartir unas horas con el hebreo, además, quería preguntarle por el muchacho, desde su llegada esa mañana aún no lo había visto y estaba seguro de que el médico sabría dónde se había metido el zagal.

Estaban en la estancia delantera de la apoteca y Gutier, sentado con su pierna resentida bien estirada y disfrutando de un vaso fresco de vino dulce rebajado, le comentaba al hebreo sus impresiones sobre los últimos movimientos políticos del noble Gonzalo Sánchez.

—Le he dado muchas vueltas —dijo el infanzón—, muchas… Y estoy prácticamente convencido de que el ataque a Chantada le ha metido al conde el miedo en el cuerpo. Si los nórdicos se siguen aproximando al Bierzo, además de la boca le van a apestar los calzones —añadió Gutier con una sonrisa incipiente—. Quiere resolver esto, pagando o luchando, pero resolverlo antes de que sus tierras corran peligro y, a ser posible, haciéndose imprescindible para uno de los actores, o el conde castellano o la alianza de la Iglesia y la corona. Además, si hay que pagar, preferirá que pague cualquier otro… —Gutier hizo equilibrios con las manos como si ejecutase malabares—. He tenido que llevarle un mensaje al obispo de Oviedo —continuó el infanzón—, creo que para que intermedie con Rosendo y… y si no se recibe una respuesta afable de Compostela gracias a esa maniobra, creo que el conde cerrará filas con el de Lara y llegaremos al principio del fin…

Jesse revolvía sus cajas, jarros y botes buscando algún ingrediente del que el infanzón no recordaba el nombre y que serviría para intentar reducir la pertinaz acidez del cómite, de la que, últimamente, se quejaba con mucha más profusión de lo habitual en él. El hebreo, como hombre metódico que era, dividió eficientemente su atención entre la charla y su rastreo del fármaco, preguntándose si no habría sido Assur el que despistara el bote.

—A juzgar por cómo se le han revenido los intestinos en estos días, creo que tienes razón… Está más inquieto que un ratón con un gato en la entrada de la ratonera… —El hebreo perdió por un momento el hilo de sus palabras antes de dejar escapar sus ideas en voz alta—. Ese muchacho, ya ha vuelto a desordenar mis tarros, ¿dónde habrá dejado la raíz de regaliz?

Gutier sonrió recordándose que, pese a lo que le había contado Jesse sobre los avances del muchacho, el pastor seguía siendo un crío.

—Pondría la mano en el fuego —dijo el infanzón retomando el tema que le interesaba—, el conde Gonzalo quiere deshacerse de los nórdicos por interés propio, sin embargo, creo que intentará hacer que Rosendo se lo pida y, así, tenerlo como deudor. Poco puede haber mejor para un noble ambicioso que tener un cobro pendiente con el señor y dueño de Compostela. Y por eso me envió a Oviedo —dijo el infanzón simulando una estocada con el índice de la diestra—, para que el obispo Fruminio le transmita la proposición al de Compostela; era su única opción… Si hubiera intentado tratar directamente con el obispo Rosendo, no hubiera conseguido nada, hay demasiado rencor entre ellos… Además, tanto si hay guerra como si la corona se decide a pagar el tributo, el conde intentará presentarse como el salvador de la situación…

Jesse, que seguía de espaldas al infanzón trasteando en los anaqueles de la botica, asintió imperceptiblemente. Era consciente del papel que el propio Gutier había tenido en las desgracias de Rosendo y estaba de acuerdo con su amigo, un cara a cara sin más entre los dos hombres jamás hubiera funcionado.

—¿Crees entonces que esta primavera se llamará al fonsado?

Gutier, comedido como siempre, meditó su respuesta.

—Sí, creo que habrá guerra pronto, y también creo que no será como las razias contra los sarracenos. Podría haber un gran enfrentamiento. Necesitaremos organización, y mucha caballería. Mucha —concluyó el infanzón pensativo.

El hebreo se giró por un momento y miró al infanzón de reojo.

—Voy a buscar en el cuartucho de atrás, a veces Assur coge el regaliz para mojarlo en miel y comer un poco; le he dicho cientos de veces que es muy caro, pero parece que no puede remediarlo. —Y antes de cruzar el cortinón que separaba las piezas de la apoteca volvió a hablar—: ¿Tanto os preocupa?, ¿será duro?

—Sí, lo será. Le he dicho al conde que deberíamos pensar en minar a los normandos con pequeños escarceos, intentar hundir algunas de sus naves, buscar el sabotaje —se explicó Gutier alzando el tono de voz para que el hebreo pudiera oírlo desde la otra estancia—. Le he dicho que debemos retrasar el gran enfrentamiento directo cuanto podamos, procurando sacar ventaja del terreno conocido. Deberíamos destacar grupos de unos pocos hombres, ágiles y que puedan moverse de un lado a otro rápidamente, desgastando a los normandos cuanto podamos antes de tener que asumir una lucha abierta.

»Son gente entrenada y curtida, y nosotros… y nosotros —al infanzón se le arrugó el rostro en una mueca desdeñosa—, en la mayoría de los casos somos siervos o villanos, reconvertidos en caballeros por el azar y la presión de los sarracenos en esta eterna reconquista en la que siempre faltan hombres dispuestos a enfrentarse a los moros. No podemos arriesgarnos, deberíamos ser como el mosquito con el león…

Jesse ya regresaba de la trasera de la botica, se le veía componer una expresión triunfal que servía para rodear el tono paternalista de sus gestos, era evidente que negaba con la cabeza pensando en el reproche que le debía a Assur.

—¡Lo tenía ahí detrás! —exclamó antes de recobrar la compostura y, mucho más seriamente, replicar a Gutier—. Recordad que al final de la fábula, después de que el mosquito venciera al león, una araña se lo zampa —añadió el judío midiendo en la balanza una pequeña porción de la raíz de regaliz—. Deberíais ser cuidadosos, hay mucho en juego… El peligro puede venir por muchos sitios, ¿qué pasaría si Fernán González se entera y acabamos peleándonos entre nosotros en lugar de contra los normandos?, ¿o si los moros se percatan y lo aprovechan? Recordad los enfrentamientos por los fueros de Castilla… Y como bien sabéis, muchos nobles no quieren seguir ni al rey niño ni a su tía Elvira, cada cual se preocupa de mirar su ombligo…

Gutier conocía el final de la fábula y también entendía las objeciones del hebreo, todas eran válidas y casi todas igual de peligrosas, especialmente la falta de unidad que provocaba en el reino que el trono estuviese en manos de una antigua monja y su mojigata hermana. Pero también estaba seguro de que no contaban con una fuerza armada capaz de repeler a los normandos con autoridad de una tacada contundente; estaba convencido de que su idea era buena, cuanto más desmochasen las huestes normandas, más fácil sería vencerlas cuando llegase el momento. Dejando reposar las palabras de su amigo, Gutier decidió cambiar de tema.

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