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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (26 page)

BOOK: Assur
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—Entonces, ¿dónde está ese condenado muchacho?

—De caza. Últimamente, en especial cuando Weland no está, intenta escabullirse de mis lecciones siempre que puede. Le gusta pasar el tiempo en los bosques.

—¿Sigue todo igual? —preguntó el infanzón—. ¿Está todavía encaprichado de esa moza de las cocinas?… ¿Le ha enseñado Weland algo de importancia? ¿Has leído ya con él algo de griego?

El hebreo alzó la vista de la delicada balanza y sonrió ante el torrente de preguntas. Aunque ya lo había intuido en los primeros días de la relación, le seguía resultando cómico redescubrir en las reacciones del infanzón su interés por el muchacho. Si se lo hubieran dicho un par de años antes, Jesse habría renegado de la proposición lleno de convencimiento; le seguía costando creer que el taciturno Gutier hubiese encontrado en su corazón el candor necesario para encariñarse con el crío.

—Algunas cosas han cambiado. Y no, no creo que siga interesado en la moza de las cocinas —contestó Jesse—. Creo que el asunto de las mujeres está, digamos, resuelto… Al menos por el momento —titubeó el hebreo con una sonrisa—. Pero hay otras cosas, se fue con Weland y…

Jesse no pudo terminar la frase y Gutier no pudo preguntar por eso de que Assur hubiese acompañado al nórdico, Furco entró atropelladamente, buscando al infanzón ansioso e interrumpiendo al hebreo con la algarabía. Tras el lobo, un instante después, llegó Assur.

—¡Gutier! —exclamó el muchacho desde la puerta con evidente ilusión.

El hebreo se guardó sus palabras, y se prometió buscar algún momento para, más tarde, hablar con el infanzón sobre las cuitas del joven.

—¡Qué alegría! —se reafirmó el muchacho acercándose hasta el infanzón—. Os he echado de menos… —Assur calló intimidado por su repentina sinceridad—. Y Furco también…

El hebreo se acercó y Gutier se levantó, conteniendo a duras penas el abrazo que hubiera deseado darle al chico; tuvo que reconvenirse para no ser excesivamente blando.

—Yo también me alegro de verte. Espero que te hayas comportado como es debido, muchacho.

Ante el tono serio de su mentor Assur se enderezó y le ordenó a Furco que se estuviese quieto. El gesto arrancó una sonrisa de Jesse, que miraba la escena divertido.

Gutier observó al muchacho. Aunque no quería expresarlo en voz alta, era evidente que el crío empezaba a dejar su niñez atrás a pasos agigantados. Aunque solo habían pasado unos meses desde que se había topado con él, Gutier veía cambios llamativos, todos ellos formaban un armonioso conjunto que el muchacho lucía con apostura, anunciando el hombre en el que se convertiría.

Assur vestía ligero, con camisa holgada y sin capa o chaleco. Llevaba atada la manga izquierda del modo en que le había enseñado el infanzón, y al cinto tenía prendida una daga sencilla pero de buena factura que a Gutier le recordó al trabajo de la herrería del castillo. Del otro costado llevaba un carcaj con flechas bien emplumadas y una traílla de la que pendían un par de conejos. El muchacho se mantenía erguido, respirando profundamente, y en la postura se adivinaba que había dado un estirón, ganando sus buenas pulgadas. Sus hombros, tras haber ensanchado, se cargaban ahora con brazos musculados. El rostro se había afilado, marcando las cejas y la mandíbula. Y para asombro de Gutier, vio en las mejillas del muchacho los inconfundibles cortes sin importancia de quien empieza a afeitarse torpemente.

En el agradable calor de su madriguera el topillo abrió sus ojos legañosos. Todo estaba como debía, las hebras secas de hierba y grama que había acumulado pacientemente en el otoño estaban un poco más revueltas, pero todo seguía en orden. En cuanto se desperezó, estirando su frágil cuerpecillo, venteó ansioso con su hocico bigotudo, estaba hambriento y esquelético, no había comido nada durante meses. Aun estando bajo tierra podía percibir los cambios, había olores dulces que le contaban cómo los primeros brotes de la primavera se abrían.

Sacudiéndose la somnolencia de encima, se aseó, lamiéndose cuidadosamente el pelaje y mordisqueando los parásitos que habían aprovechado su hibernación para acomodarse. Cuando se decidió a salir, tomó sus precauciones, al principio solo se asomó tímidamente, mirando en todas direcciones. Desde el valle, allá abajo, le llegaba el rumor del río, y en la falda de la montaña de enfrente se veía un rebaño de cabras montesas buscando pasto entre las peñas. En su ladera, en una higuera cercana que le llenaba la cabecita de melosas promesas para el verano, silbaba un mirlo. Le sorprendió una mañana radiante con un cielo azul despejado que solo rompía la silueta de un águila real, volando a lo lejos, sobre la vega.

El roedor observó al gigantesco pájaro, daba vueltas aprovechando las corrientes de aire y observaba las faldas de las colinas que formaban el cauce del río. Era evidente que la rapaz buscaba una presa, y el roedor no pudo evitar encogerse deseando relajar sus intestinos. Poco después, mientras el topillo decidía si era seguro o no correr hasta una mata de brezo cercana, el águila dio un quiebro en el aire y se lanzó en picado sobre un saliente de roca de la ladera contraria. Justo cuando parecía que iba a estrellarse contra las peñas salpicadas de matojos, desplegó las alas y abrió sus garras; en un instante, y sin que la madre pudiese hacer otra cosa que balar lastimeramente, la rapaz se llevó un recental como si el cabrito no pesase cinco veces lo que ella, y el águila, con sus alas extendidas en toda su imponente envergadura, sobrevoló la falda de la colina descendiendo hacia el valle del Valcarce, de sus enormes garras colgaba el recental paralizado por el miedo. El águila y su presa pasaron apenas por encima de algunos miembros del rebaño; uno de los bucardos, con los enormes cuernos amenazantes de los machos de la raza, los miró con la indiferencia propia de sus grandes ojos oscuros.

Perdiendo de vista a la impresionante ave, y seguro ya de que ningún otro depredador amenazaba su existencia, el topillo se decidió a salir de su madriguera. Echó una carrera hasta la mata de brezo y miró el camino de los hombres que había más allá; en el lado contrario de la vereda, justamente en donde la tierra se amontonaba al borde del camino por culpa de las ruedas de los carros, había unas colmenillas recién aparecidas entre la hierba verde y joven.

El topillo cruzó la trocha con rapidez y antes de atreverse a probar las setas las olisqueó embelesado, admirándose por la plenitud de su aroma y prometiéndose un festín tras el letargo invernal. En el mismo instante en el que abría su boca oyó a los hombres y, tras un último vistazo goloso a los hongos, echó a correr de nuevo, directo a esconderse en su madriguera.

Eran dos jinetes y azuzaban a sus monturas, venían desde el paso del fondo del valle a uña de caballo, sin perder un instante.

Gutier tensaba demasiado las riendas del pobre Zabazoque, que sudaba profusamente manchando sus arreos y resoplaba ensanchando al máximo sus ollares. Estaba preocupado por lo que había visto y deseaba pensar en las consecuencias. Le parecía demasiado pronto para todo aquello y temía que no pudieran reaccionar a tiempo.

Weland mantenía el ritmo y se preocupaba de aguijar también a su caballo, intentando conservar el galope de Gutier, sin embargo, las dudas que le asaltaban eran muy distintas a las del infanzón.

Y el pobre topillo se acurrucó de nuevo en su madriguera, temblando por el estruendo de los cascos. No se atrevió a salir hasta que el sol alcanzó su cénit.

La noticia la había traído Weland a su regreso de Castrelo de Miño: los suyos se movían, y lo hacían como siempre, sembrando muertes a su paso. Aún quedaba nieve en los picos altos, pero los nórdicos parecían tener prisa por continuar con el expolio del año anterior. Y sus batidas eran peligrosas, se acercaban a las montañas del este.

A Gutier le inquietaban muchas de las posibilidades futuras, pero, mientras sacudía una vez más las riendas para exigirle el máximo al extenuado Zabazoque, no podía dejar de pensar en el presente. Él había perdido a muchos en Chantada, pero ahora se trataba de Jesse, y al infanzón casi le afectaba más el dolor que le esperaba a su amigo que el suyo propio.

En aquellas tierras del reino no había demasiados judíos y el médico, años atrás, había concertado los matrimonios de sus hijos eligiendo entre las pocas familias residentes en los alrededores. Y el lugar más evidente había sido Monforte de Lemos, ciudad vieja desde la invasión romana y ocupada con un antiguo barrio judío donde comerciantes, cambistas y usureros hebreos ostentaban sus negocios desde tiempos inmemoriales.

Y Monforte había sido la siguiente etapa de la terrible incursión normanda en las tierras del apóstol Santiago. Probablemente porque, además de las riquezas de las iglesias y del nuevo monasterio de San Salvador, la tradición herrera de la ciudad había atraído a los normandos, ansiosos de proveerse de una excelente producción de espadas y hachas.

Weland y Gutier habían visto la desolación que los nórdicos habían dejado tras de sí, y si tan solo la mitad de lo que habían oído era cierto, las calles de la ciudad se habían bañado en sangre fresca. Les hablaron de madres que habían muerto chillando encima de sus retoños, de chicuelas violadas por varios hombres, de capillas quemadas, de hombres descuartizados por tiros de bueyes, de un sacerdote despellejado vivo. Gutier, aun acostumbrado a los terribles horrores de la guerra, seguía sintiendo escalofríos al recordar las lágrimas del campesino del alfoz que le había contado cómo toda su familia había sido masacrada. Y no quería imaginar cómo afectaría a Jesse la noticia, o a su mujer; por lo que podía suponer, las dos hijas del médico estaban muertas, y su hijo, con suerte, podría haber estado ausente, en uno de sus viajes al sur por la Ruta de la Plata, aunque a su regreso no encontraría otra cosa que desolación.

Gutier quería retrasar el momento de hablar con el hebreo lo máximo posible y tenía la excusa conveniente del deber cumplido, de modo que en lugar de buscar la casa del médico en el valle se dirigían al castillo, y en vez de pararse en la apoteca pensaban ir directamente a la torre del homenaje para entrevistarse con el conde Gonzalo.

El cómite los recibió enseguida.

—Hablad de una vez, ¿qué ha sucedido? —dijo el noble haciéndoles llegar a los dos hombres que resollaban la podredumbre de sus tripas.

—Los nórdicos se acercan, se han movido hacia el este —contestó Gutier intentando regular su respiración—. Han llegado al valle de Lemos, han asolado Monforte…

El noble pareció necesitar un instante para asimilar lo que le contaban.

—¿Y qué opináis, vienen hacia aquí? ¿Cuándo llegarían?

A Gutier le dolió comprobar una vez más cuán mezquino podía ser su señor; en lugar de preguntar por los muertos, por el vulgo, solo se había preocupado por el peligro que corrían sus propias tierras. Weland, que adivinó los pensamientos del infanzón, se animó a contestar antes de que Gutier pudiese cometer la ligereza de ser impertinente.

—No podemos saberlo —mintió el nórdico—. Es una opción, aunque también es probable que sigan hacia el sur, Ourense supone una buena tentación…

Al conde se le iluminó el rostro. Se estiró tanto que se puso por un momento de puntillas y empezó a gesticular ansioso al tiempo que parloteaba.

—¡Ourense! No… Quizá sería mejor decir la diócesis de Ourense.

Gutier no entendió la relación entre la calidad episcopal de la ciudad con los movimientos de los normandos.

—Precisamente —dijo Weland—, la catedral guarda caudales que suponen un botín enorme y ahora, tras haber vaciado las herrerías de Monforte…

El nórdico no terminó la frase, era evidente que el conde no le estaba prestando atención.

—No conozco al obispo de Ourense… —dijo el conde hablando más para sí mismo que para sus hombres—. ¿Cuánto tardarían en llegar?

El conde se había girado hacia Weland al hacer la pregunta, y el nórdico, entendiéndose aludido, contestó.

—Depende de si lo hacen por el interior o si lo hacen por el río…

—¡Claro! ¡Los barcos! —interrumpió exaltado el conde—. Si abandonan el campamento y descienden el Ulla, les basta seguir la costa hacia el sur, después pueden remontar el Miño, como en la expedición en la que tú participaste —dijo el noble señalando a Weland otra vez—. Llegarían a Ourense en pocos días, el río es caudaloso y tranquilo, es un trayecto sencillo. Hasta podrían dividirse y enviar a unos en los botes y a otros por el interior…

—Supongo —concedió el nórdico.

Tanto Weland como Gutier se dieron cuenta de que el conde tramaba algo.

—Y después, siguiendo el curso del Miño se encontrarán con el Sil —continuó el cómite excitado por sus razonamientos—. Desagua unas millas al norte de Ourense, y también es navegable, y es un paso expedito hacia el este, hacia Castilla, además tienen otro objetivo goloso en el camino, Quiroga…

Los dos hombres de armas se miraron confundidos, aquello era mucho suponer.

El conde se echó a andar con las manos en la espalda, razonando para sí. Y Gutier se decidió a intervenir.

—Pero, mi señor, no podemos saber si eso es lo que van a hacer —objetó el infanzón—, no tienen por qué abandonar su campamento, y si lo han establecido en ese valle, puede que sea porque pretenden intentarlo de nuevo con Compostela este año. Puede que se hayan atrevido con Monforte solo por expoliar los armeros. Compostela sigue siendo el objetivo más apetecible de todos, no podemos asegurar que se sigan moviendo hacia el sur…

El conde giró sobre sí mismo dando unos cuantos pasos más antes de volver a hablar.

—Y eso qué más da, la verdad no es lo que importa… Tampoco podemos asegurar que no lo hagan. ¿Cuántas millas hay hasta el paso del Sil?

—Alrededor de unas treinta —contestó el infanzón desconcertado.

—Pues es perfecto, perfecto… Es el acicate perfecto para que ese desagradecido de Rosendo tome una decisión…

El noble dio pasos rápidos en una y otra dirección, acariciando su bigotillo y moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Pero no conozco al obispo de Ourense —habló de nuevo el cómite—, habrá que intentarlo de nuevo a través de Fruminio.

Gutier estuvo a punto de caer en el atrevimiento de preguntar. Sin embargo, creyó empezar a entender: bastaba plantear la hipótesis para situarse en una posición de poder. Si los nórdicos abandonaban el Ulla para remontar el Miño, podían arrasar Ourense con total impunidad, no era una ciudad fortificada y las viviendas y construcciones partían desde la misma ribera. Y con Ourense saqueada podían seguir remando contracorriente hacia el norte, hasta la confluencia con el Sil. El afluente los llevaría a un paso viable entre las montañas, a Quiroga, y desde allí podrían ya oler la arcilla de las llanuras de Castilla, se convertirían en una amenaza real para León y para la corona. Incluso sería posible que atacasen la capital. Por otro lado, desde las tierras del castillo de Sarracín, unas pocas millas al norte, en el paso de Nogais que formaba el Valcarce, era fácil prometer que podían interponerse al avance de los normandos por el paso del sur, el que formaba el Sil encañonándose en los montes.

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